Han coincidido en el tiempo estos dos hechos. Son de magnitud diferente, desde luego, pero obedecen a un mismo principio: el culto al dinero.
Como es sabido, Elon Musk ha divulgado un vídeo hecho por inteligencia artificial que muestra una hipotética reconstrucción de la franja de Gaza tras la guerra devastadora que la ha reducido a escombros y provocado decenas de miles de muertos, muchos de ellos enterrados aún bajo esas montañas colosales e informes de hormigón reventado, vigas y hierros retorcidos.
Lo de menos es la idea que él y Trump tienen de lo que ha de ser una ciudad. De hecho, si le dieran a uno a escoger entre esas primeras-líneas-de-playa imaginadas por ellos y las ruinas sobre las que quieren construirlas, me quedaría con las ruinas. Al menos sabemos que no hay una sola ruina que no encierre una verdad profunda, y eso que tratan de exportar como un paraíso saudí se parece más al infierno que otra cosa. Cualquier aduar en el desierto, bajo el limpio techo de las estrellas y con un cuenco de dátiles al lado, es más hospitalario que esas urbanizaciones horteras.
En tres ocasiones diferentes del vídeo se ve una lluvia de billetes de banco que caen del cielo. Supongo que han tratado de establecer una analogía con el maná que Yaveh iba lloviendo cada mañana sobre el pueblo elegido.
Duran esos planos apenas segundos; se dirían dirigidos a la capa subliminal de la memoria, donde la propaganda, como el óxido, hace más daño.
En la primera de las tomas los billetes caen sobre el propio Musk que está bailando solo y con los codos en alto, haciendo el gilipollas. Baila para unas parejas de jóvenes sentados frente a él en un chiringuito. También aplauden (también son gilipollas).
En la segunda son tres niños (del pueblo elegido, o sea, blancos) los que tratan de apresar los billetes que revolotean a su alrededor como mariposas. Esta es especialmente triste, como siempre que vemos explotar a la infancia. Todo lo contrario de lo que Natalia Ginzburg decía en Las pequeñas virtudes: «En relación con la educación de los hijos, pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia respecto al dinero; no la prudencia, sino el valor y el desprecio del peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación, no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber». Lo que se muestra en ese vídeo es pequeño y mezquino, y nos resultaría difícil descubrir en ninguno de los promotores de ese engendro generosidad, valor o abnegación, ebrios como están de éxito y de codicia.
Y en la tercera de las tomas, en fin, vuelve a verse a Musk. Camina muy serio y marcial, como un general al frente de sus legiones: a su espalda caen del cielo más billetes que nunca. Los que antes miraban sentados cómo bailaba, se han puesto en pie y le siguen aplaudiendo.
Se supone que esos billetes que Musk hace caer sobre sí son lo que él mismo verterá sobre esa tierra, pero teniendo en cuenta que por el tamaño y el dibujo no parecen billetes de dólares, sino recortes de papel, se diría que allí se representa el célebre timo de la estampita: quien no recoja alguno de esos billetes caídos del cielo (hay para todos), parece decírsenos, es idiota. Y para cuando se dé cuenta de que es idiota, ya será tarde.
Sobre ser una reconstrucción distópica de Gaza, es deseable que sea también inviable, si queda sobre la faz de la tierra un adarme de decencia.
Este vídeo ha coincidido en el tiempo, decía, con la lluvia de miles de millones de la quita de la deuda con que nuestra ministra de Hacienda quería regar a las comunidades autónomas. Que nadie se ofenda: hechos de magnitud diferente, pero de parecido fondo: corromper con dinero el principio de igualdad.
Dejando de lado el propósito (después de indultar a los malversadores convictos catalanes, se trata ahora de condonar su malversación, o sea, hacerla desaparecer), le ha llamado a uno la atención la reacción de esa ministra. Rabiosa por el plante de los consejeros de Hacienda de once comunidades, e incapaz de comprender que alguien defienda el principio de igualdad y desdeñe «su» dinero, y dada como es a desmadejarse, aún les despidió, como Chiquito de la Calzada, cuando se iban, gritándoles «¡cobardes!» (¡siendo tal vez el primer acto gallardo y audaz de la oposición en lo que va de legislatura!).
Una y otra escena le han recordado a uno los bautizos de mi infancia. En ellos el padrino arrojaba unos puñados de perras chicas y gordas y confites a los chiquillos presentes, que nos arrojábamos sobre ellos, procediendo a la rebatiña. En medio de la algazara, había, sin embargo, un primo nuestro que se quedaba siempre un poco al margen, de pie. No quería intervenir en aquella feroz disputa. Serio, distante, indiferente. Años después me confesó: «Si era de justicia, ¿por qué no nos lo daban sin más?; y si no, ¿para qué humillarse y quitárselo a otro?».
No sabemos en qué terminará aquello ni esto. Pero es deseable que alguien se quede al margen, de pie, con dignidad, recordando, como decía la Ginzburg, que hay cosas aún más importantes que el dinero. Alguien que recuerde a los horteras y a los corruptos y corruptores aquello memorable: «Somos pobres, sí, pero de lujo». Porque somos libres y queremos ser iguales. En la victoria y en la derrota. En el Gobierno y en la oposición.