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Bajad las armas

Por quién dobla la campana de Huesca

En el mismo año de 1879 en que José Casado del Alisal empezó a pintar su obra maestra en una academia romana, Pablo Iglesias fundaba en una taberna madrileña cierto partido político

La campana de Huesca', obra maestra del pintor José Casado del Alisa.
La campana de Huesca', obra maestra del pintor José Casado del Alisa.MUSEO DEL PRADO
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El pintor está en su estudio frente a un enorme lienzo en blanco cuando llaman a la puerta. Lo que va a pasar a continuación le provocará náuseas, pero es culpa suya. Ha venido a Roma a rendir un último tributo al historicismo antes de que lo derroten los impresionistas. Por eso quiere extremar el realismo de la obra. Por eso ha enviado a un recadero a recorrer las morgues romanas con orden de acopiar modelos del natural. Así que el solícito recadero penetra en la estancia cargando un gran saco apestoso. Cuando lo voltea sobre el suelo del estudio, tres cabezas humanas ruedan hasta los pies de José Casado del Alisal. El hombre que pintó La campana de Huesca.

La leyenda de la matanza oscense había sido recreada literariamente por Antonio Cánovas del Castillo, estadista a tiempo completo y novelista ocasional. El artífice de la primera modernización política española era buen amigo de Casado, que decidió llevar la novela de Cánovas al lienzo con toda la teatralidad que exigía el romanticismo tardío. Y debemos reconocer que el éxito de Juego de Tronos conecta la sensibilidad de las primeras décadas del siglo XXI con la de las últimas décadas del siglo XIX. Ambos públicos riman: la crueldad está de moda.

Pero ¿qué ocurrió en aquella cámara del palacio de los reyes de Aragón, hoy Museo Provincial de Huesca, en el año del Señor de 1136? Lo que sucedió realmente no podemos saberlo, a no ser que nos fiemos de los cronistas medievales. Pero tampoco importa, porque la verdad metafórica del arte goza de su propia autonomía. Pongamos que el rey de Aragón ha muerto sin descendencia y que le sucede su hermano Ramiro, hasta entonces obispo de Barbastro. Pongamos que a los nobles aragoneses, con el conde de Barcelona al frente, aquella sucesión les desagrada. Y que han empezado a moverle la regia silla. Ramiro II no sabe qué hacer y evacúa consultas al abad del monasterio de San Ponce a través de un mensajero: «Los nobles no aceptan mi legitimidad y conspiran contra mi reinado. Dime, maestro, qué debo hacer». El abad conduce al mensajero hasta el huerto del monasterio, saca una hoz y se pone a rebanar las coles que sobresalen. Luego despide al emisario: «Cuéntale al rey lo que has visto», sentencia el abad en ese estilo oracular que conviene a las leyendas.

Maño al fin, Ramiro II era poco amigo del lenguaje figurado: se tomó la metáfora hortícola al pie de la letra. Mandó llamar a los quince nobles más destacados del reino y les fue cortando la cabeza uno a uno a medida que trasponían la estrecha puerta de un sótano sombrío. El artista escoge el momento en el que acceden a la tétrica sala los nobles restantes para registrar su reacción, más cercana al espanto que a la cólera.

Allí lo veis, a pie de obra, exponiendo con una mano los trece puntos básicos de su ponencia política y sujetando con la otra a su secretario de organización. Del badajo ha colgado el cráneo del obispo de Huesca, líder de la corriente crítica: ha de saberse que ni el respeto a la mitra que él mismo se ha calado lo detendrá. Los nobles supervivientes se apelotonan en la escalera, incapaces de dar un paso más, sintiendo que sus ambiciones se diluyen como la sangre camino del desagüe. Se habían equivocado con aquel rey arrancado de un claustro, lo creyeron incapaz de cambiar tan elocuentemente el latín por el acero. Pero quizá lo más asombroso de Ramiro II es que tampoco sucumbió a la tentación de confundir la razón de Estado con su persona. Cumplida su tarea, no esperó a la muerte para abandonar el poder: conservó el título de rey, pero se retiró al monasterio de San Pedro el Viejo, que aún guarda sus restos.

A su severa orgía de poder y sangre Casado del Alisal pudo haberle dado el título de Congreso Federal. Porque el mismo año de 1879 en que empezó a pintar su obra maestra en una academia romana, Pablo Iglesias fundaba en una taberna madrileña cierto partido político de tendencias ramirescas. Me he jurado en esta página sabatina no escribir nunca de política, pero bastará que los lectores más sedientos de actualidad apuren el alcance de la alegoría y sustituyan la Huesca de ayer por la Sevilla de hoy.

Si se fijan bien a la izquierda quizá reconozcan la cabeza escarmentada de Juan Lobato, tañendo contra las paredes de bronce del sanchismo en señal de advertencia.