La primera y más importante corrupción política es la transformación de la función pública en una vulgar disputa tribal en la que cada partido o facción trabajan para imponer la interpretación ideológica de los hechos que más les interesa. «Diluvia, ummm ¿me perjudica o me favorece?». Un desalmado concurso de mercadotecnia, con el único fin de permanecer en el poder o asaltarlo, pero cuyas trampas y debilidades quedan, no obstante, expuestas cada vez que la realidad no puede reducirse a un mero relato. Pasó con el atentado terrorista del 11-M, con la crisis económica de 2010, con el golpe de 2017, con el coronavirus y ahora con la DANA: los hechos, cuando son incontestables, ponen en crisis un sistema diseñado para que casi todos, menos algún e inevitable tonto útil, eludan la asunción de responsabilidades.
Como muestra de este escaqueo sistémico, el propio Pedro Sánchez. El socialista lideró el Gobierno que, según The Economist, peor gestionó en Europa la pandemia, con 74 mil muertos el primer año -uno de los países del mundo con más fallecidos por millón de habitantes-, decretó un encierro ilegal y el PIB sufrió una de las peores caídas de Europa. Todo ello mientras una trama (presuntamente) corrupta se hacía millonaria vendiendo mascarillas defectuosas a ministerios y gobiernos autonómicos. Y, sin embargo, de esta desastrosa y seguramente criminal gestión, ni él ni sus ministros rindieron cuentas. Al contrario, salieron «más fuertes» y con el responsable de la cartera de Sanidad, Salvador Illa, colocado como presidente de Cataluña y con fama de buen gestor.
La ausencia del Estado durante las primeras semanas coronavíricas, la estéril disputa competencial entre administraciones -aquel invento de la «cogobernanza» para borrar el rastro de la culpa- mientras las residencias de ancianos se convertían en trampas mortales, la incapacidad para una reacción rápida, la utilización de los medios públicos y subvencionados para propagar bulos en interés del Ejecutivo sanchista... Son tantas las similitudes entre la forma de actuar del actual Gobierno en la gestión de la catástrofe de Valencia y el mal gobierno del anterior Ejecutivo de Sánchez durante la pandemia, que sólo se explican por un patrón de comportamiento político y (a)moral.
La decisión de sacar ahora en Moncloa al teniente general de la UME, Javier Marcos, para justificar con rictus de circunspecto profesor los cinco días de inacción del Gobierno, insistiendo en el perverso argumento de que era Valencia la que debía pedir ayuda, es una treta conocida: situar en vanguardia a un funcionario uniformado para evitar que se le planteen cuestiones políticas. Misma forma con la que Sánchez se escondió en los primeros días de la crisis pandémica, obligando al JEMAD y otros uniformados a dar diariamente el parte de la «guerra» contra el virus chino. Luego, con la ceremonia del engaño del narciso Fernando Simón, al Gobierno le bastó y le sobró.
Junto a las similitudes, hay una diferencia entre la catástrofe de Valencia y la pandemia para Sánchez: aprovechando el desconcierto general y el justificado miedo, el presidente encerró a la población, la privó de derechos fundamentales, dificultó a los medios el libre ejercicio de la información, y evitó el control político por parte de la oposición clausurando el Congreso. Un sueño autoritario que el presidente no puede repetir en Valencia, donde vecinos y voluntarios están a pie de barro y han sido los primeros en denunciar, como testigos directos, la ausencia del Estado.
El abandono de los valencianos, con Sánchez negándose a declarar la emergencia nacional, ha despertado un profundo y transversal malestar en la sociedad española, con las comprensibles protestas del pueblo de Paiporta como símbolo, y que puede cristalizar imprevisibles consecuencias políticas. De ahí que el socialismo se esfuerce en abortar toda crítica con el cuento de la «ultra derecha» -lo mismo dijeron de quienes se quejaron de los encierros en pandemia, ¡cayetanos!- y les acusan de «antipolítica». Cuando nada acaba resultando más nocivo para la democracia que la mentira hecha Gobierno.