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Va un recuerdo oscuro al estilo de las novelas de Modiano: hace poco crucé una calle por Ópera, recorrí un trocito de ciudad al que no ponía ni nombre al principio, o no hasta que reconocí la fachada de un negocio y caí en que, 25 años atrás, había frecuentado aquel sitio, casi que había peregrinado hasta él un par de veces al mes durante años. La calle era Caños del Peral y el motivo de la devoción era una tienda de discos, Discos del Sur, que tenía fama de ser la mejor y la más bonita de Madrid. También era conocida por el trato áspero de sus dependientes.
Había algo así como un ritual: después de clase tomába con algún amigo la línea 6 y luego Ramal-Ópera, que sonaba exótica como un vuelo de Air Japan. Así llegábamos a Caños del Peral al atardecer, en el anhelo sadomasoquista de someternos a aquel vendedor malencarado. El hombre nos miraba mal por elegir el disco equivocado de Sam Cooke y, entonces, en un estado sombrío del alma, salíamos a la calle con la certeza de que, como todas las veces, íbamos a ser abordados por la espalda por un muchacho argentino de nuestra edad que nos decía siempre «chicos, ¿una copa?» y nos ofrecía la tarjeta de visita de un bar que era un topless o algo así, alguna terminal leve de la industria del sexo. El negocio salía retratado en las tarjetas con unas fotos tan kitsch que hoy las veríamos artísticas o irónicas o las dos cosas a la vez. Y el chaval parecía majo pero juro que jamás entramos al bar. Éramos chicos buenos, un poco pedantes pero buenos.
(Uno de los amigos, L., era de pueblo y contaba que a veces terminaba sus juergas en el topless local porque era el bar que había pero que siempre se sentaba solo en la barra a pensar en la muerte. Sospecho hoy que ese amigo rondó la depresión en cuarto curso. Querido L., si me lees, pienso mucho en ti aunque no te vea desde que murió T.).
Perdón, que me distraigo. Estábamos en que Discos del Sur lo tenía todo para ser un clásico, pero cerró hacia 2003 por motivos obvios, ajenos al mal carácter de su personal. De modo que el negocio que reconocí el otro día no fue nuestro viejo templo de la humillación sino el topless vecino que tan antiguo parecía. No creo que el argentino siga por ahí pero los dueños no han cambiado ni el letrero ni, aparentemente, el interior. Lo sé porque he mirado en Google Maps y hay fotos de un escenario que es tan kitsch que podría salir en un reportaje de la edición serbia de Vogue. Quién nos lo hubiera dicho, ¿verdad?
En torno al bar de Caños del Peral hay hoy varios restaurantes enfocados al turismo así que, al reconocer su fachada cercada y anacrónica, lo vi casi con dulzura. Sé que la industria del sexo es una cosa horrible pero, yo qué sé. Ya hubiese preferido yo ponerme tonto con la tienda de discos, por muy antipático que fuese el hombre de la caja.