Del fin de la historia que anticipó, optimista, Francis Fukuyama, al regreso a los orígenes del totalitarismo que arrasó Occidente durante el siglo XX. Los nietos y biznietos de los judíos que huyeron de Europa a América para evitar los habituales pogromos o la cámara de gas están sufriendo en los campus universitarios el mismo odio antisemita que justificó viejas masacres. Una peligrosa «atmósfera yihadista», en definición de Gilles Kepel, que se extiende por las sociedades occidentales.
Las violentas concentraciones en contra de Israel que paralizan desde hace días las más exclusivas universidades norteamericanas, al grito de «Palestina libre, desde el río hasta el mar» (la erradicación de Israel), suponen el retorno al pasado antisemita de estas instituciones: en 1922 Harvard fijó en un 15% la cuota de estudiantes judíos, para evitar que «arruinaran» la vida interna, y la mantuvo cuatro décadas. Pero, no es solo eso.
Como ocurre en la elitista Sciences Po de París o como sucedería en las facultades españolas si, en vez de Pedro Sánchez, gobernara Alberto Núñez Feijóo, a quien no tardarían en montarle otro «no a la guerra» zapaterista, estas manifestaciones de apoyo a Hamas -la principal desgracia del pueblo Palestino- suponen la consagración del islamowokismo: la emergente coalición de intereses entre la nueva izquierda y el islamismo de siempre en su afán por acabar con la democracia occidental.
Tontos útiles de Putin, China, Irán y Qatar que, con las buscadas imágenes de cargas policiales en los campus de EEUU, que rememoran las icónicas imágenes de 1968 en Chicago por Vietnam, pueden hundir a Joe Biden y abrir las puertas de la Casa Blanca a Donald Trump. En Europa, mientras, la tradicional marcha del 1 de Mayo se ha convertido en muchas ciudades en una exaltación islamista y de odio a Israel, país al que consideran, en su ignorancia, símbolo de un Occidente «blanco, rico y colonialista».
Revolucionarios de iPhone y subvención vitalicia, dicen que protestan por el pueblo palestino, al que, en realidad, quieren cautivo del integrismo que les condena al desastre. No hay duda: la muerte de todo civil es una tragedia que evitar. Pero la indiferencia de nuestros propalestinos respecto a los ucranianos o a la desgracia de las valientes mujeres iraníes que se quitan el velo delata la ideología que los mueve. Ninguno de ellos utiliza el término genocidio -acuñado en 1944 por Raphael Lemkim para definir las atrocidades nazis- para referirse a la indiscriminada matanza de civiles ucranianos, pero sí lo hacen para golpear a Israel. Un intencionado distingo que se explica, claro, por su infecto antisemitismo.