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Ciudad abierta

Rubiales y Errejón, dos hombres y un destino

Se puede prever que las decisiones judiciales, vayan en la dirección que vayan, no concitarán el mismo consenso que hubo en el juicio moral a sus protagonistas

Luis Rubiales, a su llegada a la Audiencia Nacional en Alcalá de Henares (Madrid).
Luis Rubiales, a su llegada a la Audiencia Nacional en Alcalá de Henares (Madrid).FERNANDO VILLAREFE
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Desconozco si Luis Rubiales e Íñigo Errejón han conversado alguna vez. No parecen perfiles muy afines, precisamente. Tampoco son idénticos los escándalos que han dado al traste con sus respectivas carreras. Sin embargo, sus trayectorias han terminado entrelazándose, al menos en el debate público. Ambos están acusados de agresión sexual en casos que han tenido una gran repercusión, que han salpicado a quienes los rodeaban, y en los que el comportamiento del juez durante los interrogatorios ha adquirido una inesperada trascendencia. También es posible que, en ambos asuntos, haya bastante distancia entre lo que la ciudadanía piensa del acusado y lo que piensa acerca de si cometió un delito.

En un principio, el grueso de la opinión pública se puso en contra de los dos. Ayudaba que ambos fueran personajes controvertidos, sobre los que muchos ya se habían formado una opinión. Fue habitual que los comentarios sobre el beso del ex presidente de la RFEF a Jenni Hermoso, por ejemplo, recordaran también las polémicas que venían salpicando su etapa al frente de aquel organismo. Los comentarios sobre Errejón, por su parte, señalaron el hipócrita contraste entre lo que llevaba años defendiendo y su comportamiento personal o su estrategia de defensa: ahora resulta que la presunción de inocencia importa y que las denuncias falsas existen. Parecía haber cierto consenso, además, en que ambos personajes debían dimitir de sus respectivos cargos.

El consenso se resiente, sin embargo, cuando se plantea la vertiente legal de estos casos. No es difícil encontrar entonces a quienes recuerdan que una cosa es ser un tipo lamentable y otra haber cometido un delito. Se mezclan aquí opiniones sobre los propios casos con consideraciones sobre la legislación que regula estos asuntos; y también se juntan impulsos tóxicos -como juzgar el comportamiento de la denunciante según lo que se considera que debe hacer una «buena víctima»- con el necesario escrutinio de las pruebas y del relato de los hechos de ambas partes. Así, se puede prever que las decisiones judiciales, vayan en la dirección que vayan, no concitarán el mismo consenso que hubo en el juicio moral a sus protagonistas. Y se intuye que el destino de estos casos es convertirse en nuevos episodios de nuestra interminable guerra cultural.