La masa y el aula
Parece que vuelven los buenos y viejos tiempos de los cuarenta y m�s alumnos por clase en Primaria y Secundaria (a cambio, regresan tambi�n los de diez o quince en el aula universitaria, se van a enterar). Los recuerdo con nostalgia.
A veces pasaban meses sin que el maestro o el profesor se fijara en ti. Llegabas a clase, te pon�as a pensar en tus cosas o a dibujar tus c�mics, te deleitabas con la cabellera o la forma de coger el l�piz de la muchacha que te hab�a enamorado inopidamente y que se sentaba quince o veinte metros m�s all�, so�abas con la hora del recreo y con la m�s ilusionante todav�a de irte a casa o a la alameda. Ciertamente, el encierro era duro, pero gracias al encierro la libertad se pintaba con los colores m�s�brillantes y el mundo exterior se pon�a a tus pies con un espl�ndido paisaje de posibilidades. En el aula todo era cerril y obsoleto (eso ya lo sab�amos por aquel entonces), pero cuando escapabas de all� las criaturas y las maravillas del Creador te�aguardaban con los brazos abiertos. La escuela y el instituto eran f�bricas de optimismo, de esperanza, de visiones agitadas. Nadie se sent�a triste, ni fracasado y miraba al porvenir con una confianza absoluta, pues bastaba para ello con terminar la educaci�n oficial.
Lo �nico que ten�as que hacer era aprobar los ex�menes, rendir cuentas cada cierto tiempo y convencer a los adultos, empleando unas pocas horas al trimestre, de que venerabas la sintaxis y la ra�z cuadrada. S�lo con eso te dejaban en paz. Y ah� conclu�a la relaci�n. La posibilidad de una atenci�n personalizada, de un seguimiento individual, de un sistema de tutor�as -que aun no existiendo se�aparec�an de todos modos en las pesadillas- habr�a supuesto un trauma definitivo en el proceso de crecimiento y de socializaci�n de aquellos individuos libres, optimistas y so�adores.
S�lo de tarde en tarde tus progenitores o alguna directiva did�ctica emanada de alg�n retorcido funcionario, hac�a que se encontraran, en el mismo cuarto y a solas, los padres, el maestro o profesor y el ni�o. El maestro o profesor, una vez repuesto de la sorpresa de que t� fueras su alumno, sol�a bendecir tu aprovechamiento acad�mico, tus aptitudes y tu car�cter con tanto fervor como deseo de que la reuni�n acabara pronto. Nunca viste a tus padres m�s felices. Aquel sistema tambi�n era una f�brica de producir familias risue�as y orgullosas de la educaci�n que daban a sus hijos.
Finalmente, el maestro o profesor era un espejo admirable en el que mirarse. Daba ocho o diez horas de clase diarias a cuatrocientos o quinientos sujetos an�nimos, que ser�an apartados de su presencia en nueve meses (los que se tarda en gestar la m�s sana y completa indiferencia). Si aprend�an lo que deb�an aprender, si les interesaba o no,�si se convertir�an en malos o buenos ciudadanos, si su crecimiento intelectual y personal era el adecuado, si fumaban o se emborrachaban, no pod�a ser asunto suyo, ya que profundizar en cada una de las almas de aquella masa humana �nicamente cab�a en la omnisciencia y ubicuidad del mismo�Dios. En este sentido, el docente era un creyente. Sus convicciones no pod�an ser m�s firmes. No encontrabas en su rostro asomo de inquietud o de duda, ninguna huella de derrumbe. Era un ser fuerte, aut�nomo, que se daba a s� mismo el gozo o la desdicha, sin imp�beres de por medio. Exhib�a la gravedad, la majestad y la ausencia de todos cuantos entienden que el paso del ser mortal por esta tierra es limpio y est�ril.