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Donald Trump vuelve a la Casa Blanca con un tono más nacionalista, más optimista y menos obrerista que hace ocho años, cuando se convirtió por primera vez en presidente de Estados Unidos. El presidente dio este lunes un discurso de toma de posesión del cargo que parecía, más que el mensaje inspirador destinado a trascender las divisiones de la campaña, como suele ser habitual, un mitin cargado de promesas electorales, que giraban en torno a la independencia absoluta de Estados Unidos de unas fuerzas que, sin embargo, no definió. "El 20 de enero de 2025 será recordado como el día de la liberación de Estados Unidos", sentenció Trump. Las últimas palabras de su discurso fueron toda una declaración de intenciones: "Nada se interpondrá frente a nosotros porque somos estadounidenses, el futuro es nuestro y la era dorada acaba de empezar".
Casi podría decirse que, si no la hubiera tomado con su ferocidad habitual con el resto del mundo y con sus rivales políticos -aunque sin nombrarlos- el inusual mensaje de esperanza de Trump era casi reaganiano. "En este momento, la decadencia de Estados Unidos se ha terminado". "Nuestras libertades y nuestro destino glorioso no nos van a ser negados nunca más". "Venceremos, y seremos más grandes de lo que nunca hemos sido". "Estados Unidos será respetado y admirado de nuevo". También aludió a que "Dios" le salvó la vida para "hacer a EEUU grande otra vez" y que se inicia "la revolución del sentido común".
Esas frases dejaban claro un mensaje optimista, muy lejano de la "carnicería estadounidense" de la que Trump habló en su primer discurso de toma de posesión, en 2017, para referirse a la crisis de la clase media que, casi diez años después, sigue presentando los mismos problemas de baja esperanza de vida, adicción a las drogas, pobreza y falta de acceso a servicios sanitarios que entonces, y que sigue votando por Trump. Aunque quienes arropaban al presidente en el Capitolio eran los hombres más ricos del mundo. Tres de ellos, que departían amigablemente antes de la ceremonia -Elon Musk, de Tesla, SpaceX y X; Jeff Bezos, de Amazon y Blue Origin; y Mark Zuckerberg, de Meta- acumulan ellos solos un patrimonio de 877.000 millones de euros. Esas tres personas tienen tanta riqueza como cuatro millones de familias estadounidenses de clase media.
Cerca de ellos se encontraba el financiero John Paulson, que ganó 4.000 millones de euros solo en el año 2008 al apostar por el hundimiento del mercado inmobiliario, y que ha optado sin éxito al cargo de secretario del Tesoro con Trump. Más discreto era Shou Chew, el consejero delegado de la red social china TikTok, que Trump se ha comprometido a mantener en Estados Unidos pese a los temores sobre su función como herramienta de espionaje del Partido Comunista de ese país.
Acaso esa presencia masiva de líderes empresariales y multimillonarios sea una señal de que, a la hora de elegir entre las dos bases de su poder -el gran capital y las clases populares- el presidente ha optado por mantener una retórica favorable a la segunda pero una política cercana a la primera. De lo que no cabe duda es que el Trump de 2025, todavía más que el de 2017, no es anti-establishment, al menos en lo que se refiere al dinero. En su mensaje sólo atacó a las élites políticas y sociales. No habló de deslocalización de empresas. Ni de caída de salarios reales. Solo lanzó una vaga promesa de control de la inflación, que no dijo cómo se va a lograr.
Tampoco hubo referencias al resto del mundo, con una excepción -Panamá, que fue duramente atacado-, aunque China, que estaba representada por su vicepresidente, Hang Zhen, también lo fue de manera indirecta por su presencia en ese país centroamericano. Trump declaró, en una afirmación sin precedentes -y más aún por la importancia institucional del discurso-, que "vamos a retomarlo", en referencia al Canal de Panamá que cruza ese país y que conecta los Océanos Pacífico y Atlántico. El presidente no dijo si lo haría de forma pacífica o violenta. El Partido Republicano ha presentado un proyecto de Ley en la Cámara de Representantes para obligar a Panamá a ceder el Canal a Estados Unidos por un dólar, que es el precio simbólico que Washington pagó en 1999 cuando lo devolvió a Panamá.
Trump volvió a apuntalar su demanda de devolución del Canal con mentiras flagrantes, como la de que 38.000 estadounidenses fallecieron en su construcción, cuando en realidad, apenas hubo ciudadanos de Estados Unidos en las obras, y la mayor parte de las víctimas lo fueron en otro intento de construcción de esa vía de agua llevado a cabo por Francia. Otras falsedades son que "los barcos estadounidenses están pagando un sobreprecio" por cruzar el Canal, y que "nosotros se lo dimos a Panamá, no a China".
Una empresa china, Hutchinson, opera el Canal de Panamá desde 1997, es decir, cuando el Canal era todavía territorio estadounidense, lo que añade un toque todavía más alucinante a la exigencia de Trump, y su contrato dura se extiende hasta 2047. El presidente panameño, José Raúl Mulino, respondió a Trump que "el Canal es y seguirá siendo de Panamá". Curiosamente, Panamá es un país que fue literalmente creado por la Marina de Estados Unidos para construir esa vía marítima. La última invasión estadounidense de esa nación tuvo lugar hace exactamente 35 años.
La alusión a Panamá -e, indirectamente, al presunto papel de China en el Canal- fue la única referencia de Trump a lo que sucede fuera de Estados Unidos. Trump, que había prometido en infinidad de ocasiones que iba a acabar con la guerra de Ucrania "en 24 horas" no la mencionó. Tampoco el conflicto eterno de Oriente Próximo, donde él y su familia tienen sólidas alianzas políticas, personales y empresariales con Israel y la mayoría de los países del Golfo. No hubo ni una sola mención a la carrera tecnológica con China, a Taiwan, a las exigencias de que los demás países de la OTAN incrementen su gasto en defensa ni a Cuba o Venezuela, pese a que los inmigrantes y exiliados de ambos países apoyaron en masa al presidente.
Probablemente quienes respiraron más aliviados por esa omisión fueron muchos de los aliados de Estados Unidos, como Canadá, al que Trump ha amenazado con anexionarse, o Dinamarca, con cuyo territorio de Groenlandia quiere hacer lo mismo. Sí hubo algunos detalles nacionalistas destinados a irritar a más de uno, como la decisión de pasar a denominar "Golfo de Estados Unidos" al Golfo de México, que provocó una visible carcajada de Hillary Clinton, una de las invitadas de honor en la ceremonia en su calidad de primera dama.
Una ausencia destacada del discurso fueron los aranceles, posiblemente porque Trump todavía tenga que aquilatarlos mucho para no causar un repunte de la inflación y una caída del crecimiento de la economía estadounidense, ni dañar a sus grandes aliados de Wall Street y de Silicon Valley, que se encontraban muy bien representados -en especial los segundos- en la Rotonda del Capitolio donde se celebró el acto. El presidente declaró que va a acabar con "el mandato de los coches eléctricos, de modo que cada uno compre el coche que quiera", lo que podría interpretarse como un golpe para su aliado Elon Musk, dueño de Tesla. Pero en Estados Unidos no hay "un mandato" para comprar coches eléctricos y la mayor parte de la legislación al respecto procede de los estados, no del Gobierno federal. Trump también afirmó que va a poner "las barras y las estrellas", en referencia a la bandera de Estados Unidos, en Marte. La empresa de viajes especiales de Musk, SpaceX, es la entidad que tiene más desarrollado un proyecto para ir a ese planeta.
Eso no impidió que, dentro del carácter electoralista del discurso, Trump anunciara que iba a crear una nueva Hacienda Pública, ahora para recaudar los ingresos por los aranceles que va a cobrar por la importación de bienes y servicios extranjeros. El presidente anunció su original propuesta como una estrategia para "en vez de gravar con impuestos a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, pondremos tarifas y cobraremos impuestos a otros países para enriquecer a nuestros ciudadanos".
La idea sería grandiosa si no fuera mentira de principio a fin, porque los que pagan los aranceles son los que importan los productos fabricados en el extranjero, o sea, los estadounidenses. Aparte, los ingresos por aranceles son muy inferiores a los que se generan por medio de la recaudación de impuestos a los residentes en los países, con lo que la idea de Trump es pura propaganda, todo ello por no hablar de la contradicción que supone que alguien que dice que quiere reducir el papel del Estado anuncie en su discurso de inauguración que quiere crear dos nuevas unidades en la Administración Pública: esa Hacienda "para extranjeros" y el fantasmagórico Departamento de Eficiencia del Gobierno, dirigido por Elon Musk que, inmediatamente después de que Trump jurara el cargo, ya tenía tres demandas judiciales porque su anuncio -ya que no es operativo- podría violar la legislación.