Los europeos, a diferencia de los estadounidenses, no están partidos por la mitad. Están fragmentados en seguridad y política exterior en al menos cuatro grupos que se neutralizan ante los grandes desafíos del momento: Ucrania, Israel, China, Trump 2.0: atlantistas (Polonia, nórdicos y bálticos), gaullistas (Francia), putinistas (la Hungría de Orbán, la Eslovaquia de Fico y los principales partidos de extrema derecha y extrema izquierda) y negacionistas (Italia y España).
Alemania es el fiel de la balanza y, como explicaba Charlemagne en su columna del 1 de febrero en The Economist, no se ha decantado con claridad por ningún bando. Sin embargo, si, como adelantan todas las encuestas, vencen los conservadores el 23 de febrero, lo previsible es que apuesten por los atlantistas, aunque la decisión y la forma dependerán mucho de los socios con los que pacte la nueva coalición o gran coalición y de los aranceles que imponga la nueva Administración estadounidense a los productos alemanes.
El atlantismo, en febrero de 2025, con Donald Trump de vuelta en la Casa Blanca, vuelve a ser un concepto nebuloso, con los principios y valores del Tratado de Washington cuestionados y supeditados a intereses comerciales o militares más propios de un imperialismo decimonónico, donde casi todo vale, que de las relaciones entre Estados Unidos y Europa de los últimos 80 años. No obstante, si significa algo, es un aumento sustancial de los gastos en Defensa.
Complicado, pues la prosperidad y estabilidad alemanas que durante el último medio siglo apuntalaron, junto con Francia, a la UE y consolidaron el pilar europeo de la OTAN, están seriamente tocadas. Según Jan Techau, director para Europa en el grupo Eurasia, con sede en Berlín, la nueva coalición alemana lo tiene igual o más difícil que la saliente, aunque sean de distinto color ideológico.
La última gran startup alemana, SAP, empresa de software, nació en 1972. Con 60 veces más habitantes que Estonia, Alemania sólo tiene 15 veces más unicornios (empresas privadas valoradas en más de mil millones de dólares) que el país báltico.
La UE, como punto de referencia y de apoyo de Alemania, ha visto sus tres cimientos -capacidades, instituciones y creencias- debilitarse. La deriva hacia un mundo sin reglas, sin autoridad física ni moral, se ha acelerado y Europa, que aspiraba a ser la superpotencia normativa, de poder blando, no ha logrado la integración y la fuerza necesarias para frenar o impedir el deterioro acelerado del sistema global.
A las tres pesadillas del primer cuarto de siglo -crisis financiera, pandemia e invasión rusa de Ucrania- se ha sumado el retorno a la Casa Blanca de un Trump que, en menos de un mes, ha abierto más grietas en la democracia constitucional estadounidense y en los restos del mal llamado Occidente que todos sus antecesores juntos, incluido Richard Nixon.
En el vendaval geopolítico de Ucrania, Europa, con Alemania al frente, tiene mucha menos influencia que Estados Unidos, aunque seguirá sufriendo y pagando mucho más por las consecuencias: refugiados, coste de la guerra y reconstrucción cuando se logre un alto el fuego o lleguen nuevas provocaciones de Rusia en las fronteras si no se logra o, como sucedió con los acuerdos de Minsk, no se respeta.
Ni frente a Rusia en Ucrania, a pesar de 15 paquetes de sanciones y otro a punto; ni frente a China, con sus reforzadas alianzas antioccidentales y su competencia económica agresiva; ni frente a Oriente Próximo, con Israel violando flagrantemente durante 16 meses las leyes más básicas del derecho internacional: las divisiones internas han permitido a Alemania y a Europa responder con la firmeza y eficacia necesarias.
A partir de ahora, con el cheque en blanco de Trump a Netanyahu, mucho menos, aunque la Comisión Europea esté dirigida por Ursula von der Leyen, del mismo partido que, salvo un cataclismo, dirigirá el nuevo Gobierno alemán.
Mientras no exista la voluntad política para actuar con una sola voz en seguridad, defensa y política exterior, no habrá avances, por mucho que cambien los gobiernos en Berlín, París y las otras grandes capitales del continente.
Para que Alemania pudiera enderezar su maltrecha economía y restablecer la credibilidad de la UE, "está claro que ya no basta con voluntad política... No hay dinero", advierte Techau. "Europa está en quiebra justo cuando se enfrenta al desafío más grave desde el final de la II Guerra Mundial".
Con la unanimidad exigida en política exterior, defensa y seguridad, la UE puede hacer muy poco. Con 27 vetos posibles, la autonomía estratégica europea dentro de la OTAN, que muchos, empezando por Emmanuel Macron, consideran necesaria frente al trumpismo es imposible.
Es un problema estructural de muy difícil solución mientras la UE no tenga claro quién es y quién quiere ser. Pero, aunque se superase esa muralla, ¿de dónde saldrían lo fondos para el gran salto adelante? El débil crecimiento (un 0.1% se prevé en Alemania en 2025) y la deuda (112% del PIB en Francia, 137% en Italia, 101.3% en el Reino Unido, similar en España...) nos obligan a ser pesimistas.
Alemania es la envidia de Europa en deuda -menos del 63% del PIB y cayendo- y en déficit, de sólo un 2%, dentro de los criterios de la UE. Por ello, el resto de los 27 miran al nuevo Gobierno alemán con la esperanza de una política fiscal expansiva.
"Francia y Europa necesitan que Alemania reforme su techo de deuda para los gastos de seguridad y de futuro, elevando el límite al menos del 0.35% al 0.50% de su PIB", concluye el Instituto Francés de Relaciones Internacionales (IFRI) en un informe sobre el futuro de Francia, Europa y Alemania publicado en enero con la Fundación Konrad Adenauer.
Esperanza vana. Los sucesores de Angela Merkel al frente de la CDU y del nuevo Gobierno de Berlín tendrían que levantar el techo fiscal introducido por el primer Ejecutivo de Merkel en 2009. Ya lo intentó el canciller saliente, Olaf Scholz, el otoño pasado y le costó la ruptura de la coalición y el adelanto de elecciones.
El fondo especial de 100.000 millones de euros para la Bundeswehr tras la invasión rusa de Ucrania no pudo incluirse en el presupuesto regular para no violar los artículos 109 y 115 de la Constitución (Ley Fundamental de Bonn), que limitan estrictamente los déficits presupuestarios estructurales.
Descartado el recurso a más endeudamiento, sólo quedan dos salidas: subir los impuestos, que no da votos y frena el crecimiento, o reducir gastos. Tras dos años de recesión, el probable nuevo canciller Friedrich Merz no podrá emitir más deuda ni subir los impuestos para evitar movilizaciones como las de los agricultores en 2024, y la austeridad previsible será insuficiente y generará nuevos y graves conflictos.
Como último recurso, algunos volverán la mirada a la UE y propondrán recurrir de nuevo a los eurobonos, como ya se hizo de forma temporal y limitada con la pandemia y, a finales del año pasado, para asegurar la ayuda a Ucrania en 2025.
La resistencia de los más frugales (Alemania, Holanda y Dinamarca) a ese mecanismo se ha aflojado un poco, pero la probabilidad de que se active de nuevo para conseguir el dinero necesario es mínima. Con lo que volvemos al punto de partida: gobierne quien gobierne en Alemania, ¿de dónde saldrá el dinero?