COLUMNISTAS
El jornal

El pus revienta

Como la identidad y como la lengua, xenofobia solo puede haber una, se proyecte contra los españoles o contra los magrebíes

El pus revienta
Sequeiros
PREMIUM
Actualizado

(Continuidad) El diputado Rufián dijo el jueves en la radio de La Vanguardia: «Aliança Catalana es una victoria del españolismo. Sílvia Orriols es una victoria del CNI. Por primera vez en mucho tiempo, o incluso por primera vez en la historia, el independentismo, o el catalanismo, incluso, está ligado a la xenofobia». No tiene importancia que Rufián desconozca la historia del catalanismo. Ni siquiera que desconozca el día de hoy: el Proceso, una operación xenófoba básica, lo impulsó antes que cualquier otra deriva el sentimiento primario de muchos catalanes de no querer convivir con el resto de españoles, incluidos muchos otros catalanes. La atribución al españolismo y al Cni de la irrupción de Orriols es un argumento ridículamente desesperado, con su festón cómico, para contrarrestar la evidencia: y es que Orriols supone la evolución natural del catalanismo. El problema político, económico y moral del nacionalismo es su obstinación en una comunidad imaginaria que una y otra vez acaba topándose con la comunidad real. Esa es su principal continuidad histórica. Quién sabe si algún día las comunidades cuadrarán; pero desde hace 300 años no ha sido el caso. La comunidad imaginaria no solo la describen expresiones barriobajeras de la política catalana, sino que está enquistada en su corriente principal. El caso del actual presidente de la Generalidad, por cimero ejemplo. Cuando Salvador Illa le dice a Orriols: «Cataluña no es racista, usted sí», se adhiere a esa comunidad imaginaria. Y, lo más formidable, está diciendo lo que Orriols dice: que no todos los ciudadanos catalanes pueden formar parte de Cataluña.

La noche del jueves comentábamos las derivaciones de estas rufianescas con Inés Arrimadas y Guillermo Díaz, cuando la que consiguió hacer de Ciudadanos el partido más votado en Cataluña anunció que iba a leer una carta. Una larga carta. La firmaba Núria de Gispert, que fue presidenta del Parlamento de Cataluña y una crepuscular sediciosa. La había escrito a finales de agosto del año pasado y estaba dirigida a Inés. De Gispert, que preside una asociación de antiguos diputados, decía que llevaba años pensando en escribirle, pero que no llegaba el momento que al fin llegó, y que era el de la desaparición de Ciudadanos. Por eso le escribía después de que el partido no obtuviera representación en las elecciones europeas. Era una carta de odio exaltado y feliz, y la crepuscular sediciosa se mostraba en toda su dimensión xenófoba. Si en su momento le había dicho a Inés que se marchara de Cataluña, ahora celebraba su instalación definitiva en Jerez. Sin pudor alguno, el texto incluía las más irrisorias mentiras sobre Ciudadanos, entre ellas que su propósito fuera acabar con la lengua catalana. Sobre todas sus frases se podía aplicar la técnica de la compresión extrema. Hasta que reventara el pus.

Del odio nacionalista no todo está escrito y Arrimadas debería dar cuenta de él en un libro que narrase su experiencia política y civil en Cataluña. No hubo tiros en la nuca ni en la pierna, y siempre es lo primero que debe decirse. Pero el asesinato deslumbra y es, justamente, su ausencia la que permite apreciar la incuantificable sordidez y la mala fe del nacionalismo. La carta de la expresidenta probaba, además, por qué Ciudadanos había concitado la máxima expresión del odio en Cataluña. He escrito que hace años mi amigo el filósofo Enrique Lynch me dijo algo sobre el antisemitismo que me costó comprender: «El caso de los judíos no es el de los negros. Muchos judíos no se distinguían de los alemanes convencionales. Y eso solo exacerbaba la caza». En la histeria nacionalista contra Ciudadanos siempre fue perceptible la irritación que les causaba la dificultad de distinguir. La amenaza de Ciudadanos era la facilidad de infiltrarse en la comunidad imaginaria, potencialmente mucho más subversiva que cualquier otra, como la propia victoria de Arrimadas demostró. De ahí la agresividad civil que siempre sufrieron: las diferencias no eran visibles y generaban la necesidad de marcadores más rígidos, que distinguieran entre los catalanes auténticos y los desviados. Y cuanto menos distinguibles, más agresividad. Los nacionalistas más beligerantes contra Ciudadanos fueron siempre los miembros del Psc. Por la peligrosa cuenta que les traía.

La evolución de la xenofobia catalanista puede describirse usando el mismo razonamiento. La vigilancia y el sometimiento cultural de la emigración durante el franquismo se basaban en que catalanes y andaluces eran españoles. Y los andaluces que llegaban a Cataluña quizá no tuvieran qué llevarse a la boca, pero sí tenían una lengua y un Estado. La emigración latinoamericana, muy posterior, ya no tenía detrás al Estado, pero conservaba la lengua opresora. El peligro disminuyó con el siguiente grupo migratorio, que fue el de los africanos: ni Estado ni lengua amenazadora. Durante años los nacionalistas no levantaron ni voz ni voto contra ellos: todo lo contrario. Llegaron a usar sus lenguas como elemento de propaganda para relativizar el bilingüismo catalán: «Bueno, bueno, aquí se hablan muchas lenguas...», se atrevían. Pero la aparición de Vox cambió radicalmente la situación. De pronto la xenofobia dejó de ser monopolio del nacionalismo catalán. Y los nuevos xenófobos se convirtieron en adversarios temibles, favorecidos, además, en estos últimos meses por la dislocación del equilibrio internacional que ha traído la victoria del xenófobo Trump y la pujanza del vicio en Europa.

Así, la emergencia de Sílvia Orriols, que ya había amagado en aquel prematuro Josep Anglada de Vic, fue la respuesta lógica que el catalanismo hubo de dar a la nueva situación creada. Conforme a su naturaleza, el catalanismo ha tenido siempre la obsesión de una única comunidad nacional. Y, por tanto, Aliança Catalana debe ser descrita como uno más de los intentos unificadores del nacionalismo: la xenofobia españolista -una forma actualizada de lerrouxismo, que actúa como aquel sobre las clases populares- no debe tener lugar en Cataluña. Como la identidad y como la lengua, xenofobia solo puede haber una, se proyecte contra los españoles o contra los magrebíes. El planteamiento tiene oportunidad política y también rigor técnico. Y entre sus virtudes destaca la capacidad de enfrentar a Vox con su contradicción esencial, que es la del nacionalismo que se enfrenta al nacionalismo: cofrade xenófobo, eres tú, mejor que nadie, el que puede comprender hasta qué punto es legítimo nuestro propósito unificador.

La creciente influencia de Aliança Catalana, inseparable de un carismático liderazgo, ha alarmado a Junts, que hace días impidió que una moción de censura provocara un cambio en la alcaldía de Ripoll. Puigdemont temía, y probablemente con razón, que la maniobra acabara fortaleciendo a Orriols. Su estrategia no solo busca disputarle a Aliança su papel de fuerza unificadora de la xenofobia, sino también aprovechar la azarosa y seguramente efímera fuerza parlamentaria de Junts para obtener decisivas competencias en la gestión migratoria. Es pintoresco que la negociación de nuevas competencias para la Generalidad no la protagonice el partido que la gobierna, sino la principal fuerza de la oposición. Y aún más: que el partido que gobierna sea el que ejerza el papel de ofrecer resistencia a la cesión. Y, en el paroxismo del más, que el partido que gobierna sea, como va a ser, el perdedor de la negociación. El descalabro del sentido común, que en tiempos equivalía al sentido del Estado, permitirá que Puigdemont se presente ante la opinión pública catalana como el político que gestiona de manera eficaz el problema migratorio. La xenofobia más útil no es lidiar con el extranjero ya instalado -la deportación siempre es una rudeza-, sino con el que quisiera instalarse; y es a lo que Puigdemont se dedica, tratando de controlar la aduana, él, precisamente, prófugo de todo, salvo de la amenazadora realidad que representa la fanática de Ripoll, aquella que le espetó indirectamente al muy pueril Salvador Illa: «Cataluña es racista y usted también».

(Ganado el 22 de febrero, a las 12:42, estupefacto con Niall Ferguson y algunos férgusons ibéricos, que después de haber alentado durante tantos años a Donald Trump descubren ahora a Donald Trump, lo señalan y se alejan de él como de la peste, mientras van inflando grititos bubónicos, ¡oh cielos, este hombre miente!, y es que debe de tratarse de que las mentiras trumpianas del ayer coincidían entonces con las mentiras propias, tan generosamente evacuadas)