La locura de Pedro Sánchez se ha convertido en un tópico. Ayuso acaba de sentenciar que ha enloquecido definitivamente, y ningún psicólogo riguroso que siguiera ayer su balance anual osaría descartarlo. Durante esa comparecencia la voz de Sánchez -desligada de su mirada vacía y emancipada de sus músculos faciales- insistió en que la UCO ha exculpado al fiscal general, cuando todos comprendemos que un presunto delincuente al que pillan borrando pruebas lo tiene bastante más crudo que antes de borrarlas.
No vamos a descubrir con Sánchez que la historia del poder, incluso la del carisma, está contenida en los manuales de psiquiatría. Kennedy fue un psicópata diagnosticado, y su nación no guarda mal recuerdo de él. La posibilidad de estar siendo gobernados por un psicópata no supondría un drama para España, porque en ocasiones solo una conciencia gélidamente desprovista de empatía puede tomar ciertas decisiones en aras del bien común. Otra cosa es que, aparte de empatía, te falte todo lo demás.
Pero hace un par de meses un reputado psiquiatra me desmintió que el presidente del Gobierno fuera un psicópata. En su autorizada opinión, el diagnóstico correcto postulaba el trastorno de personalidad narcisista. Me describió los síntomas, los cotejó con algunas noticias de actualidad, me adujo algunas pruebas circunstanciales y desde entonces me acojo humildemente al magisterio de la ciencia: técnicamente nos ¿gobierna? un narcisista delirante.
Ahora bien, pocos analistas reparan en el hecho evidente de que los efectos más tóxicos del delirio narcisista no los sufrimos los ciudadanos comunes sino las personas que rodean al paciente. Me refiero a su círculo más estrecho de colaboradores, que lo padecen a diario. Aquellos que empiezan a necesitar que les acolchen las paredes internas del búnker de Moncloa. En la decisión de salir del Gobierno de Calviño, Escrivá o Ribera concurrió la ambición, sí; pero sospecho que también influyó la perspectiva de perder de vista a Pedro para siempre. En el cólico biliar de Bolaños del año pasado atisbo parecida etiología. Y en la dimisión de Antolín, a los 20 días de ser nombrado secretario de Estado de Comunicación, adivino otro cerebro exhausto, incapaz de seguir el ritmo psicodélico del jefe, de soportar las consecuencias penales y la cotidiana familiaridad con su delirio. Nunca haremos suficiente hincapié en la importancia de la salud mental, pero la hora de la terapia solo llegará cuando el señorito caiga y su liberado servicio cuente lo que ahora está sobrellevando.