AQUI HAY ALGO que no termina de encajar. El debate parlamentario sobre una cuestión de confianza, planteado por Carles Puigdemont y aceptado finalmente por Pedro Sánchez, ha adquirido una trascendencia que no termina de justificarse; no, al menos, si nos centramos en lo que se supone que se esta planteando. Al fin y al cabo, y como el Gobierno ha recordado hasta la saciedad, la convocatoria de una cuestión de confianza es prerrogativa del presidente, no de las Cortes. Lo máximo que puede hacer el Congreso es instar a Sánchez a que sea él quien plantee la moción. Y, si esto ocurriera, el líder del PSOE podría hacerle el mismo caso que el que ha prestado a las reprobaciones parlamentarias de sus ministros: ninguno. En cualquier caso, Junts baraja retirar la cuestión de confianza que iba a debatirse mañana en el Congreso, tras habérselo pedido el mediador internacional de sus reuniones con el PSOE en Suiza, lo que no hace sino confirmar lo extraño de todo este asunto.
También parece claro que, si el Congreso instara a Sánchez a someterse a una cuestión de confianza y este se negara a hacerlo, Puigdemont no respondería apoyando una moción de censura. Una cosa es que el líder independentista esté descontento con Sánchez, y otra muy distinta que vaya a desalojarlo del poder. ¿Por qué iba a descabalgar al presidente que le ha concedido la amnistía, y cuyos peones se siguen moviendo para conseguir que esta termine de ser efectiva? ¿Por qué situarse en una foto incómoda con el PP y con Vox que pudiera dar argumentos a su alicaído competidor independentista -ERC-? ¿Por qué acelerar un cambio de Gobierno que de todas formas se puede producir en 2027, cuando aún quedan dos años en los que podría seguir logrando cesiones? El escaso recorrido de la iniciativa no parece tanto una amenaza a la continuidad de los socialistas en el poder como una muestra de que Puigdemont se va quedando sin recursos para presionar a Sánchez.
Siendo todo esto así, no se entiende que el Gobierno se resistiera tanto a permitir que la Mesa del Congreso admitiese la propuesta sobre la cuestión de confianza. Ha sido necesaria una sonada derrota parlamentaria en la tramitación del decreto ómnibus, y una de esas rectificaciones que no por ser marca de la casa resultan menos embarazosas, para que finalmente se avenga a ello. ¿Por qué? Uno incluso pensaría que alguien como Sánchez, que tanto ha cultivado una imagen de dirigente audaz y proclive a los golpes de efecto, intentaría aprovechar la oportunidad que le brinda Puigdemont. Si está claro que Junts, ERC, Bildu, BNG, Podemos et al. siempre van a preferir al presidente antes que a Feijóo, los socialistas podrían ver la cuestión de confianza como una manera de poner firmes a sus socios. La inevitabilidad de que terminaran votando a favor de que Sánchez continuara sería una forma de desnudar el artificio de sus críticas y sus amenazas, de confirmar que la coalición de intereses que lleva siete años sosteniéndole en el poder sigue intacta, y de que así permanecerá durante lo que queda de legislatura. Hay un escenario, en fin, en el que la cuestión de confianza incluso le viene bien al Gobierno. ¿Qué teme, entonces?
Podemos aventurar que la cuestión de confianza mostraría ante la opinión pública cuestiones que el Gobierno prefiere que no se sepan, o al menos que no se muestren. La primera es la dependencia total de Puigdemont. Un aliado que sigue resultando incómodo, no tanto porque hayan fracasado los esfuerzos del oficialismo por normalizarlo ante sus votantes -el PSOE ha acusado el desgaste de la amnistía, pero no se ha hundido-, sino por la magnitud de sus exigencias y la dureza con que las plantea. La triste realidad de nuestro país ya no es que el Gobierno pacte con un prófugo, y ni siquiera lo es que conceda impunidad a dicho prófugo a cambio de que le apoye en el Congreso; el problema ya es que ese Gobierno no encuentra la manera de humillarse lo suficiente como para complacer al prófugo. La cuestión de confianza recordaría que Puigdemont no quiere que caiga Sánchez; pero también recordaría que sin Puigdemont no hay Sánchez. Una baza que reforzaría al líder de Junts en su interminable negociación con los socialistas.
Todo esto no deja, sin embargo, de formar parte del tira y afloja que ha caracterizado la relación de Sánchez con sus socios desde que llegó al poder. Jugadas que pueden calentar la imaginación de asesores y cronistas, pero que no afectan a las ecuaciones principales de poder en España. Más sustancial resulta el segundo asunto que expondría la cuestión de confianza: la falta de apoyo real a este Gobierno. Esta ha sido una de las dinámicas centrales de la legislatura, toda vez que la medida que permitió ponerla en marcha -la amnistía a Puigdemont- fue rotundamente impopular. A lo largo de la segunda mitad de 2023 y la primera de 2024, una encuesta tras otra mostró que una clara mayoría de españoles estaba en contra del trueque de impunidad a cambio de investidura. Los sondeos posteriores han seguido demostrando que la coalición gubernamental pierde apoyo mientras la oposición aumenta el suyo: a principios de este mes, una encuesta publicada en este diario daba a la suma del PP y Vox una holgada mayoría absoluta de 190 diputados, mientras que el PSOE y Sumar estarían en 127. El Gobierno tiene el apoyo del Congreso, pero no se puede decir que tenga el de la opinión pública. Si se muestra que también puede perder el apoyo de las Cortes, ¿qué le queda?
Esta debilidad remite a uno de los aspectos más llamativos del sanchismo: su particular manera de gestionar su limitado apoyo social. Sánchez sigue siendo el presidente que formó su primer Gobierno cuando solo contaba con 85 escaños, el que nunca ha rebasado los 123 en las cinco elecciones generales a las que se ha presentado, y el que actualmente se mantiene en el poder pese a haber quedado segundo en los últimos comicios. Una debilidad que ha ido salvando gracias a su disposición a formar coaliciones de gobierno y a buscar el apoyo de formaciones tan minoritarias como radicales. Pero esto no quita que la debilidad resulte muy problemática, sobre todo cuando los apoyos parlamentarios se consiguen a cambio de transformaciones profundas del sistema, para las que no se puede decir que exista ningún tipo de consenso: véase la entrega de las competencias de inmigración y de una financiación privilegiada a la comunidad autónoma catalana.
Parece evidente, además, que el presidente y su partido han buscado tapar esa debilidad, sobre todo después de las últimas elecciones generales. Ahí está su negativa a cumplir con la tradición y felicitar a los populares por haber sido los más votados en aquellos comicios, o el confiado "somos más" de la noche electoral, que el presidente proclamó cuando no estaba nada claro que pudiera convencer a Junts para que le apoyase en una nueva investidura. Y ahí están, en líneas más generales, la suficiencia y la voluntad de controlar las instituciones que han caracterizado el estilo de gobierno sanchista, y que parecen más propias de alguien que ha alcanzado una mayoría absoluta que de alguien que lleva siete años teniendo serias dificultades para sacar adelante sus investiduras, sus presupuestos, sus leyes, sus decretos... Visto desde esta perspectiva, el temor a la cuestión de confianza no parece la respuesta de un líder a una iniciativa que le puede resultar adversa, sino la reacción del rey que se sabe desnudo ante la posibilidad de tener que salir de palacio.
Sin embargo, una cosa es que se vea que el rey está en cueros y otra muy distinta es echarlo del trono. Y esto nos lleva al papel que ha jugado la oposición en esta historia. La posibilidad de que Sánchez se sometiera a una cuestión de confianza -o de que negarse a ello llevara a Puigdemont a apoyar una moción de censura- pareció reabrir las especulaciones sobre una llegada del PP al poder antes de las próximas elecciones. Especulaciones que solo dañan a los populares, ya que, al depender en cualquier caso del voto de Junts, legitiman el planteamiento socialista de que se pueden alcanzar acuerdos con el prófugo. La baza se entrega, encima, a cambio de nada, puesto que la terca realidad sigue siendo que los independentistas siempre preferirán a Sánchez antes que a Feijóo. Que la oposición abandone el sueño de una moción inverosímil y se centre en derrotar definitivamente al sanchismo en las próximas generales: eso sí que es cuestión de confianza.
David Jiménez Torres es profesor en el Departamento de Historia, Teorías y Geografía Políticas de la Universidad Complutense de Madrid