Ana decidió ir al psicólogo la noche en la que se derrumbó delante de su marido, poco después de acostar a sus hijos, de 3, 6 y 10 años. Entre sollozos, reconoció que se sentía una mala madre, que no quería lo suficiente a su prole y que se veía incapaz de seguir criándoles.
Las cosas en casa habían empezado a ir mal desde la pandemia. Con los colegios cerrados, Ana tuvo que teletrabajar mientras atendía sin descanso a sus hijos. A sus 42 años, aparecieron síntomas de premenopausia, además de discusiones familiares y el temido insomnio, que le obligó a tomar pastillas para dormir.
Tres años después, Ana se encuentra mucho mejor. Sin embargo, pide no ser identificada porque sigue en terapia y en su trabajo desconocen su situación.
Ana sufre el síndrome delprogenitor quemado, un término no clínico que no aparece en estadísticas ni en los libros de medicina, pero del que se conocen cada vez más casos. Se emplea para definir la crisis psicológica que padecen los padres por el estrés y el agotamiento que derivan de la crianza de hijos en la sociedad moderna.
Sus síntomas iniciales incluyen jaquecas, insomnio o problemas gastrointestinales. Y, si no se atajan a tiempo, sus consecuencias pueden ser muy graves: depresión, distanciamiento con los hijos y dudas sobre la capacidad de ser un buen progenitor.
"Esta sociedad no asume sus límites", dice la psicóloga clínica Raquel Huéscar. "Los progenitores en general, y especialmente las madres, viven sobrecargados, mucho más que las generaciones anteriores. Hemos propiciado que la maternidad se haya convertido en una proeza cuando trabajas, llevas una casa y, a la vez, quieres mantener alguno de tus hobbies".
Según Huéscar, la excesiva carga de roles termina en ocasiones provocando un cortocircuito mental. "Cuando no se llega a todo, aparece el sentimiento de culpa", cuenta la especialista.
El agotamiento o burnout (en inglés) parental es un término mucho menos conocido que su equivalente laboral, el síndrome del trabajador quemado, incluido por la OMS en su Clasificación de Enfermedades Profesionales desde el 1 de enero de 2022.
Quizá sea porque este problema late en la intimidad del hogar y se mantiene oculto por quienes lo padecen por los tabúes sobre la paternidad y la maternidad. Si alguien no se siente plenamente satisfecho por su vida familiar, considera que es el único culpable.
El primer estudio que aportó una evidencia teórica y empírica a favor de este desgaste emocional fue publicado en 2017 por investigadores de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) con el título de Padres exhaustos: desarrollo y validación preliminar del inventario de agotamiento parental. Desde entonces, el interés por el fenómeno, que afecta a muchas más mujeres que hombres y se localiza en principalmente países desarrollados, no ha hecho más que crecer.
Sin embargo, el síndrome aún no ha despertado el interés de los poderes públicos del mundo. España no es una excepción: no se contemplan bajas médicas específicas ni ayudas para quienes lo padecen. Ni siquiera el Anteproyecto de la nueva Ley de Familias, que incluye hasta cinco días para cuidar a los hijos hospitalizados y un permiso sin remunerar de hasta ocho semanas hasta que el niño cumpla ocho años, hace mención al agotamiento parental.
Oficialmente, los progenitores quemados como Ana no existen en nuestro país.
El único país que reconoce este problema y destina recursos para solucionarlo es Alemania. Una sensibilidad que tiene una larga tradición desde que, al acabar la Segunda Guerra Mundial, la política liberal Elly Heuss-Knapp fundara una asociación para socorrer a madres exhaustas que compatibilizaban la crianza de sus niños y el cuidado de sus maridos, ex soldados que sufrían estrés postraumático. Por eso los padres quemados alemanes cuentan con el Kur, un permiso de hasta tres semanas que se puede solicitar cada cuatro años e incluye apoyo terapéutico y ayudas para el cuidado de sus hijos.
"En el caso de que el paciente necesite ingresar en una clínica es necesaria una prescripción de su médico de familia", explica por email Claudia Kirsch, directora de la Red de Investigación sobre Salud Familiar del Hospital de Hannover. "El seguro público o privado del paciente se hace cargo de todos los gastos, que sólo debe abonar un copago de 10 euros al día por la estancia".
Kirsch estudia el impacto de estos cuidados en la salud de los progenitores quemados alemanes y su veredicto es positivo: "Las medidas terapéuticas no sólo provocan mejoras en la salud de las madres afectadas, sino que a medio plazo reducen el desarrollo de enfermedades más graves", añade Kirsch. "Por otro lado, hemos detectado que las madres con problemas que no hacen esta terapia, empeoran".
Estas clínicas de bienestar, con psicólogos, médicos y trabajadores sociales en plantilla, no sólo pretenden solucionar problemas graves, sino también prevenirlos. Mientras en España el padre desbordado se plantea llamar al reality Hermano mayor, en Alemania se le ofrece una especie de spa. En los catálogos consultados por internet, estos centros muestran fotos de pacientes haciendo gimnasia frente a un lago o practicando senderismo por la Selva Negra, mientras sus niños juegan en guarderías perfectamente equipadas.
Esta demanda se confirma cuando se contacta conMüttergenesungwerk, una organización sin ánimo de lucro con sede de Berlín que administra 70 de estas clínicas. Cuando se le plantea una posible inscripción, llega una respuesta por correo electrónico: "Dado el alto número de peticiones podría serle ventajoso optar por una plaza en horario escolar y de un centro que no esté junto al mar".
En Alemania el seguro público o privado cubre la estancia en una clínica especializada y el paciente sólo paga 10 euros al día
"Está demostrado que en los países que tienen más ayudas públicas, la crianza es más gratificante y menos competitiva", dice Eva Millet, autora de Hiperpaternidad (Plataforma Editorial). "A mayor estado del bienestar, menos hiperpaternidad o crianza helicóptero, que es un estilo de crianza intensivo, muy del primer mundo, que consiste en una atención excesiva a la prole, azuzada por una oferta inacabable en el mercado, que te promete hacer de tus hijos lo que quieras".
Esta presión basada en la búsqueda de la perfección resulta nociva tanto para los padres como para los niños. Y, de paso, es la puerta de entrada a la 'unidad de progenitores quemados'.
"Cuando una madre que está en posparto viene a verme y me dice que tiene la impresión de que no hace nada de utilidad, te das cuenta del problema", dice Huéscar. "Resulta tremendo que se tenga esa percepción cuando en realidad lo que estás haciendo es algo tan importante como criar un hijo y construir unas bases de seguridad y solidaridad que le van a servir toda su vida".
Este trastorno apenas ha sido estudiado en nuestro país. Uno de los escasos estudios es na encuesta realizada en 2021 por Lingokids, la popular app educativa, que confirma que los afectados son muchos. El 67% de los españoles consultados reconocía entonces que la importancia que conceden a ser un buen padre o madre y el esfuerzo que destinan a ese fin llega a ser "agotador".
Aunque aún no hay estudios suficientes al respecto, el contexto individual y colectivo parece ser determinante. Muchos expertos relacionan estas crisis familiares con los efectos de la larga crisis económica que comenzó en 2008 y se acentuó con la pandemia de 2020. "El confinamiento fue como una lupa que nos mostró muchas cosas que no queríamos ver", ratifica la periodista Diana Oliver, autora de Maternidades precarias (Ed. Arpa), un ensayo sobre cómo tener hijos se ha convertido en una hazaña "entre el privilegio y la incertidumbre".
Una investigación del Instituto Melbourne de Australia realizada en los primeros meses de la pandemia concluía que los padres que sufren mayor estrés mental son los que tienen hijos en edad escolar. Detectaron niveles muy altos en el 25% de los progenitores con niños de 5 a 11 años. Según la mayoría de estudios, este parece ser el rango de edad crítico.
Oliver tiene dos hijos de esa edad -6 y 9 años- y considera que el agotamiento parental debe ser interpretado desde una perspectiva más amplia. "No es que la gente esté harta de sus hijos", afirma. "La quemazón viene de la precariedad de un sistema que fomenta el individualismo y ha hecho que la red de apoyo sea cada vez más pequeña. Por ejemplo, ahora es casi milagroso tener hijos cuando tienes un trabajo precario y sufres problemas de acceso a la vivienda, sobre todo si vives en una ciudad que no es la tuya, sin familia en la que apoyarte. El hartazgo no lo provoca la familia, sino el sistema en sí".
Si a mucha gente se le complica la crianza por falta de recursos económicos tampoco ayuda el bombardeo mediático. Hace 50 años cuando uno era padre, sus referentes eran su familia, el vecino y los amigos. Ahora, sin embargo, forma parte de una guardería global hiperconectada de redes sociales y anuncios.
Basta un paseo de Instagram para contemplar perfiles de padres que juegan con su hijo, que parece salido de un anunció de champú infantil, con un salón de revista de tendencias como escenario. Allí todo es bonito y plácido: no hay aspiradoras, baberos sucios ni un abuelo enfermo al que cuidar. Quien tenga hijos pequeños incapaz de recordar cuándo su salón no era un campo de batalla de Legos y cómo la negociación diaria de la hora de acostarse parece más compleja que el envío de una misión de paz al Kremlin.
El hijo se ha convertido en un signo de estatus, que se exhibe en las redes
La realidad es mucho más impactante que una foto con filtro aplaudida con emojis por desconocidos en una red social. "El hijo se ha convertido en un signo de estatus", dice Eva Millet. "Se exhibe en redes, se cuelgan sus notas, sus ocurrencias y sus logros... Es un reflejo tuyo y nada se puede dejar al azar. No hay un segundo que perder para aumentar el cociente intelectual del bebé o las experiencias vitales del preadolescente".
Si a eso se le añade la oferta inacabable del mercado, con decenas de métodos educativos y miles de influencers con diversos recetarios de crianza, muchos padres se ven desbordados. "Las crianzas actuales se convierten en carreras frenéticas de estimulación de niños, en las que desaparece el tiempo para el juego libre y se eleva una presión insana sobre padres y niños", añade Millet.
Por el momento, ni Ana, la madre quemada que va a terapia, ni nadie que lo necesite, pueden dejar su trabajo para disfrutar unas semanas en un balneario alemán para recargar baterías paternofiliales. ¿Qué hacer entonces cuando el ánimo empieza a decaer? Y, sobre todo, ¿cómo evitar que el inevitable estrés de la crianza derive en problemas realmente serios?
Raquel Huéscar, la terapeuta, condensa toda su sabiduría en una sola frase: "Intenta ser un buen padre, pero no un padre perfecto".
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