El mundo la vio por primera vez enmarcada en la puerta de una casa, como Isabel Archer en Retrato de una dama, y del mismo modo que la protagonista de la gran novela de Henry James, Lady Di sigue interpelándonos.
Diana Spencer, la niña tímida con rebeca y falda de cuadros y zapatos planos que trabajaba en una guardería y fue elegida para convertirse en la princesa Diana, esposa y madre del futuro rey de Inglaterra. El mundo la vio salir por esa puerta en 1980, junto al letrero "Jardín de infancia Young England", sin saber -pero tal vez sospechando, de ahí la cabeza baja y los ojos inseguros y asustados- que era una puerta corredera, que una puerta se cierra y otra se abre, y que a veces hay un letrero invisible, no el de un jardín de infancia, sino el de "abandonad toda esperanza (de una vida normal) los que entréis".
La futura esposa casi adolescente de un futuro rey incapaz de elegir, la Ofelia del Hamlet post imperial a la que el Reino Unido siempre ha luchado por amar; la novia y madre sufriente, las lágrimas siempre en privado salvo una vez -la visita a Australia- incluso en público, la anorexia y la bulimia mal disimuladas (los que tenían ojos para entender lo entendían todo ya entonces, antes de las revelaciones de los cortesanos), la separación de Carlos y el renacimiento, el maravilloso vestido de alta costura con cuello cisne que sigue inspirando la moda, la muerte sin sentido en un Mercedes negro conducido por un borracho y cazado por los paparazi en un ciclomotor bajo el puente del Alma, el 31 de agosto de 1997...
Más de 25 años pasé recordándola, más por sus silencios que por la sensacional entrevista que dio que hablar al mundo - "éramos tres en ese matrimonio"- y los testimonios post mortem sobre la bajísima y poco real opinión de los Windsor -"esa puta familia"- de la mujer que había comprendido casi de inmediato que nunca sería reina, incapaz de entrar en el juego -en la corte y en los medios- de la que hoy es la actual reina, Camilla, por voluntad expresa de Isabel.
Diana nos sigue interpelando, interpela a los que estuvimos allí y a las nuevas generaciones, a la "princesa del pueblo" coronada por los medios y los millones de participantes en aquel luto mundial de hace tantos años. También cuestiona -como corresponde a una de las figuras más mediáticas del siglo XX- al cine y a la televisión, que en la era del streaming le dedica películas y series que son la versión pop de las investigaciones periodísticas de antaño. Películas nominadas a los Oscar, películas fallidas, instantáneas televisivas olvidables y pronto olvidadas, un musical que se desvaneció en el aire y aún nos deja atónitos por la vulgaridad de su ejecución: muchas actrices han interpretado a Diana, pero las importantes en este momento son sólo cuatro.
Cuatro actrices, cuatro retratos de una dama
Naomi Watts en Diana de 2013, Kristen Stewart en Spencer de 2021 (nominación al Oscar a mejor actriz protagonista y ovación en Venecia) y las dos Dianas de la serie de Netflix The Crown, la Diana joven y asustada de Emma Corrin y la Diana adulta con todas sus contradicciones de Elizabeth Debicki.
Cuatro actrices muy diferentes: dos británicas (una de las cuales creció en Australia y luego emigró a Estados Unidos), una australiana y una estadounidense de California. La interpretación no es mimética, por lo que sólo las dos actrices de The Crown se parecen realmente a Diana (sobre todo Corrin recuerda a ella de un modo casi asombroso). Lo impresionante, sin embargo, es que el acento inglés de clase alta de Stewart -nacida en Los Ángeles- es sustancialmente perfecto y, según quienes conocieron de cerca a Diana, es decir, las personas de su equipo en el palacio de Kensington, Stewart evocó sus movimientos, tono de voz y miradas con absoluta precisión a pesar de ser -de las cuatro- la que menos se parece a Diana.
La tristeza en el centro de la escena
La sexta y última temporada de The Crown, que terminará con la boda de Carlos y Camilla en 2005 -acercarse demasiado a lo contemporáneo es siempre un asunto espinoso, abundan las polémicas-, ha vuelto a situar a Diana en el centro de la atención mediática mundial. El retrato de dama o de princesa, según Debicki, se basa en un pilar: la tristeza.
La serie ofrece al público una conexión con personajes históricos que se percibían como distantes
Sin embargo, el personaje también se le pegó en el fondo: "Sentí una profunda tristeza en mi interior durante el rodaje... por eso también los momentos de alegría con los actores que interpretan a William y Harry, y a Dodi Al Fayed, eran tan genuinamente alegres, eran una forma de salir de esa tristeza... Vivo tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos, y soy australiana, así que puedo observar cómo reaccionan los distintos públicos ante la serie. Creo que, en general, la serie es también un paisaje ficticio construido sobre un mundo real, acontecimientos reales e historias de vida. Y por eso siempre he pensado que creaba y ofrecía al público una conexión con personajes históricos que se percibían como distantes de nosotros, a los que quizá no nos hubiéramos sentido tan cercanos como ahora. Ahora podemos hacerlo".
"Me resulta difícil hablar de The Crown, porque estoy en ella. Pero, como espectador, sé que cuando empecé a verla, esa fue mi experiencia. Realmente profundizó el sentimiento de empatía que sentía por unos personajes históricos de los que no sabía nada. Existían en un libro de historia y Peter Morgan, el creador de la serie, les dio vida de una manera accesible y muy conmovedora. Creo que ese es el legado de la serie", cuenta Debicki.
La historia interminable
La historia de la Diana de Debicki no termina bajo el puente del Alma en París, sino que, en una elección de los autores que ha causado y causará debate, termina como una historia de fantasmas: la princesa de pelo rubio se aparece tras su muerte a Isabel y Carlos. Que el diálogo en cuestión no sea tristemente memorable no es culpa de la actriz, por supuesto: pero si una actriz legendaria como Judi Dench desde la cima de sus 87 años y extraordinaria carrera ha calificado la serie de "burda y malévolo", el debate sigue abierto.
La jovencísima Corrin (nacida en 1995, tenía apenas dos años cuando Diana murió) ofreció al público una Diana reflexiva que se adentra con razonable circunspección en el mundo tan poco de cuento de hadas de los Windsor, sinceramente enamorada de Carlos, por quien es rechazada, con la sombra de Camilla cerniéndose sobre el matrimonio y con Felipe -un Tobias Menzies maravillosamente militar- que la llama al orden en vano como se llamaría a un indisciplinado oficial estudiante.
La Diana de Corrin permanece en la memoria por sus silencios, su vulnerabilidad modulada de forma más sutil que la de Debicki, tan concentrada en la acentuada curvatura de sus hombros (la actriz es muy alta, mide 1,80) y sus ojos abiertos como un animal atrapado. Pero debido a esto, las lágrimas de Corrin -también ayudada por un muy sensible Josh O'Connor como el joven Charles-, cuando llegan, tienen un efecto mucho más fuerte en el espectador. Corrin hace palpable la desesperación de Diana; Debicki es especialmente eficaz cuando, en los escasos momentos desenfadados, juega con sus hijos, aliada rencorosa del malcriado Harry en las bromas gastadas al ya de por sí estirado Guillermo, que desde muy joven estudia para ser un futuro rey.
La actriz Naomi Watts, revisada 10 años después del estreno de Diana, hace lo que puede -es probablemente la mejor de las cuatro actrices en cuanto a técnica-, pero no consigue mantener a flote una película penalizada por la dirección y el guion -Diana enamorada del cirujano de origen paquistaní y no de Dodi, Diana atrapada en el término medio entre la monarquía y la vida normal-, en una película que no consigue adoptar una posición de conflicto que mantenga la atención del espectador.
En cambio, con todos sus defectos -una serie interminable de libertades artísticas por las que la película se anuncia como un "cuento de hadas"-, la Spencer de Kristen Stewart juega con manos libres, una historia gótica casi victoriana, Diana más allá de un ataque de nervios sufriendo alucinaciones (Ana Bolena) y deambulando por una mansión abandonada por la noche (una de las muchas cosas que nunca ocurrieron) con la chaqueta de su padre.
Stewart gana porque nos regala una interpretación de absoluta bravura, nos muestra su psique atrapada -la película narra su última Navidad en la casa de los Windsor, en 1991- y la liberación que supone la huida con sus hijos y el regreso a Londres desde la mansión campestre poblada de fantasmas, y el viaje improvisado a un restaurante de comida rápida para comer pollo frito con los niños, en busca de una normalidad imposible.