El debate público parece definitivamente degradado. Y no es solo cosa de políticos y de fake news. Hay muchas maneras de mentir. La más tramposa es con números. Incluso en los medios fiables hay una injustificada ilusión por números que nada dicen. Se manejan alegremente datos no significativos. Y cuando tienen algún sentido, no siempre se entienden rectamente.
Entre tantas instituciones independientes, uno sueña con una integrada por estadísticos que filtrarán los asuntos. Algo así como la Agencia del Medicamento. Nos ahorraríamos tiempo, dinero, encanallamientos gratuitos y tranquilizantes.
Eso sí, para evitar cualquier sospecha de gremialismo, deberían comenzar por tasar a la propia academia. Es lo que han hecho S. Ceci y W. Williams en un reciente trabajo en el que examinan artículos aparecidos en prestigiosas publicaciones que «demostraban» la desigualdad de trato a las mujeres en la universidad. Se trataba de investigaciones arropadas por abundantes «datos». Examinado el corpus completo, no encontraron «evidencia de sexismo en los indicadores utilizados, como la contratación permanente, las subvenciones, la revisión de revistas, las cartas de recomendación y los salarios». Su conclusión: «Tales afirmaciones son erróneas, resultado de ignorar pruebas importantes» («Claims of Fairness Toward Women in the Academy», Sexuality & Culture, septiembre de 2023). Contra todo pronóstico, no los han expulsado de la universidad. De momento.
Algunos universitarios dirán sorprenderse ante estos consensos académicos respecto a unas tesis que, miradas de cerca, resultan tan endebles. No se los crean. Estas cosas las sabemos quienes andamos en el mundillo. Al menos, aquellos en condiciones de interpretar estadísticas elementales; algo, bien es cierto, infrecuente entre «humanistas». Lo sabemos, pero callamos. Como sabemos que, con frecuencia, importa menos el cómo que el qué. Si la teoría es compatible con lo que se lleva, pocos se atreven a destripar sus avales. No se debaten los resultados. Ni la posibilidad del debate.
Porque lo peor que ha sucedido en las universidades, con ser malo, no es la extensión de ideas desquiciadas, como sucede con una imprecisa «perspectiva de género» utilizada para negar las ideas de verdad o de conocimiento objetivo, esto es, el sostén de la investigación científica. Lo peor es que ni siquiera está permitido decir lo que acabo de escribir: que muchas ideas no responden a elementales criterios de calidad empírica o lógica.
La estrategia opera en dos pasos. Primero se impone el despropósito y luego se acalla a quien denuncia el despropósito. No se lo acalla con argumentos, con réplicas, sino con el rechazo del debate: falacias ad hominem («lo dices porque eres blanco, hombre, español»); apelaciones a las emociones («calla, que me ofendes»); confusión entre hechos y valoraciones («tus resultados son inmorales o tienen implicaciones políticas incómodas»). Lo vamos a ver, amplificado, con el debate sobre el determinismo, tan cargado de confusiones. En todos esos casos, no se replica la crítica, sino que se condena la posibilidad de replicar. Como en los tiempos -tan «contemporáneos»- de «son ideas comunistas». Puro macartismo.
No exagero. Mi comparación la precisa G. Lukianoff, autor de The Canceling of the American Mind: «Cuando terminó el macartismo a fines de la década de 1950, sólo el 9% de los científicos sociales dijeron que habían corregido sus trabajos para evitar controversias. Hoy en día, el 25% de los profesores tiene una probabilidad muy alta de censurarse en publicaciones académicas [y] el 36% tiene una alta probabilidad de censurarse en publicaciones, charlas, entrevistas o conferencias dirigidas a una audiencia general». Y tienen razones para hacerlo, porque los gestores de las universidades han ejercido presiones y amenazas sobre el 16%; y uno de cada tres admite que sus administradores los han disuadido de realizar investigaciones «controvertidas».
El desplazamiento del debate resulta particularmente inquietante porque se acompaña de un desplazamiento institucional. La comunidad científica ya no se autogobierna al calibrar sus teorías, sino que se ve fiscalizada por unos gestores que, sometidos a consideraciones políticas, se rinden a la falacia moralista: si una conjetura nos parece mal políticamente, no puede ser verdad. Aún peor: ni siquiera se puede discutir. Y el remate: debemos sospechar de quienes la defienden. Por lo general, el gremio académico, que está lejos de forjarse con el barro de los héroes, se somete y calla, sobre todo, porque sabe que, cada día, cuando entra en un aula, será sometido a escrutinio por aquellos que, en principio, deberían rendirle cuentas: siete de cada 10 estudiantes universitarios de 150 de las principales universidades de EEUU piensan que un profesor que dice algo que consideran ofensivo debe ser denunciado. Con el apoyo de otros profesores, por cierto. Mejor señalar antes que ser señalados.
La pregunta es inmediata: ¿cómo ha sido posible? Resulta tentador invocar a Orwell: «Hay que pertenecer a la intelectualidad para creer cosas así: ningún hombre corriente podría ser tan tonto». Pero, como estrategia epistémica, acudir a las características de los sujetos, a su debilidad, solo es recomendable como último recurso. No digo que no suceda, sino que con eso hay que contar. Las instituciones las diseñamos asumiendo que no somos ángeles. Ni genios. Si hay que elegir, mejor apostar por el supuesto de que funcionen «incluso con un pueblo de demonios» (Kant). Y de cretinos.
Hasta donde conozco, solo disponemos de conjeturas provisionales acerca de cómo hemos llegado a esta situación. A mi parecer, la menos desmentida apunta a la consolidación de disciplinas, con tanta vocación activista como penosa calidad, entregadas a generar cuerpos doctrinales ajenos a los problemas reales de los excluidos (negros, mujeres, minorías sexuales), cuya portavocía se arrogan sus cultivadores. Una producción intelectual tan oscura como vacua, ayuna de evidencias fiables, ha permitido a ciertos humanistas oficiar como castas académicas, con sus revistas, sus departamentos y sus desquiciados planes de estudios. Su vocación fiscalizadora y «de gestión», su insolvencia metódica y su arrogancia moral han encontrado el camino abonado en la dejación natural -cuando no la cobardía- de otros científicos serios que se limitan a hacer lo que deben, lo que saben.
De esos polvos se nutren nuestros lodos políticos; en particular, los mimbres ideológicos de una izquierda cada vez más ajena a los retos de los desfavorecidos. Se puede comprobar en la composición social de sus votantes: los trabajadores se alejan a la misma velocidad que se aproximan los profesionales liberales. A algo parecido a eso se ha referido en su libro Los engreídos Sahra Wagenknecht, portavoz de la última izquierda sensata que queda en Europa, y a quien la simplicidad periodística ha despachado con la habitual descalificación de «populista», sin que importe su formación académica o su hábito de avalar sus argumentos con investigaciones empíricas. Si quieren entender la victoria de Trump, busquen por ahí.
Como digo, se trata de una conjetura. Pero no faltan datos para avalarla, aunque sean parciales. Por ejemplo, el trabajo de Mitchell Langbert, quien mostró que los demócratas superaban en número a los republicanos por más de 10 a 1 entre los profesores de las principales universidades. Y que la pluralidad tendía a cero en las disciplinas «humanistas»: mientras en ingeniería había 1,6 demócratas por cada republicano, en sociología había casi 44; en filosofía la proporción era de 18 a 1; en arte, 40 a 1; y en religión, de 70 a 1. Esta falta de pluralidad que se traduce en una ausencia de exposición a las críticas, un encelamiento en las propias chaladuras tribales y, en la práctica, una superlativa inutilidad vital, como se aprecia en la incapacidad de los estudiantes para superar el GE (Gainful Employment Equivalent), una medida utilizada por el Departamento de Educación de EEUU para evaluar si la educación permite encontrar trabajo y pagar las deudas estudiantiles.
Por resumir, los humanistas van camino de la indigencia, especialmente, en el caso de los estudiantes de religión; lo que, bien pensado, allana el camino a las experiencias místicas (A. Gillen, «The Impact of the Left's Takeover of Academia on the Quality of Higher Education», Aero, 29/4/2020).
No creo que estas circunstancias académicas resulten ajenas a la mayor desgracia de nuestra historia política reciente: la aparición de Podemos. Aunque el daño fundamental -quizá irreparable— ha sido para nuestra izquierda, la patología ha alcanzado a todos. Todavía recuerdo la fascinación servil de muchos cronistas conservadores con los primeros discursos de Iglesias o de Montero. Al final, mucha de su nadería ha acabado por infectar al entero espectro político, incluida una derecha siempre acomplejada ante los «intelectuales» y cuya ancestral insustancialidad ideológica la hacía propensa a acatar cualquier majadería, sobre todo cuando carece de consecuencias redistributivas. El caso Errejón no es el peor ejemplo.
Con todo, desde cierta perspectiva la cosa tiene gracia. Hemos conseguido alcanzar las más altas cotas de enfrentamiento ideológico. Sin que asome ni una sola idea.
Félix Ovejero es profesor de Filosofía Política y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona