- 'Dentro' de Vermeer y Hopper La intimidad, otra manera de ver el arte
Atravesamos Mesopotamia y el templo egipcio de Dendur con vistas a Central Park, nos cruzamos con las serias infantas españolas de Velázquez y Goya, nos sumergimos en los canales venecianos, deambulamos por la luminosa Francia de los impresionistas y... ¡ahí están los girasoles de Van Gogh! Pero hay algo en la pared que sólo son capaces de ver unos pocos: una tenue nube azulada, un rastro espectral. Es la «marca de los guardias», como la llaman los vigilantes del Metropolitan de Nueva York, el museo bandera de Estados Unidos, con su fachada de sabor griego y su magna escalinata en plena Quinta Avenida, tantas veces inmortalizada en films de Hollywood.
Anónimos, invisibles y silenciosos, centenares de guardias han ido dejando su estela -la de los trajes baratos de poliéster- al apoyarse sobre los muros para descansar en sus largas jornadas de vigilancia. «Estoy seguro de que en El Prado también lo encontrarás, sólo tienes que buscarlo. Si la pared es blanca se pinta encima, pero si es de piedra se nota una zona ligeramente más oscura», revela Patrick Bringley, que durante 10 años fue uno de los vigilantes del Metropolitan, con turnos de ocho y doce horas al día.
«En Estados Unidos los vigilantes no tienen taburetes. Es algo que en Europa os sorprende mucho, porque hay sillas en casi todos los museos», explica Bringley desde su apartamento en Brooklyn, con libros de Picasso y Degas asomando en la estantería. Aquí escribió sus memorias como vigilante de sala, Toda la belleza del mundo (Paidós), uno de los libros revelación de 2023, aclamado por la crítica estadounidense y todo un fenómeno editorial en Corea del Sur, donde ha pasado meses encumbrado como un best seller. Esta semana llega a las librerías españolas mientras Bringley ensaya su versión teatral, un monólogo que estrena en noviembre en el Festival Literario de Charleston.
Más que las memorias de un vigilante, con todas sus anécdotas, los pasadizos secretos y la sensación única de ver un Rembrandt o un Caravaggio a solas, Toda la belleza del mundo es lo más parecido a un cuento moderno (y real): Patrick tenía 25 años cuando su hermano mayor, Tom, murió de cáncer; entonces dejó su sofisticado y objetivamente fabuloso trabajo en la mejor revista literaria, The New Yorker, por «el empleo más sencillo que se me ocurrió en el sitio más bello que conocía». «Deseaba desesperadamente parar, quedarme quieto», confiesa.
Su libro se abre como un oasis entre los rascacielos de Manhattan, literalmente; se lee como si paseáramos por el jardín de Monet en Giverny y se medita en silencio, como si cruzáramos la Puerta de la Luna y nos fijáramos en su leyenda tallada, Reposo Elegante, mientras accedemos al estanque de los eruditos chinos de la dinastía Ming. «El Met [así lo llaman los neoyorquinos] no es sólo un museo de Historia del Arte. Habla de todos nosotros, de la vida y la muerte, del sufrimiento y los dioses, del cosmos...», dice Bringley. Al otro lado de la pantalla, viste un polo azul oscuro, un poco de guardia, y lleva una gorra de los Mets sobre sus ojos clarísimos, de un celeste que Botticelli reserva para sus Venus y divinidades. Su rostro aniñado no desentonaría entre los querubines renacentistas que tantas veces contó en el ala de los Antiguos Maestros, con sus 8.496 habitantes pintados en 596 cuadros, entre vírgenes, angelitos al fondo, espectadores de corridas de toros y gondoleros del tamaño de una hormiga (aunque la cifra quedó obsoleta tras una ampliación reciente).
Ellos eran sus compañeros habituales, salvo cuando le destinaban a las muestras temporales, como la de Picasso, donde llegó a estar más de 200 horas. «Al pasar todos los días ahí te asientas en el lugar, en Picasso. Dispones de tiempo para dejar que las obras hagan su efecto en ti, para absorber sus detalles, su presencia, su totalidad... Es casi como vivir con el arte en el salón de tu casa», cuenta.
Mientras el tiempo y las páginas pasan, la mirada (y el dolor) del joven vigilante se van transformando. La ausencia del hermano mayor se hace presente en cuadros a priori tan impensables como La cosecha (1565) de Pieter Brueghel.Bringley no ve a unos campesinos del siglo XVI recogiendo un campo de trigo mientras otros comen y descansan a la sombra de un árbol. Ese paisaje tan humano, el de una comida compartida, resucita otra escena: en el hospital un Tom ya extenuado pidió McNuggets de pollo y toda la familia los compartió alrededor de la cama, como si fuese un picnic. «Cuando contemplas una obra maestra sientes que va más allá, que es algo elevado, profundo, que trasciende la vida cotidiana. Pero otras veces piensas: 'Esta pintura trata de expresar lo que sucede en el mundo, ya sea la guerra, la enfermedad, el amor, el tumulto en las calles de Nueva York...'. Las pinturas o las estatuas tan sólo son óleo, mármol, bronce. Nosotros somos lo que está vivo: la carne y la sangre», considera. «Las obras maestras tratan de estar a la altura de la vida y, a veces, es increíble que la vida parezca estar a la altura de las grandes pinturas».
La imagen de Tom de costado en la cama para aliviar el dolor de espalda, junto a su madre, se disuelve en una Pietà renacentista, su dolor se convierte en una Crucifixión de Fra Angelico. Y el rostro del hermano mayor emerge en un lírico retrato de un Tiziano de primera época, antes de que pintara sus espectaculares paisajes venecianos envueltos en una «atmósfera rosada, como si mezclase sus pigmentos en agua encharcada y vino tinto». Así son las comparaciones de Bringley: terrenales, íntimas, lejos de la jerga demasiadas veces ininteligible de comisarios y profesionales del sector. Así lo resume en el libro: «Lo bello del cuadro no era como las palabras, sino como la pintura: silencioso, directo y concreto, resistente a la traducción incluso en pensamientos. Como tal, mi reacción al cuadro estaba atrapada en mi interior».
Muchos de sus pasajes desprenden cierto espíritu zen, de contemplación meditativa. «Los museos son como una catedral, como pasear por los bosques: un lugar al que no afectan los ritmos tan frenéticos de la vida diaria», lanza el ex vigilante, un estoico centinela cuando le tocaban las alas más populares. Estas son el Impresionismo y el Antiguo Egipto, la que «causa más expectación, atrayendo a escolares, profesores, eruditos, sanadores New Age y dibujantes de cómic afrofuturistas».
Con sus 230.000 metros cuadrados, el equivalente a unos 3.000 pisos neoyorquinos, en el Metropolitan trabajan más de 2.000 personas (500 de ellas, vigilantes) y recibe unos siete millones de visitas anuales, solo por detrás del hegemónico Louvre y, dependiendo del año, del Museo Nacional de China y del Vaticano. Más de un visitante ha venido preguntando en qué sala podía ver la Mona Lisa («Está en París», «¿Y no tienen ni siquiera una copia?»).
«La mayoría de la gente es encantadora y maravillosa. Pero hay algunos momentos difíciles», admite Bringley. Más allá de los normalizados 'Por favor, no se acerquen tanto a la obra' o 'No toquen la estatua', en diez años sí sufrió algún momento lamentable, en el que alguien «te trata como basura». «Al final de la noche, cuando estás cerrando la galería y pidiendo a la gente que abandone el museo... Habrá alguien que quizás valga unos cuantos millones de dólares y que piensa '¿Este tipo, este guardia de seguridad, me va a echar del museo? ¿Sabe que soy el CEO de una de las 500 empresas más importantes del mundo?'' Y actúa como si fueras un chicle en la suela del zapato».
Al margen de episodios desagradables, Toda la belleza del mundo es un libro luminoso, incluso en la pérdida, en el duelo. No es un ensayo de arte, al contrario. Van Eyck, Miguel Ángel o Singer Sargent (otra anécdota: la actriz Kim Cattrall, la Samantha de Sexo en Nueva York, le preguntó dónde encontrar el glamuroso retrato de Madame X) se vuelven contemporáneos, silenciosos compañeros de viaje en los que el propio espectador se acaba diluyendo.
En el Met el tiempo queda suspendido. Ante la simplicidad perfecta de los lirios de Van Gogh, Brangley resucita un episodio conmovedor en otro museo, en otra época: el Rijksmueseum de Amsterdam, cuando Vincent tenía unos 31 años y fue a visitarlo con Anton Kerssemakers, también pintor. Van Gogh se sentó delante de La novia judía de Rembrandt y apenas se movió, mientras su amigo veía el resto del museo. No es el más espectacular de los Rembrandts, incluso puede parecer anodino, pero la técnica y las sutiles veladuras son magistrales: si hiciéramos un zoom en apenas un centímetro de ocre de Rembrant podría parecer uno de los girasoles que Van Gogh empezaría a pintar unos años después. Cuando Kerssemakers regresó para buscar a Van Gogh, este se levantó a regañadientes: «¿Me creerías si te dijese que estaría encantado de dar diez años de mi vida si pudiese continuar sentado aquí delante de este cuadro durante 15 días, con solo un mendrugo de pan para comer?». El Prado, el Louvre, el Met... siempre estarán ahí, como catedrales o bosques en los que pasear.
Toda la belleza del mundo. Una historia sobre el arte, la vida y la pérdida
Traducción de Pablo Hermida. Paidós. 264 páginas. 19,90 € Ebook: 9,99 €
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