El yacimiento palentino de Santibáñez de la Peña albergaba una página esencial de la historia de Roma. Sus restos eran considerados una maravilla arqueológica porque recogían las tácticas del asedio militar de las legiones en los inicios de la época imperial, como proyectiles incendiarios, catapultas y una estupenda colección de puntas de flechas. Unas huellas que habían sobrevivido desde los tiempos de Augusto hasta principios de este mes, cuando un vecino con retroexcavadora que iba a hacer una zanja para una plantación de árboles arremetió contra estos restos. Todavía se investigan las causas. El yacimiento quedó hecho papilla. El daño es irreparable.
Cada día el mundo se despierta con una noticia dramática de este estilo. Un cuadro de Francis Bacon robado, una obra maestra del cine mudo desaparecida en una mudanza, una catedral gótica que tras sobrevivir a reyes, revoluciones y guerras mundiales es reducida a cenizas por un cigarro mal apagado o un chispazo eléctrico. El patrimonio cultural siempre está en peligro. Sin embargo, su destrucción nunca había sido tan veloz como en estos tiempos.
«Estamos en una Era Oscura de la cultura donde cada día muere nuestro legado y la gente no es consciente de ello», sostiene por videollamada el escritor Maxwell Neely-Cohen, autor de un ambicioso trabajo sobre cómo podría almacenarse la cultura para garantizar su supervivencia durante un siglo que ha sido publicado por Harvard Library Lab.
Esta Era Oscura tiene un escenario principal: internet. El gran invento del siglo XX que transformó el mundo y actualmente lo sostiene resulta cada día más dañino que si juntamos los expolios de nazis, el ISIS y los piratas del Caribe. En la Red se volatilizan a ritmo frenético composiciones musicales, artículos periodísticos, novelas, estudios científicos, problemas matemáticos, fotografías, vídeos, testimonios biográficos y también obras de arte. Como señala el escritor estadounidense Kevin T. Baker: «La Biblioteca de Alejandría arde a diario en internet».
Según un informe de Pew Research, casi el 40% de las páginas que existían en 2013 han dejado de estar operativas. Una decadencia digital que tiene a la cultura como una de sus grandes víctimas. Prueba de ello es la amputación constante de la gran enciclopedia de internet: Wikipedia. Más de la mitad de sus entradas contiene al menos un enlace en el apartado de «Referencias» que no lleva a ningún sitio. Su caducidad la confirma el siempre inquietante anuncio que aparece en la pantalla cuando se pincha sobre ellos: 'HTTP 404 Not Found' (Página no encontrada).
La culpa de este destrozo tiene muchos padres. Desde los cambios estructurales de la web hasta la desidia de las grandes empresas tecnológicas que la dominan. «Los problemas de conservación de la cultura muchas veces se deben al paso del tiempo, a fenómenos geológicos, físicos y químicos, pero no debemos olvidar un factor trascendental: la incompetencia humana», sostiene Neely-Cohen. Y esto también sucede en internet. Un ejemplo de ello se plasmó cuando en 2019 MySpace reconoció la pérdida de 12 años de vídeos, fotos y canciones en una migración informática que había salido mal.
En el ciberespacio un error equivale a un montón de retroexcavadoras que derrumban las librerías de cientos de casas, destrozan las paredes que cuelgan sus cuadros y aniquilan sus recuerdos.
Lo triste es que esto no debería pillarnos por sorpresa. Fuimos advertidos. Pero ni Silicon Valley, ni los políticos y tampoco nosotros, los usuarios, hicimos caso.
Vinton Cerf, uno de los padres de internet, alertó de la llegada de la «era oscura» en 2015. «Es algo que me preocupa mucho», reconoció en una conferencia en San José, California, sobre el temor a que los datos guardados en la Red y en nuestros ordenadores se perdieran en los márgenes de la revolución tecnológica. «Ya no podemos abrir los documentos o presentaciones creados en formatos viejos con la versión más reciente de nuestro software, porque la compatibilidad con sistemas y aplicaciones anticuados no está garantizada. Y lo que puede ocurrir con el tiempo es que, aunque acumulemos vastos archivos digitales, terminemos por no saber qué contienen».
Incluso alguien tan ajeno al mundo tecnológico como el anterior papa, Benedicto XVI, denunció que internet podría «destruir el conocimiento» y convertirse en un instrumento de fragmentación de la cultura.
Estos profetas acertaron.
¿Tiene remedio este memoricidio? Neely-Cohen considera que sí, pero que para ello es necesario un esfuerzo colosal. «No hay una bala de plata mágica y la protección del legado humano implica una combinación de estrategias, porque ninguna por separado basta para resolver la crisis».
Estas son el empleo de disco duros de enorme capacidad, el almacenamiento en la nube, los dispositivos extraíbles (discos, cintas, etc) y, por supuesto, las representaciones físicas de las obras humanas. El almacenaje total exigiría una misión sin precedentes en la historia de la humanidad por la cantidad salvaje de información. «Para hacer esto a gran escala, hay que cambiar nuestra realidad», demanda el experto. «Se necesita una inversión masiva en preservación digital y también un compromiso social. Habrá que convencer, incentivar o incluso presionar a gobiernos, empresas e inversores para lograrlo».
Todos los formatos de acopio tienen puntos a favor para también terribles debilidades que impiden dar garantías de cara a un futuro lejano. Por ejemplo, los fabricantes de dispositivos para guardar información no pueden garantizar su supervivencia durante décadas y se relajan trasladando la responsabilidad a los usuarios: cuando su tecnología se vuelva obsoleta es nuestra responsabilidad migrar los contenidos a una nueva. Algo que se ha demostrado que es poco efectivo. Cualquiera sabe la cantidad de datos que se pierden cuando se extravía un móvil o se rompe el ordenador de su casa y pasa los datos a uno recién comprado.
El almacenamiento digital depende del software y este depende de los esfuerzos de conservación. Con el paso de los años, ante la pérdida de vigencia de los programas y sistemas operativos se ha hecho necesario recurrir a la denominada retroinformática, la ciencia arqueológica dedicada a los antiguos ordenadores y consolas que llevan tiempo fuera del mercado. Una labor compleja porque la información no sólo debe conservarse, sino que debe ser accesible y mantenerse íntegra.
Glenn Fleishman, redactor de la revista MIT Technology Review respondió en 2015 a la pregunta de un lector sobre cuál era el programa informático más viejo que conocía que estaba aún en funcionamiento. Concluyó que se trataba de uno dedicado a la gestión y seguimiento de contratos empleados por el departamento de Defensa y cuya primera versión databa de 1958. Fleishman también hizo referencia a un sistema de tarjetas perforadas de IBM de finales de los años 40 que todavía se utilizaba por un fabricante de dispositivos de filtración de agua de Texas. Diez años después, este redactor no ha podido confirmar si siguen en activo.
Estos casos son excepcionales. Casi ningún programa dura décadas. Hoy el sistema operativo Windows 95, tan codiciado en su momento con colas en las tiendas de todo el mundo el día de su lanzamiento, tiene la vigencia de las tácticas romanas de combate que se conservaban en el yacimiento de Santibáñez de la Peña.
Una práctica que aplican museos y archivos del patrimonio es la conocida como la regla del '3-2-1': 3 copias almacenadas en 2 medios diferentes y 1 almacenada fuera de su sede, por si hubiera un accidente o una agresión, sea en otra localización o en la nube. Lograr esto a nivel global sería un extraordinario logro pero exigiría una inversión de miles de millones de euros. «Los políticos no invierten en esto a esta escala porque no se ve un retorno a corto plazo, y no les compensa», dice Daniel Pastor, experto en Preservación Digital. «Sólo se preocupan de los archiveros cuando hay una catástrofe».
El problema es que la salvaguarda digital está en manos de muy pocas empresas. Pensemos que los chips, las tarjetas gráficas y los discos duros de los ordenadores que usamos. Sólo una marca de semiconductores, la taiwanesa TSMC, provee a los gigantes Nvidia, Apple, AMD, ARM, Nvidia, Qualcomm y MediaTek. Si esta empresa fuera destruida o colapsara, el mundo digital se vendría abajo.
"Para salvar el patrimonio se necesita una inversión masiva y compromiso social. Convencer y presionar a políticos y empresas"
En cuanto a la nube, los expertos la consideran una solución cortoplacista pero incapaz de garantizar uno o dos siglos de supervivencia. «Ofrece distintos riesgos como la obsolescencia tecnológica; la corrupción silenciosa, que se refiere a errores no detectados en el hardware que pueden comprometer la integridad de los datos con el tiempo, y también los costos recurrentes de este almacenamiento, que pueden aumentar para los clientes con el auge de la IA», indica Pastor.
A eso hay que sumarle una amenaza que tienen todas las empresas de internet: su corta vida.
Una longevidad en cuestión que reconoce el mismísimo Jeff Bezos. El dueño de Amazon, que ofrece en su nube hasta 200 servicios integrales de centros de datos a nivel global, reconoció en 2018 que nada es para siempre: «De hecho predigo que un día Amazon fracasará». No se trata de una boutade dicha por el tercer hombre más rico del mundo en un momento de calentón, sino una estadística.
Ninguna marca, quizás con la única excepción de la Iglesia Católica, alcanzará los dos mil años de vida del yacimiento romano de Santibáñez de la Peña. La supervivencia en el mundo de los negocios es realmente difícil. Cualquier día una empresa puede quebrar, dividirse en trozos o verse arrastrada por la desconfianza de los inversores.
La vida útil promedio de una empresa que figura en el índice S&P 500 de las principales compañías estadounidenses ha pasado de 67 años en la década de los años 20 a sólo 15 años hoy, según una investigación del profesor Richard Foster, de la Escuela de Negocios de la Universidad de Yale. El ritmo actual de cambio «es más rápido que nunca», afirma el economista.
Por lo tanto, pese al poder omnímodo de Google, Microsoft, Meta y la citada Amazon nadie puede garantizar que las verán nuestros nietos. Ninguno es un guardián fiable de nuestra cultura. Además, su preocupación por la riqueza que custodian es prácticamente nula. Eso es lo que dice su marketing y la información de sus páginas web, donde no se hace mención alguna a la preservación cultural e histórica.
«¡Hay que imprimirlo todo!», dice con sorna David Sack. Este canadiense es el autor de un célebre ensayo -aún no publicado en España- con el contraintuitivo título de El futuro es analógico. Sack desconfía de los guardianes digitales.
«Considero muy valioso tener copias de seguridad físicas de la cultura», explica por email cuando se le pregunta por el dilema de la conservación. «Para preservarlas, pero también porque hay cualidades en la versión analógica que no se pueden captar en la digital. El diseño, la textura, incluso los materiales. Piense en libros, pinturas, fotografías o discos de vinilo. Son objetos que reflejan la época y la creatividad de los artífices de la cultura, más que simples datos».
Imaginemos que un día internet colapsa y toda la música digital se va por el desagüe del retrete virtual. Que los discos duros de Spotify, Tidal y Apple Music perdieran sus fondos de canciones y las discográficas se quedaran sin copias de seguridad. ¿Qué nos quedaría? El mundo analógico que defiende Sax.
Puede que los discos de vinilo, las casetes y los CD supongan hoy sólo una pequeña fracción de la música que se escucha en el mundo, pero podrían ser su salvación. «En ese escenario imaginario apostaría por este formato dentro de un siglo porque habrá fans nostálgicos y herederos de colecciones que en el próximo siglo seguro que las conservan», aventura Neely-Cohen.
La literatura parece estar menos en peligro, porque cuenta con el libro, el mejor invento cultural de la humanidad, capaz de lidiar sin despeinarse con las crisis y la presión tecnológica. Aunque el libro electrónico ya facture 144 millones en el negocio editorial español, lo cierto es que, en contra de lo que se pensaba la década pasada, no ha conseguido desplazar al papel.
Sin embargo, su almacenamiento global sería extremadamente cara. No hay ninguna superbiblioteca del mundo. La más grande, la del Congreso de los EEUU, cuenta, según su web, con 1.350 kilómetros de estanterías y custodia 40 millones de libros y documentos. Un fondo que aunque gigantesco es sólo una parte del legado humano. Según una estimación de Google , en en el mundo había 130 millones de títulos en 2013. Cifra que se ha debido incrementar mucho ya que, según la Unesco, sólo en 2023 se publicaron 2,2 millones de libros nuevos.
Muchos libros se consumen en las llamas del olvido. Ediciones pequeñas, agotadas o de lenguas poco representativas desaparecen sin parar. Quien mejor ha estudiado el bibliocausto es el escritor venezolano Fernando Báez, que a principios de siglo publicó La historia universal de la destrucción de libros (Ed. Destino).
"¡Hay que imprimirlo todo!"
«Hasta el día de hoy, la destrucción premeditada de libros ocupa el 60% de esta crónica de infamias y, sin importar si se trata de las tablillas sumerias o de aquel bibliotecario francés que quemaba libros hebreos de 2002, el problema es que los que destruyen libros responden a una actitud que se encuentra en todas las culturas: todos los seres humanos dividen el mundo en "nosotros" y "ellos"», escribe Báez. «El 40% de daños a los libros debe imputarse a factores heterogéneos, entre los cuales sobreviven desastres naturales (incendios, huracanes, inundaciones, terremotos, etc), accidentes (incendios, naufragios, etc.), animales (como el gusano del libro o polilla, las ratas o los insectos), cambios culturales (la extinción de una lengua, modificación de una moda literaria) y a causa de los mismos materiales con los cuales se ha fabricado el libro (la presencia de ácidos en el papel del siglo XIX está destruyendo miles de obras)». Para concluir: «Y habría que preguntarse, además, cuántos libros en edificios se perdieron para siempre, cuántos libros que se dejan tirados en la playa, en el metro o en el banco de un parque han llegado al final. Es difícil responder a estas inquietudes, pero lo cierto es que a esta misma hora, cuando usted lee, al menos un libro está desapareciendo para siempre».
Así que tampoco la cultura está completamente a salvo en una biblioteca o en un gran museo. Según la investigación de Nelly Cohen, de usar un lugar elegido como arca de Noé de nuestro legado para el futuro habría que estudiar bien que cumpliera unas características para hacer más difícil su desaparición en caso de apocalipsis. En primer lugar, debería ser un lugar seguro y con recursos. También recomienda que su sede estuviera en un lugar con una religión mayoritaria y una aristocracia que vaya a mantener el poder durante generaciones, pero alerta, no sería bueno que lo controlara una dictadura.
Al respecto, el filósofo francés Jacques Derrida ya dejó claro que «no hay poder político sin poder sobre el archivo». Las estructuras de poder centralizadas de las monarquías, las dictaduras militares y los gobiernos de partido único tienen la tendencia a la destrucción de sus registros para tener el control.
¿Entonces dónde mudamos el gran trastero de la cultura humana? Podría ir a EEUU porque su poderío militar y económico garantizaría su supervivencia. Quizás a Nueva Zelanda, próspera y alejada de la esquizofrenia geopolítica del mundo actual. O tal vez el Vaticano, pequeño pero que ha dado muestra de una longevidad a prueba de bombas. Difícil saberlo.
El tiempo pasa muy rápido. Y en la tecnología todavía más. Lo moderno pronto estará obsoleto.
Maxwell Neely-Cohen pone un estupendo ejemplo de este desfase.
En la carretera estatal 87 de California hay un edificio abandonado de una sala planta de color blanco con ventanas tintadas. En este lugar se levantó en los primeros años 50 el primer laboratorio de IBM de la Costa Oeste, donde un equipo de ingenieros construyó la unidad de almacenamiento de disco IBM 350, parte del IBM 305 RAMAC, considerado el primer sistema informático que incluyó algo parecido a un disco duro.
«RAMAC es el antecesor de cada disco duro, de cada servidor, de cada base de datos, de cada nube», explica. Esta maravilla tecnológica era un mamotreto que ocupaba el espacio de una habitación y era capaz de almacenar 3,75 megabytes, que es menos que lo que pesa cualquiera de las ilustraciones de Carmen Casado que hay en este artículo.
Así que lean este texto ya. Nada garantiza que en unos años en su versión digital no sea más que polvo del ciberespacio y una nota a pie de página de la Edad Oscura.