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Ábalos Meco

Ábalos Meco
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(Aquel discurso) Mientras se acumulan los indicios —algunos ya irrevocables, como el email en el que urge que una empresa pública contrate a una de sus chicas—, observo al exministro y diputado Ábalos con un enfado risueño. Tres mujeres, cinco hijos, novias por catálogo... No parece raro que para sobrellevar semejante carga pidiera ayuda a los españoles. Su aspecto físico es el arquetípico que cualquiera elegiría para ejemplificar el punto flaco masculino, cherchez la femme. Un aspecto que mejoró mucho con el ejercicio del poder y que le permitió el acceso —pagando, y sobre todo pagando otros— a mujeres que a puerta fría no formaban parte de sus posibilidades. Cualquiera se corrompe siempre para ser lo que no es. Y el caso de Ábalos es de una ostentosa normalidad. Hay decenas de papers —y cientos de películas noir— que demuestran hasta qué punto la expectativa sexual lleva a los hombres a adoptar conductas poco éticas y a ponerse en situaciones de riesgo. Tengo a la vista una foto tomada en un restaurante castellano de armas tomar —dagas, espadas, pistolones y herrumbrosas lanzas cuelgan de la pared—, que muestra al ministro con una rubia en el momento que encarga la comanda: cochifrito y una botella de Marqués de Cáceres. Y sé que entre platos saldrá a fumar, con el estilo irresistible del hijo de torero. Pero el encanto se disipa cuando leo su intervención en el Congreso, la mañana del 31 de mayo de 2018, a una semana de que lo nombraran ministro de Fomento y a cinco meses de los primeros contratos de Jésica. Es fama mi comprensión de los yoes sucesivos y mi indignación ante las trampas de las falacias retrospectivas. Pero no hay caso: el que habla en el Congreso y señala con el dedo a Rajoy es el mismo hombre que contrata a Jésica. En tiempo real.

Rajoy lo destrozó, literalmente, en su réplica. Recuerdo bien aquel zafarrancho. Pero nada comparable a lo que ha hecho el tiempo con aquellas palabras de José Luis Ábalos Meco —predestinado: es irresistible—, portavoz del Partido Socialista, baby boomer de Torrente —irresistible: dónde iba a nacer—, hijo de Heliodoro, también llamado —de la pena negra: quién puede resistirse— Carbonerito.

Agua va.

«Mientras, los principales dirigentes de su partido, del partido en el Gobierno, lideraban una organización que se financiaba irregularmente y muchos de sus cargos se enriquecían ilícitamente. Mientras familias sufrían la crisis, otros se hacían millonarios, y además ustedes les hacían una amnistía fiscal. Mientras que la España que madrugaba, la España que estudiaba, la España que [luchaba] por llegar a final de mes, mientras esa España real luchaba cada día, ustedes hacían ostentación en bodas y celebraciones imperiales que quedan para la historia.

»Usted, señor presidente, ha hundido hasta límites insospechados la dignidad de la sede que ocupa. Y ante esa realidad, que lo dice todo el mundo dentro y fuera de esta Cámara, dentro y fuera de nuestro país, no ha tenido ni la decencia política de al menos dimitir. La fortaleza de las instituciones democráticas depende en buena medida de la confianza que las personas que las ocupan suscitan entre la ciudadanía.

»Tratamos de igualar el nivel moral con tal de que toda la representación política sea infame. No sé qué gran triunfo sacamos de esa consideración. No sé qué tarea de ennoblecimiento para la representación política. Es decir, que la corrupción es cosa de todos. No parece una gran tarea.

»Mire, hay una diferencia. La diferencia es que hay algunos que dejan la vida política y otros se aferran a ella. La diferencia es que unos se enriquecen y otros no.

»Los españoles no podemos tolerar la corrupción ni la indecencia como si fuera algo normal. No podemos normalizar la corrupción en nuestras vidas ni en las instituciones. La corrupción no puede ser algo inevitable. Y en ese sentido la decencia debe ser algo esencial, no accesorio.

»Presentamos una moción ambiciosa. Sí, no piensen que nos hacen un reproche. Los socialistas siempre lo fuimos: ambiciosos. Y siempre lo seremos. Pero se trata de una ambición colectiva, no individual. Una ambición que beneficie a todos y no solo a unos pocos.

»España es un proyecto común y se hace grande en la medida que hacemos un proyecto grande. Esa es la forma de querer a un país. No un país para llevarlo en el bolsillo o para hacérselo con el bolsillo o en el bolsillo.

»Señora presidenta, quiero terminar agradeciendo formalmente desde esta tribuna, sede de la representación de la soberanía popular, a todos los militantes y cargos públicos socialistas que han denunciado la corrupción del Partido Popular durante estos largos años desde todas las instituciones y que han sufrido el ataque furibundo del Partido Popular. A mis compañeras y compañeros, pero también a todos los miembros del resto de partidos políticos, sin exclusión, a todos los que han dedicado parte de su tiempo, de su compromiso a estas tareas de higiene democrática. Quiero también agradecérselo a los profesionales de la justicia y a los profesionales de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Sí, lo dice un nieto de Guardia Civil».

Y de la Uco.

(Literarias I) El misterio inextricable de que Juan Bonilla escribiera una columna en este periódico y dejara de hacerlo, y sigamos en las mismas. Acaba de publicar Simios Apóstoles (Athenaica), una colección de ensayitos, por decirlo a la manera ferlosiana, en la que la inteligencia y el buen gusto se lo juegan a pares o nones, empatando. La primera parte del libro dicta la manera de escribir un diario, aforístico con frecuencia, soslayando dos graves peligros del género: que un tonto escriba tonterías, y a diario, o que un relamido ser de lejanías no deje de morrearse con lengua en el espejo. El último ensayo tiene a la ciudad como tema. Afina a Shakespeare: What is the city but the people? La ciudad es un yo. Extendido: «A veces en noches de insomnio, doy un paseo mental por una ciudad que soy yo. Me veo saliendo de mi casa en un barrio obrero de Jerez, enfilar el magnífico túnel vegetal de la calle Porvera, que no desemboca como en la realidad en la calle Larga, sino en los jardines de Murillo, que están en Sevilla, en los que ingreso lentamente, caminos de albero que no van a parar a la Fábrica de Tabacos donde está la Universidad de Sevilla, sino a la Plaza de la Universidad de Barcelona, tan cerca del resplandor de las Ramblas, allí subo por la calle Aribau, que está llena de librerías de viejo y de repente en algún cruce ya estoy en la calle Donceles de México, que».

Ha sido emocionante leerlo, también porque yo haga lo mismo en los insomnios. Y aún peor: porque incluso vaya entrando en las casas en las que he vivido, planteando reformas similares.

(Literarias II) Escribir reseñas sobre un libro prohibido, y aún más concretamente, sobre un libro que ha prohibido la propia editorial que lo encargó y lo editó, ¡quia prohibido, sobre un libro secuestrado!, es una dudosa faena, porque cualquiera de esas críticas deja indefenso al lector corriente, que no tiene modo de comprobar su pertinencia. Pero esto tiene una importancia irrisoria cuando la reseña sobre El odio, el libro secuestrado de Luisgé Martin, la escribe el babélico Jordi Amat. Sus ignorancias múltiples sobre Capote y Carrère deben dejarse en un margen pudibundo. Pero la «causalidad psicológica» vence cualquier pase del desprecio. Escribe Amat: «Incurre, para empezar, en la trampa de la causalidad. Los fracasos amorosos de adolescencia y juventud de Bretón, que de alguna manera sufrió Romand también en la universidad con la que sería su esposa, se presentan implícitamente aquí como el origen de una conducta anómala que no le habrían permitido fundamentar una personalidad madura».

No puedo estar más de acuerdo con la objeción, con ese escamoteo de la desprestigiada casualidad en beneficio de la pomposa causa. Pero no comprendo tantos miramientos y que en este punto no irrumpa impetuoso el yo.

Hace unos cuatro años Jordi Amat publicó El hijo del chófer, una histérica narración sobre la vida de un periodista llamado Alfons Quintà, que acabó mal: mató a su mujer y luego se pegó un tiro. Pero no hay mal que por bien no venga. Gracias a la tragedia y a la perspicacia de Amat supimos que Quintà había sido el Gran Arquitecto del pujolismo y, por lo tanto, de la Cataluña contemporánea. Él y no Pujol fue Cataluña. En medio siglo nadie había tenido la menor noticia del hecho y así seguiríamos de no haber por medio las dos muertes. Esta patraña fundamental sobre aquel pobre miserable se completa en el libro con muchas otras. Destaca, créanlo, «la trampa de la causalidad». Y esta, tan vistosa. Al que quiera saber por qué Alfons Quintà Sadurní mató a su mujer y se mató —y la desgracia de que el orden de los factores altere a veces el producto— Amat le contesta: porque su padre se iba con mujerucas.

Hala, y calla ya.

(Ganado el 12 de abril, a las 12:07, volviendo a oír cómo el traidor Trapero dice que por poner un papel en una urna no se podía poner en peligro a la ciudadanía, cuando precisamente si un puñado caótico de valientes y leales no hubiese roto los papeles, la mayoría absoluta de españoles a los que Trapero ignora habría corrido el peligro cierto de ver pisoteados sus derechos de ciudadanía más elementales)