La mañana del 10 de noviembre de 1917, el soldado inglés Percy Clare se arrastraba por el suelo mojado y francés de Cambrai. Avanzaba en busca de refugio pertrechado con una mochila de 30 kilos de peso, en la que cargaba munición, granadas, una máscara de gas, palas y agua, mientras regateaba una lluvia de proyectiles que silbaba a su alrededor. Cuando atravesó una alambrada de espino, una bala le desgarró las dos mejillas. La perforación hizo que empezara a sangrar por la boca y la nariz.
Quiso gritar, pero no emitió ningún sonido.
Rescatado por sus compañeros, los sanitarios pudieron salvarle la vida contra todo pronóstico. Totalmente cubierto de gasas, el soldado Clare no podía hablar y respiraba con dificultad. Su cara estaba totalmente destrozada.
Los soldados que, como él, combatían en la Primera Guerra Mundial se enfrentaron a munición con carga de magnesio que se encendía cuando perforaba la carne, armas químicas y hasta lanzallamas. Sin olvidar los primeros tanques y cañones de calibres mastodónticos que dejaban la tierra como un desfiladero lunar. La tecnología militar resultaba tan exuberante que había superado con creces a la medicina en sus capacidades. Semejantes heridas no tenían respuesta sanitaria. Una legión de jóvenes con narices arrancadas, mandíbulas rotas y globos oculares que estallaban se formaba en la retaguardia de ambos bandos.
Para entender la magnitud de la tragedia, basta leer al historiador militar Leo van Bergen, que consideró que una compañía de 300 hombres en la Primera Guerra Mundial podía desplegar «una potencia de fuego equivalente a la de los 60.000 soldados del ejército de Wellington en la batalla de Waterloo (1815)». Apenas había pasado un siglo desde entonces y el hombre había multiplicado de forma nunca antes vista su capacidad para destruir cuerpos y también almas.
Chicos como Percy Clare regresaban a casa como seres deformes con cicatrices que los hacían irreconocibles incluso para sus allegados. En el hogar era cuando descubrían que lo que más dolía no eran las heridas físicas. Los menos afortunados vieron como sus novias les dejaban o cómo sus hijos pequeños lloraban asustados cuando su padre les abrazaba. Muchos no lo pudieron soportar y se quitaron la vida.
«Antes de que terminara la guerra, 280.000 hombres de Francia, Alemania y Gran Bretaña sufrirían algún tipo de traumatismo facial», explica Lindsey Fitzharris, una reputada historiadora médica estadounidense. «A estos soldados heridos se les había arrebatado la identidad misma y pasaron a simbolizar lo peor de una nueva forma de guerra mecanizada».

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Cada inglés rescatado del barro del frente recibía una identificación burocrática con su nombre, número, regimiento y tipo de heridas, además de una nota que indicaba si había recibido una vacuna antitetánica. Al soldado Clare le esperaba la más temida de las etiquetas: «GOK» (Sólo Dios lo sabe), la correspondiente a los que tenían la cara desfigurada.
Sin embargo, Clare tuvo suerte. Un médico tenaz que llevaba meses peleando con el Ministerio de Guerra británico para que los soldados con graves lesiones faciales, todos GOK, fueran enviados al Queen's Hospital, en el sudeste de Londres, donde acababa de montar un pabellón para tratarlos.
Ese médico calvo, con un gran talento para el golf y un don innato para contar chistes se llamaba Harold Gillies (1882-1960). Y esta es su historia.
«Era una época en la que perder un miembro te convertía en un héroe, pero perder la cara te convertía en un monstruo para una sociedad intolerante con las deformidades», cuenta Fitzharris, autora de El reconstructor de caras (Ed. Capitán Swing), ensayo superventas que ahora llega a España y que revela la epopeya médica de Harold Gillies. «Las insuficiencias quirúrgicas de los siglos pasados serían abordadas en una nueva era, en la que unos nuevos métodos podrían ser probados a gran escala. Por eso, puede ser considerado el padre de la cirugía plástica moderna».
Harold Gillies es un absoluto desconocido entre el gran público, pero entre los cirujanos plásticos de la actualidad es un tótem. «Conocer su trabajo es para nosotros como para un periodista saberse el abecedario», señala eldoctor Pedro Cavadas, referente mundial en su campo y autor de trasplantes de manos, pies, piernas y hasta de un rostro.
Gillies era un otorrinolaringólogo inglés nacido en Nueva Zelanda, educado en Cambridge, que durante los primeros años de la guerra ejerció de cirujano. En su hospital de campaña conoció a un hombre incluso más excéntrico que él, que le enseñó algo que resultaría vital para su comprensión de la cirugía plástica en tiempos de guerra: la importancia de las técnicas odontológicas en la reconstrucción de mandíbulas. Este colega también revolucionario fue el dentista francoamericano Auguste Charles Valadier, un tipo rico que vestía botas con espuelas y acudía a la Cruz Roja montado en un Rolls Royce plateado, que utilizaba como quirófano ya que, al no ser licenciado en Medicina, no estaba autorizado a operar.
La estructura de la cara era tan importante como reparar los tejidos blandos y por eso a su regreso al Queen's Hospital, Gillies contrató a varios odontólogos ante el asombro de sus colegas cirujanos, pero él tenía claro lo que hacía. «Quien límite la reparación a los tejidos superficiales sin atender las lecciones de arquitectura de la naturaleza, no podrá sino acabar en decepción», escribió el médico en un artículo científico años después.
La labor del odontólogo resultaba crucial para que el paciente pudiera comer y hablar. Además, debido al alto riesgo de infección en la era anterior a los antibióticos no había una forma segura para estabilizar los huesos fracturados con tornillos y placas de metal como sucede ahora, así que había que recurrir a armazones y clavos externos. Estas operaciones requerían de gran logística y pericia.
Para llevar a cabo su iniciativa reconstructiva de rostros de soldados heridos, Gillies reclutó a un equipo sanitario formando una extraña alianza de conocimiento de muchas nacionalidades. No sólo contaba con distintos especialistas médicos, odontólogos y enfermeras, sino también escultores, artistas y fotógrafos. Necesitaba a los primeros para hacer moldes y diseñar máscaras realistas que hicieran más llevadero a los pacientes su aspecto entre operación y operación y para aquéllos que no quisieran pasar por un trance tan duro y se integraran directamente en la sociedad. Los pintores imitaban los colores de la piel de los dueños de las prótesis, que se diseñaban de forma pulcra hasta con cabello real, mientras los fotógrafos reproducían en imágenes los distintos estados del paciente durante el tratamiento.
La dictadura de la juventud y las ansias de postureo estético que vemos ahora en las redes sociales no existían hace un siglo. Sin embargo la desfiguración era igualmente repelida por la sociedad. Por lo tanto, la labor de Gillies es aún más asombrosa. La razón principal de ese desprecio es que estaba asociada a enfermedades que durante años habían devastado a la población, como la lepra y la sífilis. No sólo eso: también se relacionaba este feísmo con los castigos corporales que recibían los reos cuando eran acusados de cargos que implicaban maldad y pecado.
"Era tal el estigma hacia estos casos queentre los soldados napoleónicos fue común el asesinato de los compañeros de armas"
Esta gente luchaba contra prejuicios que duraban generaciones. Eran muertos en vida. «Era tal el estigma hacia estos casos que entre los soldados napoleónicos fue común el asesinato de los compañeros de armas que sufrían la deformidad facial para evitarles un vida llena de miseria y sufrimiento», relata Fitzharris.
Para los militares, la desfiguración era «un destino peor que la muerte». Así se explica que se tratara de una de las pocas lesiones en el Ejército que obtenían la pensión más alta por parte del Estado.
En Inglaterra, quienes sufrían estas heridas eran conocidos como the loneliest Tommies: los más solitarios de los soldados. En Francia fueron bautizados como les gueules cassées, los morros rotos, mientras que en Alemania tenían dos apelativos igualmente tristes: Menschen ohne Gesicht (personas sin rostros) y Gesichts entstellten (los de la cara deforme).
Ante este panorama, cientos de pacientes como Percy Clare llegaron al hospital del doctor Gillies sin saber si querían vivir o preferían morir. «Estaban prohibidos los espejos para que los nuevos no quedaran impresionados por su aspecto y si querían salir a dar un paseo se los obligaba a sentarse en unos bancos azules, color que indicaba a los transeúntes que no se les quedaran mirando», explica Fitzharris.
En su tratamiento, Gillies se dio pronto cuenta de que esos hombres no sólo debían ser curados con injertos de piel y reconstrucción de huesos: también había que tratar sus heridas emocionales. Y lo hizo tan bien que sus pacientes reconocerían que su sola presencia era terapéutica. Cuando su médico les veía anímicamente hundidos, siempre decía lo mismo: «No te preocupes, hijo. Te pondrás bien y, antes de que acabemos contigo, tendrás tan buena cara como la mayoría de nosotros».
Cuando las luces se apagaban, Gillies relajaba las normas estrictas del hospital y, como un actor, se transformaba en el doctor Scroggie, un personaje que animaba a los chicos a jugar, bromear y beber. Según los especialistas, una de sus obras maestras durante ese período de guerra fue la reconstrucción del teniente William Spreckley, que tenía un gran cráter en el centro de la cara. «Al principio su nueva nariz era gigantesca, triplicaba el tamaño de lo que debería ser», cuenta Fitzharris. «Tanto, que Gillies la comparó con el hocico de un oso hormiguero, así que volvió a operar y el resultado fue extraordinario».
Sus éxitos médicos son incontestables. Pero como cualquier cirujano, por muy dotado que sea, también se enfrentó a casos que no consiguió resolver. No había milagros: sólo trabajo y talento. «El fracaso también fue el compañero constante e inoportuno de Gillies», reconoce la autora de su biografía.
El que más le dolió fue seguramente el de Henry Ralph Lumley, piloto de aviación que se quemó la cara y los brazos cuando su aeroplano se incendió. Había sido tratado sin éxito por otros médicos y se había vuelto adicto a las drogas que calmaban su dolor. El militar le suplicó que le operara inmediatamente. Gillies reclamaba prudencia y cumplir plazos, pero lo convenció el sufrimiento del paciente. Lumley no resistió la intervención y a los pocos días falleció.
El quirófano entonces tenían unos riesgos que hoy resultarían inasumibles. Otra razón que confirma la fabulosa técnica de Gillies. La anestesia no era aún una especialidad y el conocimiento, muy limitado. El método tradicional para adormecer era administrar éter y cloroformo a través de una mascarilla de tela, lo que dificultaba la cirugía. Los fármacos tampoco ayudaban mucho. «Cuando avisábamos al paciente de que lo íbamos a operar un lunes, empezaba a vomitar el sábado», bromeaba al respecto Gillies.
Sin embargo, la tarea más difícil a la que se enfrentaban los cirujanos plásticos era moverse con su instrumental por la cantidad de vasos sanguíneos que tiene una cara. Si un paciente tenía la tensión muy alta, sangraba demasiado. Si la sangre llegaba a los pulmones, podía ahogarse. Si se le ponía en posición erguida, el médico tenía que lidiar con la exhalaciones de éter y los esputos de sangre del intervenido. Era una auténtica odisea. «Todo lo aprendido por Gillies en esos años hizo que nuestro trabajo sea hoy mucho menos complicado», reconoce el doctor Pedro Pérez-Escáriz, cirujano plástico, estético y reparador.
Gillies operó a centenares de soldados, entre ellos al pobre Percy Clare, que salió casi como nuevo, tanto como para volverse a alistar. Aunque esa premura le provocó que se le descosiera la mandíbula y tuviera que volver a ser operado. En su diario dejó para siempre un recuerdo de agradecimiento a Gillies y mención a su generosidad. Vivió hasta los 60 años.
No fue hasta 1930, más de una década después del armisticio, cuando se reconocieron públicamente los méritos de Gillies. Fue nombrado caballero del imperio británico y pudo lucir el título de Sir. La noticia fue publicada en los periódicos y su domicilio se llenó de decenas de cartas. No eran de admiradores, sino de antiguos pacientes. En una de ellas, un ex soldado le escribió con devoción: «Ni por un momento he esperado que se acordara de mí; no soy más que uno de muchos, pero no importa, porque nosotros sí lo recordamos a usted...».
En 1946, tras haber ayudado como médico durante la Segunda Guerra Mundial, Gillies hizo la primera faloplastia a su colega médico transexual Michael Dillon en el que es considerado el primer procedimiento de reasignación de género de mujer a hombre. La técnica empleada fue la estándar durante décadas hasta que las mejoras de la microcirugía abrieron otros caminos.
«Su prestigio fue mundial y recibió a estudiantes de todo el mundo, incluidos españoles, que querían aprender del maestro», apunta el doctor Pérez-Escáriz. Dato que confirma Fitzharris, que cuenta que durante las operaciones Gillies llamaba a sus asistentes por su lugar de procedencia en lugar de por su nombre: «Si tuviera que empezar este caso, ¿cómo lo haría, Ciudad de México?», preguntaba. Hacía lo mismo con Madrid, Oslo o Buenos Aires.
Siguió ejerciendo como médico hasta su muerte. Literalmente. Sufrió un ictus a los 78 años mientras operaba la pierna de una adolescente que estaba destrozada por culpa de un accidente de tráfico.
En 2024 se ha realizado el trasplante de cara número 50 de la historia, un hito que habría sin duda enorgullecido al doctor Gillies, quien seguramente jamás hubiera imaginado que la disciplina que prácticamente fundó tendría escala global, según la consultora Fortune Insigns, movería unos 56.000 millones de euros. Una cantidad tan brutal que quizá le habría hecho pensar que otra terrible guerra mundial habría llenado los quirófanos del mundo de traumatismos y deformidades terroríficas. No imaginaría que la paz se ha firmado con implantes mamarios, liposucciones y liftings que muchos lucen en Instagram.
EL RECONSTRUCTOR DE CARAS
Editorial Capitán Swing. 280 páginas. 24 euros. Puede comprarlo aquí.