«¿Y qué pasa si le gusta cocinar para él?». Carla suelta la frase al final de la reunión, momento en que la coordinadora tiene por costumbre hacerse la simpática comentando el chisme de la semana. La frase de Carla ha sonado algo rabiosa, y las risas se han detenido en seco. «No, si no pasa nada», dice la coordinadora mientras cierra el portátil. «Es el rollo influencer, que lo deforma todo, ¿verdad?». Nadie contesta. «Si os parece, damos por terminada la reunión».
Carla se dirige al lavabo del centro cultural. Siempre que se sienta en el váter, se queda mirando el cartel que hay en la puerta, un número de teléfono para denunciar violencias machistas. En el pasillo, una compañera dice por lo bajo: «Cómo se ha puesto, ¿no?» La otra contesta: «Puede que le haga pensar sobre su propia relación».
Es raro que Carla se deje atrapar por una polémica viral. Le parecen un entretenimiento francamente aburrido: espirales de gente reaccionando a reacciones de otra gente, de las que rara vez saca algo en claro. Pero a Carla le gusta cocinar, y aunque trabaja más horas que su novio, en su piso se ha instaurado su dominio de los fogones. Es algo que le incomoda sólo por fuera, en una dimensión social, porque por dentro, este orden establecido no le genera grandes dolores de cabeza. Simplemente, le relaja preparar comida. Aunque esté cansada, a Carla le satisface entrar en su laboratorio -así imagina su cocina- con la radio a todo volumen, y hacer cosas con las manos. Siente que su comida casera es algo valioso, energía nutriendo a la pequeña familia que forman ella, su novio y el gato.
Algo huele mal en el asunto de la influencer que cocina para su novio, pero no está en que la ultraderecha lo utilice para defender el regreso de la mujer
Carla se arrepiente de haber dicho lo que ha dicho, pero es que a veces sus compañeras le ponen de los nervios. «Manolo, hazte la cena solo», cantaban Irene y Vera. Ellas, que van siempre agotadas. La flexibilidad horaria del centro cultural les permite ocuparse del cuidado de sus hijos mientras sus compañeros -nunca dicen marido aunque estén casadas- trabajan a jornada completa. Irene y Vera llevan a sus descendientes a actividades educativas fuera del horario escolar, y controlan el más mínimo detalle -les ponen Shakira pero de la antigua, no de la nueva, cargan siempre con tuppers de cristal llenos de fruta cortada y crudités-. De vez en cuando, Irene y Vera aceptan trabajos puntuales pero exigentes, como festivales de música. Todo ello, supone Clara, mientras se ocupan de la mayor parte de las tareas de casa. Al final, el juego de equilibrios para llegar bien a lo importante, a lo que ellas mismas han elegido -la crianza de sus hijos- va volviéndose exigente hasta convertirse en una carrera agotadora. A Irene la ansiedad le hace adelgazar, y a Vera le hace picar entre horas. Carla nota vivamente sus picos de estrés.
Ahora Irene y Vera creen -Carla está convencida- que ella está mal, que algo la atormenta.
Como siempre que necesita dejar de darle vueltas a algo, al salir del trabajo Carla se dirige al súper pijo de su barrio para comprar ingredientes buenos para cocinar. Reavivada por el aire acondicionado y el hilo musical, Carla recorre los pasillos repletos, milimétricamente ordenados. Arroz no, demasiado pesado. Pasta tampoco, demasiado rápido. Estofado hizo la semana pasada. ¿Un hojaldre? No, no. Saca el móvil y abre Instagram, hace clic en la pestaña de guardados. Recuerda a las compañeras de su otro trabajo, mucho más jóvenes que ella. Siempre le piden que les enseñe su lupa de Instagram. Carla se niega, diciéndoles que si lo hiciera se horrorizarían, perdería toda la credibilidad ante ellas. Las chicas se mean de risa, le recuerdan que la lupa de Instagram es la esencia, la identidad verdadera de cada una. Entonces Carla les reprocha que sus lupas no dan vergüenza, son feeds preciosos que mezclan moda de los 90 o postapocalíptica, joyería de cristal o de plástico, artistas hiperlocales o hiperglobales, celebridades, ilustradorxs LGTBIQ+, imágenes analógicas con flash, influencers cutres. Es decir, sus lupas parecen diseñadas para ser vistas. En cambio, la de Carla está llena de recetas, antes y después de cirugía estética facial, mujeres con 10 hijos y casas enormes, y no sabe por qué, ancianos africanos haciendo pesas. Es como si la lupa de las jóvenes fuera consciente y la suya fuese inconsciente, algo así. O es que para ellas el poso patriarcal es menor, están menos podridas.
A Carla le gusta cocinar y, aunque trabaja más horas que su novio, en su piso se ha instaurado su dominio de los fogones
Pescado. Hará pescado al horno. A Clara este alimento le evoca algo fresco y civilizado, pero también aquello que enseguida empieza a oler mal, a corromperse. Se decide por unas doradas de oferta de la pescadería del supermercado. En el cartelito clavado en el hielo dice que fueron pescadas en aguas turcas. La pescadera, con unos guantes anchos y hasta el codo, limpia con diligencia la primera dorada que Carla ha señalado. Le abre el vientre, arranca las vísceras de cuajo y las tira en un agujero redondo tallado en la placa de mármol. Rasca las escamas, invisibles pero sonoras. Por último, agarra un grifo que cuelga del techo y dirige el chorro hacia el interior del cuerpo abierto del pescado, limpiándole la sangre. A Carla le gustaría limpiarse así por dentro, eliminar toda impureza, quedarse blanca y fresca. Pero para eso tendría que estar muerta, piensa. Del mismo modo que las criaturas marinas tienen el vientre lleno de vísceras y plásticos, las humanas están llenas de incoherencias.
Algo huele mal en el asunto de la influencer que cocina para su novio, pero no está en que la ultraderecha lo utilice para defender el regreso de la mujer al papel de ángel del hogar, ni siquiera está en que el vídeo funcione como una fantasía Disney que genera decenas de miles de euros vía publicidad -en este mundo hiperprecario y multitarea, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con dejarlo todo y convertirse en una ama de casa descansada, creativa y feliz? Aunque, ¿han existido muchas mujeres así? ¿Las súper ricas, quizá? ¿Pero no eran ellas las que vagaban como fantasmas tristes por sus mansiones, las que asumían las vidas paralelas de sus importantes maridos, a las que si intentaban rebelarse contra la tradición, les pasaban cosas?-. Lo que huele mal, piensa Carla mientras la pescadera mete las doradas limpias en dos sobres para congelar, es el odio que la influencer genera: quienes la defienden a ultranza a ella y lo que representa, usándola como arma para aplastar con placer a quienes no piensan igual, y quienes estallan de rabia ante sus vídeos y tratan de lanzarla de vuelta, como una granada activada. Y si funciona como un arma es porque los vídeos de la influencer son más efectivos de lo que parece, están llenos de metralla. Mientras agarra las bolsas de pescado, Carla imagina la forma, la naturaleza de esos pedacitos de metal oxidados que parecen inofensivos pero que rasgan la carne, haciendo que te desangres lentamente, o que mueras de una infección. Visualiza las esquirlas en la palma de su mano, y piensa lo siguiente: a ella le gusta comer, y cocinar, pero también le gusta complacer. Es eso, ese verbo, se dice Carla: complacer, sacrificarse por otro. Eso es lo que duele. ¿Por qué el amor que le sale de dentro a ella, a tantas mujeres, insiste en manifestarse así?
Si el odio que genera la influencer funciona como arma es porque sus vídeos son más efectivos, están llenos de metralla
Hace poco Carla fue a ver una película en la que una madre de familia acomodada reúne a sus hijos, a sus nietos y a su ex en una mansión de la costa. Allí, como desenlace de toda una serie de nudos de la trama, la matriarca estalla ante su familia. Les recrimina haberlo sacrificado todo, dado su vida por su bienestar. Entonces su hija, que a su vez es madre de dos niñas, le espeta que querer es cuidar sin esperar nada a cambio. A Carla la película le pareció una mierda, a excepción de este momento, cuando ante la sentencia acusatoria de su hija, la madre le responde haciéndole una peineta, con los ojos inundados y llenos de ira furia: «Y una mierda».
No es verdad que las mujeres cuiden sin esperar nada a cambio. El problema está en que van acumulando una gran deuda que al final no se salda. Creen que todo su esfuerzo, todo su amor, se verá algún día recompensado. La sorpresa, la decepción de muchas, es monumental. Cree Carla que la matriarca de la película parece querer alertarnos de algo: el trabajo doméstico se valora conceptualmente, pero en muchos casos no hay un retorno palpable, ni siquiera en forma de atención cuando una se hace mayor. Antes de ejercerlos, los cuidados, deberíamos pensar en las esperanzas ciegas que estamos depositando en ellos, deberíamos ser conscientes de esa romantización, al menos, darnos cuenta de que la estamos ejerciendo.
Al llegar a casa, Carla se dirige a la cocina. Pela las patatas, las corta en rodajas. Vierte un chorro de aceite de oliva en la bandeja del horno. Corta también un trozo de zanahoria, un diente de ajo y media cebolla en juliana. Distribuye las patatas en la bandeja y pone el horno a calentar. Entonces saca las doradas de la bolsa en forma de sobre. En el fondo hay un charquito de sangre que aún no huele mal. Echa sal gorda en los lomos y dentro de las panzas abiertas. Entonces hace eso con la punta del dedo, tira de la mandíbula inferior: la boca de la dorada se abre como un mecanismo expandible. De pronto, el pez inofensivo se vuelve un monstruo. La imagen le recuerda a un libro que está leyendo, Hay un monstruo en el lago, de Laura Fernández, un ensayo que indaga en la construcción de la leyenda del monstruo del lago Ness.
No es verdad que las mujeres cuiden sin esperar nada a cambio. El problema está en que van acumulando una gran deuda que al final no se salda
Cuenta la autora que la primera persona que avistó la criatura o creyó verla no necesitó más que invocar la posibilidad de que, «en aquella otra civilización, la de las montañosas e imperturbables Tierras Altas de Escocia [...] existiese algo tan inexplicable como el propio [King] Kong» -era 1933 y la película acababa de estrenarse, cosechando un gran éxito-, «algo que no habría aparecido sin más sino que, como aquel gorila monstruoso, habría estado viviendo allí desde [el principio], [...] el monstruo existe, y no quiere destruirte, te ama y eres tú quien, incapaz de entenderlo, intentas, por todos los medios, acabar con él». A Carla la idea le hace cosquillas: a veces hay monstruos viviendo cerca, incluso dentro de una misma, y sólo dan miedo al principio.
No hace mucho, después de una racha de cuidados a su novio -un plato favorito por sorpresa, una rápida plegada de ropa suya, un par de interrupciones para ayudarle a escribir un mail y un mensaje de Wallapop, una búsqueda de información sobre un trámite municipal-, él le propuso salir a tomar algo porque era viernes. Carla estaba molesta porque le había pedido que comprara leche y que pusiera el lavavajillas él le dijo que ahora no, que mañana. Y cuando ella mencionó la lista de cosas que había hecho por él, él contestó que no se las había pedido, y le reprochó que no estuviera disfrutando del viernes. Carla pensó que su novio era una serpiente, un monstruo inteligente que podía tener algo de razón. Durante esos días, Carla dejó de adivinar sus deseos y mantener los espacios comunes, y con la energía que se ahorró, estuvo alegre cuando salieron por ahí entre semana. Al volver a casa todo estaba un poco un manga por hombro, y tuvo que esforzarse para que no le afectara mentalmente, pero lo logró, al menos durante un tiempo. Luego volvieron las labores desequilibradas y las ganas de complacer, su novio se acordó de algunas tareas a tiempo y le trajo caprichos del colmado. Desde entonces siguen ahí, oscilando, pero en Carla algo ha cambiado. Ya no se queda bajo el agua, esperando a que el mundo se zambulla en el universo submarino de los cuidados y descubra su parte oscura, sus grandes tesoros e infinitas bellezas. Ahora Carla sube a la superficie y observa a su novio, el lago entero de su casa, como una criatura antigua y secreta, como un monstruo. Ante las motas de polvo rodaderas y las torres de platos se queda completamente quieta, habitando su nueva naturaleza anfibia. Carla estira la bandeja del horno y se deja impregnar por el vapor de las doradas. Delicioso. Se pondrá contento.
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Alba Muñoz (Barcelona, 1985) ha trabajado como reportera independiente en los Balcanes, Oriente Medio y Sudeste Asiático. Now You Are a Woman (2019), su primer documental, cuenta la historia de Gerald Hayo, activista lesbiana de Kenia y superviviente de una violación correctiva. En Polilla (Alfaguara, 2024), su esperado debut narrativo, la autora aborda con una voz inconfundible la explotación sexual de mujeres en la posguerra de los Balcanes.