"Una vez una cobra mordió a Chuck Norris. Después de agonizar una semana, la cobra murió". "Cada célula del cuerpo de Chuck Norris tiene su propia barba". Y así. A mediados de los años 2000, Ian Spector inundó Internet con su particular versión de lo que significaba ser un hombre en los 80; un hombre, entiéndase, como Chuck Norris. Posteriormente, varios libros, uno detrás de otro (La verdad sobre Chuck Norris y siguientes), dieron cumplida muestra de la obsesión machirula elevada a la categoría casi de religión con su texto sagrado en forma de centenares (400 por entrega) de aforismos delirantes.
No queda claro si aquello fue la forma más disparatada de honrar a todos los músculos que, de la mano de Arnold Schwarzenegger, Sylvester Stallone, Jean-Claude Van Damme, Steven Seagal, Mister T, Dolph Lundgren o, por supuesto, Chuck Norris, inundaron nuestros más rudos sueños o, sencillamente, el modo de despertar de una pesadilla que había durado demasiado. "En una ocasión Chuck Norris visitó las Islas Vírgenes. Desde entonces se llaman solo Islas". Y así.
Ahora, de golpe, todos vuelven. Renqueantes y algo fuera de forma, pero vuelven. Tampoco todos. Más bien, los que aún pueden. Eso sí, la actitud ha cambiado. Ya no son los nuevos catalizadores de una nostalgia que no acaba, que también, sino unos hombres cansados que, de algún modo, reclaman la gloria del pasado, pero sin soberbia, más bien con el rostro ligeramente compungido. Al calor del MeToo quizá, y conscientes de toda la toxicidad que acumula a su paso una masculinidad escandalosamente marcial, reaparecen no exactamente para pedir disculpas, pero casi.
Los casos más llamativos, por ocupar un lugar de excepción como auténticos responsables del cambio de paradigma que se vivió en los 80, son los citados en primer lugar: Arnold y Sly. El primero acaba de presentar en Netflix el recuento de una vida de éxito y allí, a pesar de la intención claramente hagiográfica del documento de título Arnold, admite los casos de abusos y maltrato a mujeres que tiempo atrás denunció Los Angeles Times.
El segundo reaparecerá a final de mes con la cuarta entrega de Los mercenarios, pero ya con las fuerzas muy mermadas. El antiguo vehículo de lucimiento para todos los que fueron, en este momento no pasa de ser un agónica recital de quiero y no puedo con Jason Statham como maestro de ceremonias al lado de Stallone. Recuérdese, desde el propio Schwarzenegger a todos los nombrados -con excepción del amigo de Putin Seagal-, además de Bruce Willis y Mickey Rourke, nadie ha faltado a la cita mercenaria en algún momento de la saga.
Si echamos la vista atrás, pocas peleas tan entretenidas como la que en plena era Reagan enzarzó a los músculos más vistosos del planeta Hollywood. También a sus cerebros. Lo que estaba a la vista eran las consecuencias de los anabolizantes, pero rápidamente hubo quien puso precio al trofeo por ver quién de los dos ganaba. No hace tanto, la página Celebrity Net Worth, dedicada básicamente a salivar mientras cuenta el dinero ajeno, calculaba que, de los dos, Arnold fue el que convirtió su cuenta corriente en algo realmente excepcional. Como se aprecia en la miniserie, donde posa con sus innumerables mascotas, la discreción nunca fue su fuerte. Se calcula que su fortuna ronda los 450 millones de dólares.
Como él mismo reconoce ante la cámara, el dinero invertido en bienes inmuebles habría sido la raíz de todo. Sin menospreciar el hecho que, en su mejor momento, su papel de villano en Batman Forever le reportó la cifra récord de 30 millones. Stallone, la verdad, tampoco es que pierda el paso: la misma fuente le hace beneficiario de medio centenar de millones menos a un hombre que, eso sí, nunca se apartó del cine -sea en calidad de actor, productor o guionista- como medio de subsistencia.
Lo cierto es que uno y otro, en su sana (o no tanto) competencia, cambiaron para siempre el sentido mismo del cine de acción. Hasta su llegada a las pantallas, el género había sido territorio de hombres (siempre hombres) con la virtud de, digamos, la ausencia. Películas como Bullit o The French Connection dejaban del lado del director la virtud de la fiebre. Eran los coches los que exhibían adrenalina, no los músculos.
Era el guion el que hilvanaba la tensión de unos personajes al límite de sí mismos. Y así hasta que la caligrafía de la pantalla prescindió de la voz. Si un austríaco que empezó a entrenar con pesas cuando tenía 15 años, que ganó el título de Mr. Universo con 20 y que encadenó siete victorias en la competición de Mister Olympia entre 1970 y 1980, si él, que no otro, tenía que ser el nuevo ídolo, sobraban los subterfugios, las insinuaciones y hasta las palabras. "Schwarzennegger fue el primero que confió en su cuerpo", le reconocía el propio Stallone con motivo precisamente del documental de marras.
Primero fue Conan, luego Terminator y, en paralelo, Rocky Balboa y Rambo. El primero sacó oro de su incompetencia para la actuación (su primer trabajo, Hércules en Nueva York, raya lo escalofriante) y el segundo convirtió su peculiar dicción por culpa del nervio roto que le inmoviliza desde el nacimiento parte del labio y del párpado su mejor y más reconocible arsenal. Mucho más efectivo que el upper cut, mucho más preciso que el arco en Acorralado. Los dos, de alguna manera, convirtieron el más elemental y evidente defecto en su más valorada virtud. Se impusieron contra lo que podríamos llamar la lógica del arte dramático y, además, se las arreglaron para protagonizar un tiempo que poco tardó en hacer de ellos sus tótems más reconocibles. Era músculo, pero músculo inteligente.
Y en esto llegó la política. El caso de Schwarzenegger es obvio. Su irredenta imagen de self-made man (adquirió la ciudadanía estadounidense en 1983) le llevó a lo más alto, o casi, en la época del actor presidente. Convertido en el emigrante que ha ocupado el puesto más alto de representación política, su mandato como Gobernador de California entre 2003 y 2011 se saldó con una serie de políticas alejadas del rigor beato de su partido. Desde las medidas para la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero a la aprobación del estudio de las células madre pasando por la legalización de los matrimonios homosexuales, el suyo es un legado tan heterodoxo como su propia carrera; republicano de puro demócrata.
Rambo representa la parte oscura del ser humano. Rocky es justo lo contrario
En Arnold, la miniserie, es lo contenido en este párrafo, su originalidad legislativa, lo que él reivindica como su verdadera herencia. Y lo hace al margen de todo, de su propia imagen y de su carrera de actor, a distancia de las acusaciones de abuso que acabó por admitir, lejos de la promiscuidad machirulaque le hizo tener un hijo con una empleada de la casa y que, finalmente, acabó con su matrimonio con la Kennedy Maria Shriver.
En lo que respecta a Stallone todo es más confuso. O interpretable, según se mire. Sus dos grandes personajes, Rocky y Rambo, se contradicen con la misma fuerza que se confunden. "Rambo representa la parte oscura del ser humano. Rocky es justo lo contrario. Es una persona normal que alcanza a ser extraordinaria pese a que todo juega en su contra. Es el optimismo", le gusta repetir. Nadie mejor que ellos acertaron a reflejar el sentido de la época que vino después de la gran ruptura de los 60 y los 70. "Por el tiempo que se estrenó Rocky también lo hicieron Taxi driver,Todos los hombres del presidente y Network. Está claro que mi película era la opuesta a todas ellas", comentaba en Cannes en 2019 con motivo de un premio honorífico entre orgulloso y sólo lúcido.
Algo más tarde, Ronald Reagan habló y dijo aquello de "Tras ver Rambo anoche, ya sé lo que haré la próxima vez". La frase es de junio de 1985. Acaba de anunciar la liberación de los 39 rehenes estadounidenses en Beirut y lo que el presidente tenía claro que haría la próxima vez era liquidar a los secuestradores, que habían huido sin dejar rastro. La segunda parte de la saga de Rambo, dirigida por George P. Cosmatos, se había estrenado un mes antes convirtiéndose en un éxito de público y del republicanismo. "Rambo nunca quiso ser una declaración política", razona Stallone. Y sigue: "El Rambo original era un tipo acosado por el miedo, la soledad y con problemas mentales que nada tiene que ver con aquello en lo que luego se convertiría".
La verdad es que sólo le asiste la razón en parte. La primera de las entregas, Acorralado, estrenada un año después de la elección de Reagan a la presidencia, seguía el discurso traumático sobre Vietnam de todo el cine anterior. Eso no ocurría en la siguiente. Entonces, ya sí, el relato revisionista se había instalado en buena parte de las producciones de acción. El nuevo ideario decía que la guerra no la perdieron los soldados, sino los burócratas. De paso, el señalado era el Estado como problema. Se instalaba la semilla de todas las políticas liberalizadoras que vendrían después. Eso por no hablar de la escalada armamentista. Y Rambo compró el discurso. Stallone replica: "No fue él, fueron los políticos y la propia época en que se filmaron las películas".
Sea como sea, Schwarzenegger y Stallone se reivindican ahora como testigos de un mundo desaparecido y buscan su sitio en los nuevos tiempos post-MeToo en forma de perdón. O casi. Es decir, un nuevo e inteligente giro de guion de unos músculos listos. "Cuando Chuck Norris (o Sly o Arnold) quiere una ensalada se come un vegetariano".