OPINIÓN
Tribuna

'Caso Alves': presumir la inocencia y probar la culpabilidad

Estimamos peor el riesgo de error en contra de quien ha sido acusado, y por ende condenado (el «falso positivo» o «falso culpable»), que el riesgo de errar contra la presunta víctima absolviendo al presunto culpable (el «falso negativo»)

'Caso Alves': presumir la inocencia y probar la culpabilidad
LUIS PAREJO
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Actualizado

Les confieso una convicción íntima: sospecho que Dani Alves sí cometió una agresión sexual en ese cuarto de baño del reservado de la discoteca Sutton. Pero, ¿acaso han de importar las convicciones íntimas, las sospechas, los «me da a mí en la nariz que...», los «yo sí te creo, hermana», sean los míos o los de una ministra o vicepresidenta del Gobierno?

Ni siquiera las convicciones de los jueces habrían de ser relevantes si es que por «íntima convicción» hemos de entender los estados mentales que la inmediación de la prueba practicada ha suscitado en el juzgador, pues esas «puras reacciones» no deben fungir como razones justificativas de la concurrencia de hechos que son declarados probados. El dique de contención frente a la arbitrariedad del juez penal radica precisamente en la exigencia, no de que exponga sus «motivos», sino de que «motive» el conjunto de hechos que tiene por probados, que servirán de base para la aplicación de las consecuencias anudadas a la norma jurídica pertinente. Es decir, el dique de contención es que el juez penal exprese las razones que permiten inferir la existencia de tales hechos. La «libre valoración de la prueba», tantas veces invocada como garantía de la independencia del juzgador, no puede implicar una valoración libérrima -tornar el enjuiciamiento sobre los hechos en un arcano-, sino que debe suponer la expresión de que hemos desterrado el viejo e inquisitivo método de la «prueba tasada» (mediante el que, también sin mayor razón, se otorga un peso específico a cada pieza probatoria).

Todos aquellos que hoy, con mejor o peor fortuna retórica, insisten en escandalizarse por la absolución de Dani Alves deberían llevar a cabo el siguiente ejercicio reflexivo: ¿cuáles serían las circunstancias o condiciones bajo las cuales entenderían aceptable dicha absolución? Si su respuesta es «ninguna» (toda vez que la víctima -vgr. la denunciante- ha afirmado haber sido agredida sexualmente y con eso basta), la siguiente pregunta que les invito a que consideren es si ese criterio es extensivo a cualesquiera otros delitos o no y por qué.

A principios de este siglo, A.L.M. fue agredido en una discoteca de Sevilla por, presuntamente, uno de los porteros. Tanto A.L.M. como una testigo identificaron al presunto agresor al mostrárseles una fotografía. Y, aunque este fue condenado en primera instancia, resultó finalmente absuelto porque no había quedado suficientemente acreditada su participación en el tumulto. Inconforme, A.L.M. recurrió en amparo ante el Tribunal Constitucional, pues consideraba que, con esa absolución, se había vulnerado su derecho a la tutela judicial efectiva contemplado en el artículo 24 de la Constitución: a su juicio, el tribunal, a partir de la prueba practicada, debió haber inferido que el presunto agresor era culpable. En una sentencia que desestima ese amparo firmada por la entonces presidenta del TC, María Emilia Casas, y dictada por unanimidad (¡qué tiempos!), se recuerda que, por exigencias constitucionales, concretamente por el juego de la presunción de inocencia, el debate procesal entre acusación y acusado no cuenta con garantías simétricas. Y ello por «la especial necesidad de proteger a la persona frente a una reacción estatal sancionadora injustificada» (STC 141/2006).

Como «principio fundamental de civilidad» ha descrito Luigi Ferrajoli la presunción de inocencia, consagrada también en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (artículo 6.2.), así como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 11). En el primer caso, se establece que «toda persona acusada de una infracción se presume inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente declarada»; y, en el segundo, que «toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley».

Bajo el manto de este principio se agrupan, sin embargo, especificaciones diversas: una regla de distribución de la carga de la prueba que implica que corresponde probar a quien acusa, y un estándar que esa parte debe satisfacer para que se pueda condenar. Pero repare el lector en que, tanto en el Convenio Europeo como en la Declaración Universal de Derechos Humanos, hay una remisión a la ley; es decir, cabría -y de hecho cabe- encontrar excepciones que comportan que sea a la parte acusada a quien corresponde probar.

En el ámbito no estrictamente punitivo así ocurre ya en la práctica: la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social impone al empleador cuyo despido se considera hecho en vulneración de los derechos fundamentales (discriminatorio por razones basadas en el sexo, la raza, etc.) la carga de probar que no fue así. Pero también al respecto de ciertas infracciones específicas: el delito de enriquecimiento ilícito por parte del funcionario (en algunos países latinoamericanos) y el contrabando o el derecho sancionador en materia tributaria. A propósito de estos dos últimos ámbitos, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sostenido que la legislación francesa y la sueca no atentan contra la presunción de inocencia cuando imponen al presunto contrabandista o defraudador la carga de demostrar su inocencia. El derecho a la presunción de inocencia no tiene carácter absoluto, se señala, y lo que se exige a los Estados es que «ponderen la importancia de lo que está en juego y los derechos de defensa... [y que] los medios empleados sean razonablemente proporcionados con el fin perseguido» (Västberga Taxi Aktiebolag y Vulic contra Suecia, 2003).

E igualmente es posible satisfacer el derecho a la presunción de inocencia y establecer un estándar probatorio que no sea el de una regla que permite al juzgador imponer la condena sólo si estima que el acusado es culpable «más allá de toda duda razonable». Hay contextos -por ejemplo, a la hora de condenar civilmente por los daños ocasionados- en los que ese estándar es menos exigente (basta con la «mayor probabilidad» de X frente a no-X): O. J. Simpson fue declarado penalmente no culpable del asesinato de Nicole Brown y Ron Goldman, y civilmente responsable de indemnizar a sus familias por esos hechos.

¿Por qué mantenemos la presunción de inocencia, que implica la asimetría en los costes probatorios en favor del acusado, amén de una regla que obliga a absolver si hay duda razonable y una robusta exigencia de racionalidad en la inferencia probatoria? No por razones «epistémicas», es decir, porque sea más «probable» la inocencia -muchas veces se podrá predicar exactamente lo contrario-, sino por consideraciones estrictamente valorativas: porque estimamos como mucho peor el riesgo de error en contra de quien ha sido acusado, y por ende condenado (el «falso positivo» o «falso culpable»), que el riesgo de errar contra la presunta víctima absolviendo al presunto culpable (el «falso negativo»).

Concedamos que, en el ámbito de las agresiones sexuales, la prueba de los hechos es muy costosa; esencialmente, la ausencia de consentimiento genuino. ¿Deberíamos modificar esa preferencia valorativa en favor del reo -el posible «falso inocente»- con su correspondiente plasmación jurídica e institucional? Quienes arguyen que sí -y frecuentemente de manera torpe cuando invocan la ley del sólo sí es sí y la correspondiente reforma del Código Penal, como si esa norma fuera «procesal» y no «material»- harían bien en sostenerlo y defenderlo abiertamente. Es lo honesto intelectual y cívicamente.

Pero deberíamos exigir entonces que se repare en las consecuencias de tal reversión. Que se tome en consideración, habida cuenta de las severas penas previstas; lo que los hombres heterosexuales (los padres, hermanos, amigos de quienes abogan por tal «avance») se jugarán a partir de ese momento cuando quieran mantener relaciones sexuales con mujeres; en cuánto se erosionarán las interacciones entre hombres y mujeres.

Pero eso sí: es a ese sector del feminismo a quien corresponde la inmensa carga de probar que tal inversión regresiva «vale la pena». Yo, de momento, no he visto las pruebas.

Pablo de Lora es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid y es autor de Recordar es político (y jurídico): Una desmemoria democrática (Alianza, 2024)