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La Guerra Civil Española, que tantas veces se ha narrado desde la exaltación romántica, encuentra un nuevo tono en La guerra encubierta, de Alberto Laguna y Victoria de Diego (recién editado por Arzalia). En vez de en patriotas, idealistas e inocentes, La guerra encubierta se basa en traidores, espías y oportunistas, en personajes esquivos de lealtades confusas o, directamente, sin ningún tipo de lealtad.
Algunos ejemplos: Alejandro Goicoechea planeó la defensa de Bilbao de la manera más incompetente posible porque su España era la de los sublevados y no la de la República que era a la que servía. Logró escapar antes de que lo descubrieran y después inventó el Talgo.
Charles Duret fue un agente doble francés que hizo caer a las dos redes de quintacolumnistas de Falange que operaron en Barcelona desde 1936, el grupo Ocharan y el grupo Todos. A 18 de aquellos falangistas, que fueron detenidos por las denuncias de Duret, los terminaron fusilando en una playa de Sitges en una extraña ejecución judicial (ya habían pasado los meses del terror) cuya explicación aún es otra intriga, quizá de espías.
Mónica Cruzado fue una mujer aparentemente irrelevante que, desde una aldea de Teruel, dirigió una formidable red de espionaje en favor de la República. Cuando cayó, el informe de su interrogador destacó su atractivo irresistible y su sagacidad.
La lista sigue: Ramón Lloro fue un comandante de carácter tumultuoso que hizo la guerra con los sublevados desde el 18 de julio de 1936 y que se pasó a las filas republicanas en vísperas de la caída de Madrid, cuando la guerra estaba decidida y los desertores iban en dirección contraria (sí, su historia inspiró uno de los relatos de Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez). José Antonio Batllé fue un exportador de vinos barcelonés que se instaló en el puerto de Sete, en Francia, y consiguió interceptar varios barcos que llevaban armas para la República (para la Generalitat, se convirtió en una bestia negra legendaria). El belga Jacques Borchgrave fue un dudoso hombre de negocios en Madrid que se hizo pasar por diplomático cuando empezó la Guerra y que se dedicó a socavar la tarea de las Brigadas Internacionales. También murió en una cuneta. Y, por último, Antonio Garijo fue el capitán que negoció en nombre de la República las condiciones de su rendición... A pesar de que era un militar africanista cuya lealtad siempre estuvo (secretamente) del lado de Franco y los alzados.
La investigación histórica
¿Cómo resistirse a un elenco así? La guerra encubierta no es una obra hecha para dar un sentido global a la Guerra Civil sino un collage de microhistorias en el límite, recopiladas, rescatadas y ampliadas con mucho trabajo de archivos. Sus autores no escriben desde el reporterismo ni desde la historia novelada y más o menos hiperbólica, sino desde el lenguaje de la investigación histórica. Y por eso, sus 660 páginas, leídas en conjunto, cambian o al menos amplían la mirada sobre el periodo de 1936 a 1939.
"Hay un hilo casi invisible entre todas estas historias que son los personajes que saltan de unas historias a otras: Gutiérrez Mellado, el Comandante Uungría, los miembros de las organizaciones Antonio, Todos y Cocharán...", explica Alberto Laguna.
En el bando de los sublevados, hay algo así como un molde al que se adaptan muchos de los personajes de La guerra encubierta. Los espías en favor de Franco eran, muy a menudo, profesionales burgueses de simpatías falangistas u oficiales del Ejército conservadores a los que la Guerra los encontró en el lado equivocado. Primero, la necesidad de sobrevivir en un ambiente hostil los llevó a formas de clandestinidad que, con los meses, se estructuraron en algo llamado quintacolumnismo.
"Al principio, todo era una cuestión de supervivencia. Las personas de derechas emboscadas en la retaguardia republicana conectaban y se ayudaban a salir adelante primero y a compartir la información a la que accedían después. En 1938, su película cambió por completo porque la conexión con la España de Burgos empezó a ser más sencilla. Así se convirtieron redes de espionaje casi profesionalizadas e incluso cambiaron las condiciones en las que la República se rindió en 1939", cuenta Laguna.
¿Qué iba a favor de la supervivencia de aquellos infiltrados en territorio republicano? La cualificación profesional de muchos de ellos. Por La guerra encubierta desfilan pilotos de guerra y capitanes de submarinos que ascendieron en el escalafón de la República a pesar de que su lealtad siempre fue muy dudosa. Sin embargo, el Gobierno tenía que confiar en ellos porque no tenía con quién sustituirlos.
El caso más significativo fue el de Alejandro Goicoechea, un antiguo ingeniero militar que cuando se pasó a la empresa privada en los años 30, chocó ferozmente contra los sindicatos. En 1931 fue candidato monárquico en el municipio de Balmaseda. "Los comunistas lo detestaban pero tenía buenos contactos con Indalecio Prieto y con el PNV. El lehendakari Aguirre confiaba personalmente en él. Y, como ingeniero, era un fenómeno", recuerda Laguna.
Cuando hubo que fortificar Bilbao, Goicoechea dirigió a hasta 10.000 trabajadores en las obras del cinturón de hierro y lo hizo todo mal para que la ciudad no ofreciera resistencia a sus invasores. Pasó información al otro lado y un día se marchó de Bilbao en coche. Dejó a su mujer en la ciudad sitiada.
"Los republicanos fueron muy eficientes"
¿Y la guerra encubierta de la República? ¿Fueron eficientes los servicios leales en sus tareas de inteligencia a infiltración? "Fueron muy eficientes. Hay operaciones brillantes de agentes alborotadores, de agentes dobles, de infiltrados... Los anarquistas fueron los primeros que consiguieron entrar en los grupos quintacolumnistas cuando la inteligencia de los sublevados estaba en pañales", cuenta Laguna.
Al principio, cada familia republicana hizo su guerra encubierta por su cuenta. Después, cuando Negrín dio coherencia a la defensa de su bando, el SIM aunó esfuerzos y aplicó las enseñanzas de sus consultores soviéticos. Sus agentes descabezaron a muchos grupos quintacolumnistas y consiguieron buena información de sus enemigos, pero tuvieron más dificultades para infiltrarse en la retaguardia franquista. A medida que avanzaba la Guerra Civil y el destino de la República se volvía incierto, menos gente estaba dispuesta a arriesgarse por el caballo perdedor.
Hay momentos en los que La guerra encubierta trata sobre esas redes de espionaje republicano y las vidas que aparecen narradas remiten a otros libros. Remiten a los desdichados saboteadores de Madrid 1945, de Andrés Trapiello, en cuyas páginas la quinta columna madrileña ya no es falangista sino comunista y no se esconde en las embajadas sino en chabolas. O con los libros de Federico Sánchez de Jorge Semprún, que retratan a los restos de los restos de esas redes del SIM como si fuesen esos soldados japoneses que, al cabo de 30 años, aparecían dando tiros en una isla desierta porque pensaban que su Imperio seguía combatiendo contra los aliados.
¿Algo más? Sí: el caso del comandante franquista que se pasó al lado republicano en marzo de 1939 se explica con una palabra sencilla: esquizofrenia.
La guerra encubierta
Arzalia. 736 páginas. 26,90 euros. Puede comprarlo aquí