La democracia en Hispanoamérica es un triste oxímoron que se ha prestado mejor al realismo mágico que al rigor de la historiografía. Santiago Muñoz Machado ha tenido que dedicar mil páginas a compensar ese desequilibrio. El resultado se titula efectivamente La democracia en Hispanoamérica (Taurus), un empeño colosal que sigue el modelo de Alexis de Tocqueville, a quien la parte sur del continente le importó bastante poco. Al fin y al cabo era francés. Pero un español cabal no deja de sentir como propio el cíclico fracaso del constitucionalismo liberal en aquel hemisferio consanguíneo que ya no comparte rey pero sí cultura, lengua, religión y afectos. Lo escribió Nicolás Gómez Dávila en uno de sus punzantes escolios: «La mejor crítica de la colonización española son las repúblicas suramericanas». La buena noticia es que la metrópoli se está esforzando tanto por converger políticamente con sus antiguas colonias que quizá pronto todos los hispanos volvamos a agruparnos bajo el signo unánime del caciquismo.
Dedicar una mañana a seguir un pleno del Congreso y acudir esa tarde al salón de actos de la Real Academia procura un violento contraste. Es como salir de un reñidero clandestino de perros drogados y recalar en un salón de filósofos dieciochescos. De la rave psicodélica al cuarteto de cuerda. Muñoz Machado, director de la RAE, se sentó bajo la vidriera que alegoriza la Elocuencia. Y Sergio Ramírez, premio Cervantes de 2017, se ubicó bajo el patrocinio de la Poesía. Entre ambos impartieron una lección de anatomía sobre las venas abiertas de la democracia hispanoamericana.
La biografía de Ramírez ha cubierto todas las etapas de la experiencia democrática: nacimiento, desarrollo y muerte. O sea, revolución, gobierno y exilio. Contribuyó a instaurar la democracia en Nicaragua cuando la revolución sandinista derrocó a Somoza. Fue luego vicepresidente de Daniel Ortega hasta que el partido perdió las elecciones y él se entregó a la literatura. Por último se permitió discrepar de la deriva despótica de Ortega hasta que Ortega, como buen déspota, dejó de permitírselo. Sergio Ramírez es un Vargas Llosa que además gobernó.
-La democracia es la garantía de la alternancia en el poder -zanja don Santiago.
Su libro quiere responder la gran pregunta: no solo cuándo se jodió el Perú sino también el resto de naciones hispanoamericanas. Y parece que la cosa se jodió desde el principio. Las colonias emancipadas no se preocuparon de fundar un Estado moderno, con una soberanía clara, un poder separado y un territorio definido. Expulsados los españoles, los héroes militares de las guerras de independencia redirigieron su belicosidad contra rivales internos en la pugna por acaparar el poder y la tierra, replicando aquel vicio extractivo contra el que se habían levantado. Si el valor clave en democracia es la igualdad (la igual libertad), a las élites criollas jamás les interesó extender ese derecho a los indios. Faltaron a su deber histórico como revolucionarios: crear ciudadanos. Se condujeron como colonialistas de su propia patria. Y al pueblo que tuvo virreyes le tocó sufrir caudillos. Hasta hoy.
-Donde las instituciones son débiles prospera el caudillismo -insiste el autor.
De ahí el éxito del género cuya paternidad se disputan Valle-Inclán y Miguel Ángel Asturias: la novela de dictador. «Bolívar era cualquier cosa menos un demócrata. No creía en las elecciones sino en una especie de autocracia designada. Y San Martín era monárquico: deseaba ser entronizado él mismo», advierte Ramírez. México tuvo dos emperadores: Iturbide y Maximiliano. La idea monárquica, siempre presente, se repite como farsa tétrica en el patriarca de García Márquez y en el chivo de Vargas. «Los escritores hispanoamericanos no tienen imaginación: solo reflejan la realidad. Incluso la rebajan para que no sea tan increíble», reconoce nuestro novelista.
Muñoz Machado es un nostálgico de los meses gloriosos de Cádiz, donde se elaboró una Constitución que aspiraba a gobernar en igualdad a los españoles de ambos hemisferios. Aquel ideal sería pronto traicionado, pero quedan las placas sobre los muros del oratorio de San Felipe. No recuerdan quiénes fuimos, pero sí lo que quisimos ser.