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El fracaso del proceso independentista en 2017 y la incapacidad nacionalista para articular una alternativa política y social que le devuelva el control de la Generalitat -hoy en manos del PSC- ha propiciado entre las elites catalanas un sentimiento de nostalgia y reivindicación de la figura de Jordi Pujol y de Convergència Democràtica. Partido que fundó junto a otros jóvenes nacionalistas, como Miquel Roca, el 17 de noviembre de 1974 en el monasterio benedictino de Montserrat, aprovechando una celebración del Barça, y cuyo cincuenta aniversario coincide con el anuncio de que la Audiencia Nacional al fin juzgará a Pujol en noviembre de 2025.
Nacido como un movimiento con voluntad de aglutinar el catalanismo conservador y disputar la hegemonía a la izquierda, representada entonces por el PSUC, con el advenimiento de la democracia Convergència logra convertirse en el imaginario unanimista del nacionalismo en el partido único de Cataluña: desde el año 1980 hasta el año 2015, cuando carcomida por la corrupción del 3% y la confesión de Pujol sobre su patrimonio en el extranjero decide no concurrir con sus siglas, de diez elecciones gana todas en números de escaños y nueve en número de votos.
Convergència llegó a ser, pues, una estructura de Estado -de ese Estado dentro del Estado español que es Cataluña- que acaparó durante 23 años todo el poder político, económico y cultural, permitiéndole disfrutar de una impunidad siciliana en el oasis catalán para enriquecerse de forma ilícita desde las instituciones, al mismo tiempo que alternaba en Madrid sus pactos con el PSOE y el PP. Una capacidad de engaño, apariencias de responsabilidad y chantaje que CDC definió como pragmatismo o seny català, pero que ese procés que en 2010 impulsaron Artur Mas, Felip Puig, Oriol Pujol, Francesc Homs y David Madí, una nueva generación convergente que quería cambiar la relación con Madrid, destruyó al abrazar la unilateral vía secesionista.
«La historia de Convergència tiene luces y sombras. Hizo un servicio muy importante desde el catalanismo para la prosperidad de Cataluña y del entendimiento con el conjunto de España, pero también fue negligente a la hora de permitir que los nuevos cuadros de CDC asumieran el independentismo como proyecto», subraya Antoni Fernández Teixidó, ex conseller de la Generalitat con CiU y que abandonó CDC al inicio del procés.
Convergència i Unió
A diferencia de los otros partidos del catalanismo, Convergència no fue en sus inicios independentista, aunque entre su militancia se coreaba el cántico «hoy paciencia, mañana independencia». A esa voluntad de permanecer en el centro del tablero contribuyó su alianza en 1978 con Unió Democràtica, dando lugar a Convergència i Unió (CiU).
Para el historiador y actual diputado de Junts Agustí Colomines, CDC fue «un partido con vocación de ser el eje vertebrador del nacionalismo», y que se miraba en el espejo del viejo catalanismo autonomista anterior a la guerra civil. «Pujol creyó que había que hacer política y preparar el postfranquismo, y el tiempo le dio la razón: Convergència acabó aglutinando a personas ideológicamente muy diversas», apunta Colomines.
Pero no fue solo eso. Un momento clave para la conversión de esta fuerza política en un movimiento personalista en torno a Pujol fue su V congreso, en abril de 1978, en el que Pujol impidió que se cambiara el nombre de la formación a Partido Nacionalista Catalán como reclamaron algunos militantes. No quiso renunciar a ninguna de las ideologías de las diferentes corrientes políticas que habían confluido en CDC, donde convivía el liberalismo económico templado con la socialdemocracia de raíz cristiana. En ese cónclave, Pujol colocó a Trias Fargas como presidente y a Roca como secretario general.
Así empezó una larga década de mayorías absolutas convergentes y pujolismo sociológico, en la que contribuyó también la decisión que adoptó CDC en su VI congreso, año1981, de entender el modelo autonómico «como medio para la total recuperación de la identidad nacional».
Una estrategia gradualista de «construcción nacional» que pasó por ir ocupando todos los espacios de la vida social y cultural catalana -la escuela, los medios de comunicación, la universidad, las asociaciones profesionales, sindicatos...-, hasta obtener su control y expulsar de ellos cualquier voz discrepante.
En paralelo a este proyecto de ingeniería social, CDC desarrolló un sistema clientelar de financiación ilegal que, con el paso de los años y los casos ADIGSA y del Palau de la Música, acabó siendo el detonante de su implosión. El Tribunal Supremo condenó a CDC por haber recibió 6,6 millones de euros en comisiones ilegales de Ferrovial entre el año 1999 y el 2009. En un intento desesperado para limpiar su cara pública, eludir sus responsabilidades penales y continuar siendo la primera fuerza del nacionalismo, en 2016 decidió refundarse como PDeCAT.
Este nuevo partido intentó una renovación a la desesperada del espacio convergente pero la dinámica auto destructiva del procés y el hecho de que Carles Puigdemont reemplazará a Mas como presidente de la Generalitat, imponiendo las tesis más radicales del independentismo, le dejó sin espacio frente a Junts. Inicialmente una coalición electoral impulsada por PDeCAT, Junts acabó devorando a un partido y un sistema de control político que, siete años después del procés, Puigdemont, su verdugo, aspira a actualizar y restablecer el oasis catalán del pujolismo.