Pocas veces habremos tenido tan vívidamente la sensación de estar asistiendo al ocaso de nuestro propio mundo y al sucesivo amanecer de otro. El segundo mandato de Donald Trump que se inicia mañana será probablemente un acontecimiento destinado a cambiar la historia, todavía de manera impredecible e incierta. La decisión consciente de una clara mayoría social en Estados Unidos, respaldada con entusiasmo por centenares de millones de ciudadanos a lo largo de todo el planeta, anticipa algo más allá que un mero cambio en las estrategias políticas: viviremos una revolución contracultural que cuestiona el orden moral y los principios universales del liberalismo en los que hasta ahora sosteníamos nuestra manera de entender la vida.
«Nuestro antiguo régimen, como la aristocracia de la Francia prerrevolucionaria, pensaba que la fiesta nunca terminaría», escribía hace una semana en Financial Times Peter Thiel, en una tribuna al mismo tiempo visionaria y conspiranoica, desafiante y apocalíptica. Thiel fundó PayPal, Tesla o SpaceX junto a Elon Musk, es el mentor de Mark Zuckerberg y el inversor de más éxito de Silicon Valley, el auténtico cerebro detrás de Trump para dar forma a las ideas de esta nueva era tecnolibertaria y autoritaria de la que todavía no conocemos las reglas ni entendemos su funcionamiento. «No habrá una restauración reaccionaria del pasado anterior a internet», decía, porque «el futuro exige ideas nuevas y extrañas».
Del texto se extraen entre líneas las vigas maestras de la filosofía política con las que Musk intenta transformar la derecha reaccionaria que crece también a lo largo de toda Europa a lomos de la desconfianza ciudadana en ese antiguo régimen (entrevistó a la líder del partido neonazi Alternativa por Alemania, Alice Weidel, y ella le dijo que ahora es de «derecha libertaria»). Esencialmente, se trata de proclamar el colapso de las ideologías liberales, las estructuras tradicionales de poder y las instituciones mediadoras y representativas del mundo de ayer -la prensa, los bancos centrales, el estado del bienestar…- y de culparlas de secuestrar el discurso público al servicio de una élite y de establecer burocracias que provocan pobreza y desigualdad, oprimen la creatividad individual y frenan el progreso científico. En paralelo, se reivindica el fracaso de las agotadoras políticas de la identidad (el «virus de la mente woke», en palabras de Musk) y un regreso «a lo fundamental».
A cambio, se propone una concepción radicalísima de la libertad que reclama desregulación masiva y la aplicación de las leyes del mercado sin cortapisas para abrir la puerta a una pretendida sociedad del renacimiento y del florecimiento humano a través de la inteligencia artificial, los coches autónomos y los viajes espaciales, en un mundo despreocupado, relativista y estridente dominado por el poder disruptivo de las redes sociales, las criptomonedas y los Siete Magníficos de Silicon Valley, más fuertes y más ricos ya que cualquier Estado. Ahora se desprenden de los límites que les impiden serlo aún más. «Hoy en día, está tomando forma en Estados Unidos una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que literalmente amenaza toda nuestra democracia», advirtió Joe Biden en su discurso de despedida definitivamente crepuscular y decadente, cargado de hipocresías y mediocridades.
El declive de los principios universales provocará también cambios irreversibles y profundísimos en el orden multilateral que salió de la Segunda Guerra Mundial. «America First se concreta en ambición territorial que contradice el Derecho Internacional, con consecuencias especialmente ominosas cuando se examinan con lente europea. Esto es, mientras Trump brama con su retórica nacionalista y expansiva, Musk repica desde sus plataformas virtuales, erosionando leyes y reglas de convivencia. Juntos, combinan brutalidad política e inteligencia tecnológica», razonaba nuestra Ana Palacio en su iluminador Equipaje de Mano del 10 de enero.
En las semanas previas a su investidura, el nuevo presidente ha adelantado ya la abdicación de Estados Unidos de su responsabilidad como garante de la seguridad de las democracias y de las reglas del Estado de Derecho contra las potencias autoritarias amenazantes, y su sustitución por una concepción transaccional de las relaciones entre naciones conforme a la ley del más fuerte -might makes right, es decir, el poderoso decide lo que es correcto-, alejándose del sistema liberal de valores y concentrándose en acumular riqueza y ventajas estratégicas mediante un uso oportunista de su fuerza disuasoria.
Este desconcertante revisionismo estadounidense ha incluido maniobras desestabilizadoras en tradicionales aliados como Reino Unido o Alemania y la expresión de una vocación expansiva de tintes imperialistas, con invectivas sobre México y Canadá o pujando por el control del Canal de Panamá o de Groenlandia -que pertenece a Dinamarca y se encuentra, en teoría, bajo el paraguas de seguridad de la UE-. Trump sugiere de este modo una visión del mundo configurado en esferas de influencia, que junto a su aparente desprecio por sus aliados democráticos y su determinación para evitar las guerras concedería a China y a Rusia las mejores expectativas sobre sus propias aspiraciones en Taiwan y en Ucrania. La sombra de Putin y la creciente indiferencia de Trump por la OTAN colocan a Europa frente a una alarmante crisis de seguridad a la que necesita responder urgentemente aumentando su gasto en defensa y acelerando su integración política y estratégica.
Como escribe hoy Pablo Pardo en EL MUNDO, «los europeos llevan un año hipnotizados ante la llegada de la segunda parte del trumpismo, igual que un ciervo que ve los faros de un coche acercarse en la noche y se queda inmóvil mirándolos. Este lunes empieza el atropello». No tiene por qué ser así, pero harán falta liderazgo, cohesión y confianza en la fortaleza que representan nuestros propios valores.