El anuncio de Inés Arrimadas de su abandono de la vida política fue un trámite estrictamente formal. Hacía mucho tiempo que, sin ser consciente de ello, había renunciado. Exactamente, desde en el primer momento en que, sentada en su escaño de líder de la oposición al presidente de la Generalitat, el ridículo a la par que racista Quim Torra, empezó a pensar que su sitio no era ya el Parlament, sino el Congreso.
Con la valentía y el desparpajo de una mujer libre, con un equipo de Ciudadanos detrás cohesionado y siguiendo la estela de Albert Rivera, Arrimadas consiguió en aquellos difíciles comicios de diciembre de 2017, tras el golpe de Estado y la aplicación del 155, algo único en Cataluña: derrotar al nacionalismo en las urnas con un discurso abiertamente contrario al oficialismo catalán -aceptado por los nacionalistas, el PSC y también muchas veces por el PP-y a sus dogmas identitarios, rancios consensos (como la inmersión lingüística) y verdades establecidas mediante la ley del silencio y la muerte civil del disidente.
Ese rotundo resultado en las elecciones, que dio visibilidad a la existencia de otra Cataluña, pero que no se vio recompensado con la presidencia de la Generalitat por el sistema electoral que beneficia siempre al nacionalismo, hizo que una Arrimadas, joven, brillante y tenaz, se convirtiera en un referente político en toda España. Pero aquella gran victoria catalana, no sólo comportaba aplausos y parabienes, también y sobre todo una obligación de trazo histórico: gestionar el millón de votos y esperanzas que obtuvo en las elecciones para conseguir un cambio de régimen que permitiera a Cataluña independizarse del totalitarismo nacionalista.
Con la prematura renuncia a esta misión trascendental que hizo Arrimadas yéndose a Madrid, estaba abandonando de facto la política, dilapidando el mayor capital que ha tenido nunca el constitucionalismo catalán. A la vez que Cs traicionaba sus valores fundacionales, se obsesionaba con reemplazar al PP en España e iniciaba el camino al abismo actual.
La noche del pasado domingo, cuando Cs quedó prácticamente borrado del mapa municipal y autonómico, y a lo largo del martes, cuando la dirección liberal anunciaba su penúltimo error, no presentarse a las generales, hubo una reacción eufórica que pasó desapercibida entre tanto éxtasis pepero y funeral sociata, pero que es muy ilustrativa de lo que fue y significa aún Cs: la celebración de Torra, Carles Puigdemont y el resto de condenados por el golpe.
Una expresión de venganza entre aromas de ratafía que es perfectamente comprensible: nunca el clan que gestiona Cataluña se había sentido tan amenazado que con la aparición y el auge de Cs, un partido que consiguió aunar a votantes de derechas y de izquierdas (por eso PP y PSC hicieron pinza con el independentismo para acabar con este proyecto), y que en aquellas elecciones de 2017 logró la victoria incluso en plazas nacionalistas.
Los últimos acontecimientos, con la negativa de Arrimadas a encabezar en julio la lista a las generales por Barcelona, refuerza la pregunta sobre qué formación está capitalizando el millón de huérfanos que dejó Arrimadas en Cataluña, donde Ciudadanos conserva representación en algunos ayuntamientos, como el de Hospitalet de Llobregat y Santa Coloma de Gramanet. Y sobre todo un grupo parlamentario en el que destacan Carlos Carrizosa, Nacho Martín Blanco y Anna Grau que ahora se ven abandonados. Un equipo que no está dispuesto a echar el cierre del partido, al menos antes de las elecciones autonómicas de 2024, y que empieza a plantearse la manera de volver a los orígenes. Es decir, volver a ser Ciutadans y no Ciudadanos y que su ámbito de actuación sea el de Cataluña.
Entre otras razones, porque son sus adversarios políticos los que confirman la existencia de un espacio político en Cataluña que se siente representado por los valores fundacionales de Cs, su defensa de la libertad individual frente a todo tipo de tiranías y extremismo, y que ninguna sigla en liza por su legado acaba de apropiarse. Cs representó un escupitajo de rebeldía al mainstream catalán que otras formaciones como Vox, o la por ahora fracasada aventura de Valents, han intentado repetir sin conseguirlo por estar demasiado escorado a la derecha. Al PP también le está costando seducir a ese electorado y con discursos como el de Núñez Feijóo en el Cercle d'Economía, avalando las tesis nacionalistas sobre la lengua e insinuando un nuevo pacto del Majestic con la oligarquía catalana, difícilmente lo conseguirá.
Paradójicamente, está siendo el PSC, partido que con su pacto tripartito con ERC propicio la aparición de Cs en 2006, el que más votos naranjas recibe. Y un dato que explica esa desorientación constitucionalista: votantes de Manuel Valls en 2019, que concurrió bajo el paraguas de Cs, apoyaron esta vez a al nacionalista Xavier Trias como "mal menor".
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