«De repente el cielo del norte se partió en dos y apareció un fuego, amplio y alto sobre el bosque, que envolvió toda la parte norte. En ese momento sentí mucho calor, como si mi camisa estuviera en llamas, y quise arrancármela. Luego el cielo se cerró de golpe y se escuchó un fuerte estruendo. Fui arrojado aproximadamente tres brazas desde el porche, y se escuchó como si cayeran piedras o dispararan cañones. La tierra temblaba y un viento caliente corrió entre las casas dejando huellas en forma de caminos. Más tarde se descubrió que muchas ventanas, y el pestillo de hierro de la cerradura del granero, estaban rotos».
Eso fue lo que Semyon Semyonov contó que le había pasado mientras desayunaba en su porche en Vanavara, a orillas del río Tunguska, al norte de Siberia, la mañana del 30 junio de 1908. Salvo un pequeño detalle que desconocía, que un asteroide de entre 50 y 60 metros acababa de pasar por encima de su cabeza.
Cien años después, el mundo sabe perfectamente qué ocurriría si un asteroide de 12 kilómetros, como el que acabó con los dinosaurios, chocara contra la Tierra. También lo que ocurriría si uno de 18 metros se desintegra a 20 kilómetros de altura, como el de Chelyabinsk en 2013. Por lo que ahora que 2024 YR4, el asteroide de 57,35 metros que se acercará peligrosamente a la Tierra el próximo 22 de diciembre de 2032, el mundo no necesita preguntarse qué pasaría si, sino qué le pasó a Semenov, y a todo lo que encontró el asteroide a su paso por la cuenca del Tunguska.
«Yo era maestro de curtiduría. En verano, a eso de las ocho, estaba lavando lana con los trabajadores en la orilla del río Kana, cuando de repente se oyó un ruido, y una ola subió río arriba. Después siguió un golpe fuerte como ruidos subterráneos. Tanto que uno de los trabajadores, Yegor Stepanovich Vlasov, cayó al agua. Con el ruido apareció en el aire una especie de resplandor, de forma circular, aproximadamente de la mitad del tamaño de la luna, con un tinte azulado, que voló rápida-mente de Filimonovo a Irkutsk. Detrás del resplandor quedó un rastro de franja azulada. El cielo estaba completamente despejado y había tranquilidad».
EE. Sarychev le contó su experiencia al mineralogista soviético Leonid Alekseyevich Kulik en 1927. Rusia se estaba recuperando de la revolución de 1905 y tenía en camino la de 1917, por lo que dejaron pasar dos décadas antes de que una expedición científica patrocinada por la Academia de Ciencias Soviética, pudiera viajar al Tunguska para recopilar varios cientos de testimonios y reconstruir lo sucedido.
«En aquel momento estaba arando el campo en Narodima, cuando me senté a desayunar cerca de mi arado», empieza Bryukhanov D.F. «De repente se oyeron golpes como cañonazos. El caballo cayó de rodillas. Desde el lado norte, unas llamas volaron sobre el bosque. Pensé: el enemigo está disparando. Entonces vi que el bosque de abetos estaba inclinado, y sentí un huracán. Tuve que agarrar el arado con ambas manos para que no se lo llevara el viento. Era tan fuerte que se llevó parte de la superficie de la tierra».
Los testimonios llevaron a Kulik a creer que la explosión había sido causada por el impacto de un meteorito, por lo que, al regresar, persuadió al gobierno soviético para financiarle una expedición para recuperar, según dijo, una inmensa roca de níquel. Sin embargo, tras una década de búsqueda con la ayuda de cazadores de la etnia local evenki contratados para la ocasión, el meteorito nunca apareció. Ni siquiera un cráter, lo que desató multitud de hipótesis que alcanzan nuestros días; y que van desde una explosión de metano, a un encuentro alienígena.
En junio de 2020, un estudio publicado en Monthly Notices of the Royal Astronomical Society planteaba la hipótesis más avalada hasta ahora por la comunidad científica: un asteroide ingresó en la atmósfera a una altitud relativamente baja, y luego volvió a salir de ella tras arrasar parte de la superficie terrestre con la onda de choque.
Reconstruir lo que ocurrió en Tunguska se parece a reconstruir un asesinato cometido hace más de un siglo, en una región boscosa, fría, pantanosa, de muy difícil acceso y prácticamente deshabitada de la Rusia der zar Nicolás II, como si el asteroide no quisiera que nadie se enterara de su visita. Lo contrario, según los expertos, habría sido acercarse a la Tierra menos de cinco horas después, porque habría desaparecido San Petersburgo y parte de sus 1,5 millones de habitantes.
La noticia tardó dos días en llegar al diario Sibir: «En el pueblo de N-Karelinskoe los campesinos vieron en el noroeste un cuerpo extremadamente brillante (era imposible mirar) que brillaba con una luz blanca azulada, moviéndose durante diez minutos de arriba a abajo. El cuerpo tenía forma de tubo. El cielo no tenía nubes. A medida que se acercaba al bosque parecía mancharse, y luego se convirtió en una ola gigante de humo negro, y se escuchó un fuerte golpe, como si cayeran grandes piedras o se disparara artillería. Todos los edificios temblaron. Al mismo tiempo, el cuerpo comenzó a emitir llamas de formas inciertas».
El 13 de julio el diario Krasnoyaretz todavía lo tomaba por un fenómeno atmosférico: «El día 17 (calendario juliano) se observó un evento atmosférico inusual. A las 7.43 se escuchó el ruido similar a un fuerte viento. Inmediatamente después sonó un golpe horrible seguido de un terremoto que literalmente sacudió los edificios como si fueran golpeados por un gran tronco o una roca pesada. El primer golpe fue seguido por un segundo, y luego un tercero acompañado por un ruido subterráneo inusual, similar a vías por las que viajan docenas de trenes al mismo tiempo. El cielo, a primera vista, parecía estar despejado. No había viento ni nubes. Con el silencio ominoso en el aire, uno podía sentir que algún fenómeno extraordinario estaba ocurriendo en la naturaleza. En la isla frente al pueblo, los caballos y las vacas comenzaron a hacer ruido y a correr de un extremo a otro. Parecía como si la tierra estuviera a punto de abrirse y todo caería al abismo».
Pasaron décadas hasta poder certificar que la onda expansiva de la explosión se registró en Alemania, Dinamarca, Croacia, Gran Bretaña, Indonesia o los EEUU. El evento derribó 80 millones de árboles en un área de 2.150 kilómetros cuadrados, aproximadamente el tamaño de la isla de Tenerife y, según algunos testimonios, hasta tres personas fallecieron.
Más de 1.000 kilómetros a la redonda se oyeron truenos ensordecedores, y los cristales de las ventanas de las casas fueron destrozados a varios cientos de kilómetros del epicentro, tras liberarse una energía equivalente a entre 10 y 30 megatones. El bólido Cheliábinsk de 2013, que provocó más de 1.200 heridos, liberó una energía de 500 kilotones, es decir, entre 20 y 60 veces menos que Tunguska. Se estima que en algunos lugares la onda del impacto fue equivalente a un terremoto de magnitud 5.0 en la escala de Richter. Durante varias noches después del evento, se observó un fuerte resplandor nocturno en Siberia central, pero también en grandes ciudades de Europa y Asia. Según una crónica del London Times, el cielo resplandeció como hubiera salido el sol en plena noche.
Y todo esto sólo pasando de largo, porque de caer, nuestra única referencia de este tamaño es el asteroide de hierro y níquel que creó el cráter Barringer, en Arizona, hace 50.000 años. Sabemos que el impacto habría matado inmediatamente a toda criatura viviente en un radio de cuatro kilómetros. Que produjo una bola de fuego lo suficientemente caliente como para causar graves quemaduras a diez kilómetros de distancia. Que la onda de choque habría tirado cualquier cosa en su camino dentro de un radio de 22 kilómetros, y que habría creado vientos huracanados en un radio de 40.
Tras años investigando el suceso de Tunguska, el investigador del Laboratorio Nacional de Sandía, en EEUU, Mark Boslough, creía que todo lo ocurrido en 1908 era posible incluso con un asteroide mucho más pequeño, lo que le llevó a concluir: «Este tipo de colisiones no son tan improbables como habíamos creído. Deberíamos estar haciendo más esfuerzos para detectarlos de lo que lo hemos hecho hasta ahora».