- ¿Tendremos legislatura?
- Nos espera una contenciosa y, posiblemente, breve. No sé qué pactos habrá, pero cuando se vaya ascendiendo en las reclamaciones, llegará un momento en el que habrá que decir no. Los dos grandes partidos no pueden llegar a ningún tipo de acuerdo, pero el problema que tiene Pedro Sánchez es que la competencia entre las dos principales fuerzas independentistas impide prever el contenido final de los acuerdos.
- En un artículo publicado en El País el pasado 3 de septiembre, escribió: «En algún momento habrá que decir hasta aquí, pasar a ocuparse de los problemas reales del país y no de entidades metafísicas como el ser de los pueblos». ¿Cómo se puede canalizar ese hartazgo mientras la izquierda parece dispuesta, nuevamente, a negociar la formación de Gobierno con los nacionalismos?
- Hemos vuelto a nuestro conflicto fundamental. No tenemos una idea de nuestro propio país, con el agravante de que los dos grandes partidos tienen un incentivo para seguir jugando con el ser de España en función de la coyuntura. Es decir, que España entra dentro del juego político exactamente igual que una disputa sobre subir o bajar los impuestos. En eso somos únicos entre los países desarrollados. En Reino Unido, los laboristas y los conservadores no discuten qué hacer con Escocia. En nuestro país, los grandes partidos no tienen una visión clara de lo que es España. Por eso no se entienden en nada. El PSOE depende mucho de aquello que le exijan sus socios y el PP se opone a lo que reclama el PSOE, con lo cual el entendimiento es nulo. En cambio, los independentistas catalanes sí tienen claro que quieren crear su propio Estado. Incluso siguen aludiendo a la unilateralidad. Hemos ido despedazando el Estado de tal forma que cada vez tiene menos presencia en Cataluña y País Vasco. Si queremos que sigan dentro, inevitablemente, tenemos que llegar a algún tipo de acuerdo.
- Ese gran acuerdo fue el que permitió galvanizar el Estado autonómico. Es el sistema que se pactó, y con amplia base, en la Transición. El mismo que han desarrollado los diferentes gobiernos del PSOE y del PP. Cataluña y País Vasco disponen de un techo de autogobierno sin precedentes. Incluso hay asimetría fiscal.
- El problema lo sabemos todos. Cada vez que uno de los dos grandes partidos no sacaba mayoría absoluta, tenía que apoyarse en los nacionalistas. Entonces se abrió la puerta a una gran cantidad de concesiones. En lo que respecta a Cataluña, en su día estuve a favor de los indultos. Se ha visto la rentabilidad de esta medida. Nunca como ahora ha estado tan bajo el independentismo. El suflé nunca bajará del todo, pero sí lo suficiente como para que podamos tener la expectativa de buscar negociaciones racionales que se ven frustradas por lo que aludía al principio de la competencia entre los partidos independentistas. En alguna ocasión he defendido como hipótesis que estaría dispuesto a aceptar la amnistía e incluso la declaración de España como un país plurinacional, siempre y cuando eso significara que ponemos un punto final ya al ser de España. Es decir, como no podemos seguir así, nos reinventamos y todos aceptamos el resultado de esa reinvención. Pero es evidente que eso no es posible. Tenemos que lidiar con este dilema existencial, que a día de hoy es irresoluble, mientras hay problemas gravísimos de los que no hablamos, como la educación, el cambio climático, la sequía o la presencia de España en el mundo.
- Usted tiene escrito que «la identidad española es el reflejo invertido de las expectativas nacionalistas periféricas». ¿No hay una cierta equidistancia a la hora de plantear esa crítica? Al PP, a menudo, se le adjudica la etiqueta de partido «recentralizador», pero es coartífice de la Constitución y del despliegue autonómico.
- En 1996, cuando José María Aznar necesitó a Jordi Pujol, dijo que hablaba catalán en la intimidad. Luego tuvo mayoría absoluta, puso la inmensa bandera de España en Colón y comenzó un discurso de reivindicación de la nación española. Ahora convoca manifestaciones para reforzar el nacionalismo español. Con esto quiero decir que los matices están muy condicionados por los constreñimientos que pueden poner esos partidos a la gobernabilidad. El PP rechaza toda posibilidad de jugar con la existencia de grandes diferencias entre comunidades autónomas, mientras que el PSOE trata de definir de una manera más nítida esa distinción que establece la propia Constitución entre regiones y nacionalidades. El PSOE tiene la presión de Sumar y antes tenía la de Podemos, que defienden la plurinacionalidad del Estado. Es evidente que existen diferencias entre País Vasco y Cataluña respecto a las demás comunidades autónomas. Hay un sentimiento nacional diferenciado que, en el caso catalán, hasta hace poco representaba a la mitad de la población. ¿Cómo se resuelve eso sin agraviar a otras comunidades? Tenemos un principio de igualdad al que no podemos renunciar, pero hay que saber compaginarlo con la heterogeneidad.
- Pero eso ya lo hace el Estado español. Las lenguas cooficiales, la insularidad o la situación geográfica de Ceuta y Melilla tienen un acomodo en la Constitución y en la legislación autonómica.
- El problema está en lograr que todos los actores participen del principio de la lealtad constitucional. España no es una democracia militante. La Constitución dice que tú puedes ponerte fuera de la Constitución. Puedes ser republicano o independentista. Lo que no puedes es vulnerar la ley.
- ¿La amnistía sería tanto como decir que en Cataluña, en 2017, nuestra democracia no tenía razón, que su legalidad era un fraude?
- La amnistía no solamente borra el delito, sino que, al no ir acompañado de algún tipo de concesión, lo que hace es impedir imaginar que ese conflicto se puede resolver. La amnistía es legítima en determinadas circunstancias históricas. No hace falta que recurra a 1977. Pero, si vemos lo que ha ocurrido en otros países, comprobaremos que siempre se ha aprobado por razón de Estado. Es el caso de los acuerdos de Viernes Santo, que resolvió el problema de la violencia en Irlanda del Norte. La razón de Estado dicta en un momento determinado que algunas disposiciones dejen de regir. En esos casos, la amnistía mejora la situación anterior y permite resetear un contexto muy conflictivo. Esas condiciones no se dan en la votación de investidura. Aquí se concede la amnistía para que pueda gobernar una coalición de partidos.
- Es decir, que la amnistía estaría supeditada a la acción partidista, no al interés general.
- Efectivamente. Estoy a favor de buscar una solución, pero no que sea formalmente una amnistía por sus consecuencias simbólicas. El ex ministro de Justicia, Tomás de la Quadra-Salcedo, recordaba hace pocos días en una tribuna que nunca hablamos de las personas, funcionarios y cargos medios que no han sido indultadas y que podrían verse beneficiadas de una medida de gracia.
- La cuestión medular es Carles Puigdemont. Da la impresión, y es el propio Gobierno el que la proyecta después de la reunión en Bruselas entre la vicepresidente segunda en funciones y el ex presidente catalán, que se va a negociar una investidura poniendo encima de la mesa una condición cuyo principal beneficiario sería el líder del partido del que depende esa misma investidura.
- Es el máximo responsable de lo que pasó en 2017 y, por tanto, si hay alguien que no merece la amnistía es él. Pero con Cataluña tenemos un problema político, no solamente jurídico. Ahí está la dificultad. A mí la amnistía no me preocuparía si fuera acompañada de la predisposición sincera de entrar a negociar una reforma del Estatuto, que quedó demediado después de la famosa sentencia del Tribunal Constitucional. Lo que no es asumible es seguir abrazando la vía unilateral.
- Buena parte de las demandas del independentismo chocan con el ordenamiento jurídico. ¿No hay riesgo de que un nuevo Gobierno de coalición colisione con el poder judicial?
- El amparo constitucional de la unidad nacional no admite interpretación. La Constitución es tajante en eso. Se puede discutir sobre nación o nacionalidades, pero no sobre la unidad de la nación. No obstante, el poder judicial sabe que parte de la justicia es el derecho de gracia y, por tanto, que eso forma parte de las reglas a las que está sujeto.
- Pero no se está hablando de indultos, sino de una amnistía.
- Por eso he hecho antes esa distinción. Ahora todo depende de hasta dónde quiera llegar el Gobierno. El poder judicial tiene que defender la aplicación de la ley, pero nos encontramos ante una situación difícil porque sigue sin haber consenso para renovar el órgano de gobierno de los jueces. Hay que hacer un llamamiento a la responsabilidad a los dos grandes partidos para que se alcance un acuerdo urgente. Este debería haber sido casi el único tema en la reunión entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. Las instituciones no se pueden tocar. Si se derrumban, las consecuencias son imprevisibles.
- José María Aznar ha resucitado el lema «¡Basta ya!» y el Gobierno le ha llamado «golpista». Y no han pasado ni dos meses desde el 23-J.
- Sobreactúan tanto Aznar como el Gobierno. Decir «¡Basta ya!» es una manera de identificar el terrorismo de ETA con lo que está pasando ahora. Es absolutamente inaceptable.
- ¿En los pactos de Estado caben los nacionalistas?
- Depende de qué tipo de pacto. Volviendo al tema de las autonomías, creo que sí es importante acabar con el caos de normativas. Ahí sí tendrían que participar los nacionalistas. Pero, por ejemplo, a mí no me preocupa el acuerdo al que se ha llegado para que las lenguas cooficiales se puedan usar en el Congreso. Simbólicamente, contribuye a que nuestro país transmita la idea en esos territorios de que somos plurales. Canadá tiene un único territorio en el que se habla francés. Sin embargo, el francés está considerado, junto al inglés, lengua oficial de este país.
- ¿Qué supone Pedro Sánchez en la historia reciente del PSOE?
- Es el producto de una elección directa por parte de los militantes del partido. Se abandonó el esquema clásico y se pasó a otro sufragista. La parte buena es que nadie puede discutir que eso no sea democrático. La mala es que, desde el momento en que alguien se impone con ese extra de legitimidad, controla completamente el partido. Sin corrientes internas, hay una tendencia a un cierto bonapartismo. Sánchez se encontró una situación muy diferente a la de otros líderes socialistas por el derrumbe del bipartidismo. El PSOE no ha acabado de transformarse.
- El punto iniciático de Sánchez fue el no es no a Mariano Rajoy. ¿Hay un empeño excesivo en la polarización?
- Creo que sí. En las elecciones del 23 de julio se dijo, equivocadamente, que íbamos a volver al bipartidismo. Es erróneo porque, por primera vez desde la Transición, el Partido Socialista no jugaba a ganar las elecciones, sino a ganar las elecciones dentro de un bloque. Esto es inédito. El PP sí jugó a ganar, pero en el último momento se vio atrapado por el proceso de centrifugación que le supuso los acuerdos con Vox. Mientras el PP siga atado a Vox, la izquierda continuará movilizada.
- ¿La etapa de Sánchez supone una quiebra irreparable con una parte del socialismo español?
- Lo que está pasando en el PSOE tiene que ver con un problema sociológico más profundo. Estamos muy lejos de 1978. Yo la viví en la universidad y me voy a jubilar de profesor el año que viene. Cuando explico a mis alumnos la Transición, es como cuando a mí de joven me hablaban de la guerra de Cuba. La gente no sabe quién es Adolfo Suárez. Duele mucho, pero es así. En España nunca hemos vivido mejor que desde el pacto constitucional, pero se ha producido un cambio cultural y político importantísimo. Pasa aquí, después del 15-M, y también en los países de nuestro entorno. No nos debemos rasgar las vestiduras, aunque me aterra que perdamos el consenso básico de la Transición. Debemos ir a un lenguaje más mesurado, menos descalificador. Estamos moralizando la política. Y si tú calificas a tu adversario de diablo, implícitamente, estás diciendo es que es una persona moralmente inadmisible, lo que corta toda posibilidad de entendimiento.
- ¿Ese dogmatismo político o bibloquista se ha extrapolado al conjunto del espacio público?
- Uno de los efectos más curiosos de la polarización y sobre el que apenas se habla tiene que ver con la dificultad de disentir de lo que se supone que son las opiniones o el discurso de cada uno de los bloques. Percibo algo así como una incomodidad por pensar fuera del tiesto, salirse de determinados clichés estandarizados dentro de cada bloque para no parecer que se le traiciona. Y las redes operan como policía del pensamiento encargada de velar por el ajuste al respectivo relato debido.
- ¿El liderazgo de Feijóo es débil?
- Sería menos débil si no tuviera siempre ahí, en la sombra, a un adversario potencial dentro del partido como es Isabel Díaz Ayuso. El PP, hoy por hoy, no tiene alternativa. Ayuso es un fenómeno madrileño y el éxito de Juanma Moreno no parece trasladable al resto de España, como tampoco Feijóo ha podido trasladar las mayorías que consiguió en Galicia.
- En mayo, antes de las elecciones autonómicas y municipales, advirtió en el Fórum Europa de que Vox va a ser un fenómeno «más efímero» de lo que parecía. ¿Lo mantiene?
- Cuando el votante de derechas se dé cuenta de que la derecha nunca va a poder gobernar mientras exista Vox, este partido puede acabar como Ciudadanos. Si volvemos a una política más normalizada, menos excitada, lo lógico es que la derecha concentre su voto. Porque el cordón a Vox ha acabado siendo el cordón al PP.
DNI
(Madrid, 1954). Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) . Presidió el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) entre 2004 y 2008.
Entre sus obras destacadas se encuentran Nuevas teorías del contrato social (1985), El futuro de la política (2000) y La sociedad de la intolerancia (2021). Es columnista de El País.