Una de las particularidades que distinguen al crimen organizado -el que toca pelo, pasta y poder- del choriceo de poca monta es la exhibición pública de su impunidad. Dos genios como Coppola y Puzo explicaron cómo funciona en una escena icónica de la historia del cine: Corleone recibiendo en su mansión de Staten Island a una serie de invitados a la boda de su hija que le piden todo tipo de favores.
Tanto los que suplican en la intimidad al «padrino» como los que en el jardín disfrutan de la fiesta -entre los que hay políticos, cantantes, banqueros, jueces, empresarios...- saben quién es don Vito y el rastro de cadáveres que dejó por el camino. Pero todos actúan como si fuera una persona la mar de respetable. Ninguno ignora que el anfitrión es un mafioso, pero todos se comportan con absoluta normalidad porque, de una forma u otra, se benefician de ello. Son sus cómplices.
Cuanto más poderoso es el clan delictivo, mayor es la apariencia de normalidad que le rodea y la impunidad que disfruta. Siempre y cuando el dinero y las prebendas sigan circulando, y el miedo a las represalias permanezca intacto. Un patrón de comportamiento que aparece en la investigación sobre las correrías del núcleo duro del sanchismo: Ábalos, Koldo (solo falta Santos Cerdán, por ahora) y el «conseguidor» Aldama, y que va dejando saber que en los ministerios y las empresas públicas casi todos conocían sus actividades, cuando no participaban directamente en ellas: la presidenta de Adif colocaba a la sobrina macizorra del ministro, mientras el presidente de Renfe acomodaba a «Miss Asturias» con una rapidez y puntualidad que ya quisieran el servicio de Cercanías y el AVE.
Durante años, Koldo departió con ministros, secretarios de Estado y altos funcionarios; les dio consejos y les hizo proposiciones indecentes, pero ninguno de ellos se plantó y denunció. Al contrario: con la naturalidad de los amigos de don Corleone, medio Gobierno normalizó colocar a queridas en empresas públicas o comprar mascarillas de dudosa calidad por el doble de su precio real.
Probablemente sin que esos colaboradores necesarios recibieran nada a cambio, pero sí fueron leales al verdadero núcleo corruptor: el partido. La organización que construye carreras profesionales -una temporada como diputado autonómico, otra como diputado nacional o ministro, luego senador, eurodiputado, consejero de RTVE, tertuliano... y un largo etcétera y posibilidades- y la que garantiza un acomodado modo de vida siempre y cuando se respete la omertà.