Para María Victoria González Román y Javier Sanabria, embajadores
Con qué pobre arcilla hizo Shakespeare a Hamlet, el inmortal!
La carretera que va de Copenhague a Elsinor es recta, panda y tranquila. Le dicen a aquello "la Riviera danesa". A su derecha lleva uno el mar Báltico; a la izquierda, un catálogo de casas de ensueño. Las casas, unas al lado de las otras, son a cada cual más bonita, y siéndolo todas, ninguna parece lujosa. Sus jardines se adivinan cuidados con esmero, sobresalen los árboles bien portados y a veces asoman praderas limitadas por setos y arriates. En aquel otoño frío aún florecen las rosas. La mayor parte de esas casas han sido proyectadas por arquitectos magníficos y son a la modernidad lo que Mallarmé a la poesía: cerebrales y ensimismadas. A veces, entre ellas, se ve alguna mansión del siglo XIX como la de Isak Dinesen, blanca, solitaria, majestuosa. Y siempre enfrente el mar, «la mer, la mer, toujours recomancée», reflejada en los acristalados miradores.
El castillo de Elsinor, en el que Shakespeare encerró su tragedia, es todo lo contrario, aterrador y siniestro. "Parece el de Macbeth", dijo en un susurro Fernando Savater. Por nada del mundo querría pasar uno allí una noche a solas con los espectros... Y eso que ninguno de estos podrían ser los que Shakespeare mató "allí": el necio Polonius, la desdichada Ophelia y su hermano Laertes, la reina Gertrude, "incestuosa y ramera", su esposo Claudius, el regicida, y el propio y atribulado Hamlet. Porque todo cuanto Shakespeare escribió de Dinamarca fue de oídas. El tiempo ha hecho su trabajo, y la realidad ha acabado pareciéndose a la ficción.
Su drama, sacado de unas Historias gráficas del divulgadorF. de Belleforest, fue acaso la secuela de otra obra de autor desconocido. Eran tiempos en los que en arte la originalidad apenas significaba nada. Y eso sucedió. Shakespeare fijó entonces con aquellas vagas noticias un arquetipo: no solo el de un joven melancólico y atribulado, sino el de aquel que lleva sobre sus hombros una carga excesiva, en su caso dar cumplimiento al mandato de un fantasma (su padre, el rey envenenado), que reclama venganza. Y el joven Hamlet, consciente de que "los tiempos están fuera de quicio", maldice su suerte: "¡Y que tenga yo que haber nacido para ponerlos en orden!". En sus labios resuena aquel otro memorable lamento de un hijo a un padre: "Aparta de mí este cáliz". ¿Quién, siendo humano, no ha repetido algún día este mismo lamento?
"El castillo de Elsinor, en el que Shakespeare encerró su tragedia, es aterrador y siniestro. 'Parece el de Macbeth', dijo en un susurro Fernando Savater"
Aunque sepamos que nada de lo que se ve en Elsinor es sespiriano, hemos querido ir una vez más al reencuentro de Hamlet y de aquellos que cavan sepulturas cantando, oh filosofía. Pocas obras han inmortalizado tantas frases, ya del acerbo popular, desde el "to be, or not to be, that is the question" (que nadie ha traducido mejor que Tomás Segovia: "ser o no ser, de eso se trata"), a la respuesta entre amarga, cínica y displicente dada a Popolius, quien al sorprenderle abismado con un libro en la mano, le pregunta a Hamlet qué está leyendo: Words, words, words!..., acaso la crítica más lacónica y certera que se haya hecho jamás a la literatura, no muy lejos tampoco del mallarmeano "la carne es triste y yo he leído ya todos los libros".
La vida nos prepara para descubrir inéditos sentidos, y lo que hemos leído mil veces, a la mil y una es nuevo. Así esta vez. No parece que Shakespeare hable ya de una Dinamarca en la que huele a podrido, sino de otra hedentina bien cercana, bien española y actual: "En la usanza corrupta de este mundo la mano dadivosa del culpable desplaza a la justicia, y es sabido que el propio botín compra la ley". Nuestra tragedia.
Decía al principio que nada recuerda la Dinamarca de ahora a aquella que entablaba guerras con ingleses y suecos... Solo algo permanece inalterable allí. De eso doy fe: el viento. Corre constante y corta como una espada. Trastornó a Hamlet ("yo solo estoy loco con el nornoroeste") y podría volver loco a cualquiera. El viento que entra helado del mar del Norte al Báltico, al resguardo de los grandes buques cuyas roncas y ásperas sirenas se oyen desde aquel castillo ulular a lo lejos, día y noche.