Los cuatro cuerpos permanecían sin vida, boca abajo, esparcidos en el césped. Estaban vestidos con batines, pijamas y ropas de dormir. Con una bata marrón y zapatillas azules de suela de esparto, se distinguía el cadáver del jesuita vasco Ignacio Ellacuría. Les habían arrancado de la noche para ametrallarlos y arrojarlos al sueño eterno. El tétrico escenario de aquel crimen múltiple se desplegaba a la entrada de la residencia de la Universidad Centroamericana, la UCA, en San Salvador. Dentro del edificio, con huellas de un fuego provocado y un fuerte tiroteo, había otros cuatro cadáveres más en varias habitaciones: dos sacerdotes y dos mujeres.
Las víctimas eran seis jesuitas -cinco españoles, uno salvadoreño-: Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López y López. Las mujeres se llamaban Elba Julia Ramos, empleada de hogar, y su hija, Celina, de 15 años, incómodos testigos de la matanza. Posteriormente se supo que los asesinos habían intentado mover los cuerpos de cuatro de los tiroteados que se encontraban a la derecha del patio, junto al muro en el que fueron asesinados, para arrastrarlos al interior de los cuartos de los que fueron sacados de madrugada. Sí lo hicieron con otros dos religiosos, dejando un espeluznante rastro de sangre. Con todo el horror que conllevaba la imagen, se hacía evidente el mensaje. Los habían matado disparándoles un tiro en la cabeza.
Era evidente -ya se suponía entonces, que los culpables eran los propios militares- que querían escenificar el haber descabezado el apoyo intelectual a la guerrilla. Si no fuera porque la imagen de la muerte, y más si es múltiple, es trágica, todo hubiera parecido irreal. Pero alguien habló entonces de muerte anunciada.
El cadáver de Ellacuría era difícil de reconocer. Le habían disparado a bocajarro y las balas le habían deformado el cráneo y esparcido su cerebro por el muro y el césped. Un cerebro brillante y generoso que había regresado en los momentos de mayor peligro para estar junto a sus compañeros y su pueblo. Sabía que su ejemplo, en la UCA, daba fuerza y valor a muchos religiosos jóvenes que se jugaban la vida a diario. «Sea patriota, mate a un cura», era una consigna de los paramilitares en los tiempos de Monseñor Romero.
Aquella mañana del 16 de noviembre de 1989, El Salvador, que llevaba cinco días inmerso en una dura ofensiva de la guerrilla salvadoreña -los muertos pasaban del millar-, se despertaba con la trágica noticia. La muerte de Ellacuría alejaba las posibilidades de una negociación entre el FMLN (Frente Fabarundo Martí de Liberación Nacional) y el Gobierno, así como la esperanza de un cese el fuego.
La guerra continuaba, una guerra en la que acabábamos de desembarcar. Fueron días duros, difíciles: nos esperaban jornadas de bombardeos, combates, sangre, la muerte de un compañero ante nuestros ojos y la visión de los civiles desplazados. Todo aquello, que en ese momento sólo se anunciaba, se desató sobre nosotros como una tormenta tras la muerte de Ignacio Ellacuría.
Desde 1980, aquella guerra había producido ya 75.000 muertos y un millón de desplazados, 40.000 sólo en unos días. A comienzos de aquel noviembre de 1989, la guerrilla, con más de un millar de hombres, había desencadenado una ofensiva en diversas áreas del país y había llegado hasta la misma capital, donde había tomado barrios enteros, sobre todo del sector nororiental.
A cada toma de la guerrilla se sucedían las represalias de la parte gubernamental, que temía perder San Salvador, y se multiplicaban las acciones de los tristemente célebres escuadrones de la muerte, paramilitares de la extrema derecha. La espiral iba en aumento. El ejército, asesorado por militares estadounidenses, empleó todo lo que tenía a mano, aviones, helicópteros, y sus tropas de reserva.
Antes de producirse la ofensiva guerrillera, Manu Leguineche, director de En Portada, maestro y amigo también, decidió enviar allí a un equipo. De hecho, el enfoque del reportaje, el hilo conductor, tal y como hablamos, era un día en la vida de Ellacuría. Ignacio Ellacuría, el rector de la Universidad centroamericana (UCA), era todo un personaje y una entrevista obligada para todos los periodistas que en un momento u otro pasaran por El Salvador y quisieran entender el conflicto. Yo lo conocía de viajes anteriores, hacía un par de años, cuando había hecho reportajes para la revista Panorama, en la cual trabajaba antes de pasar a TVE.
Partidario de la Teología de la Liberación, fue acusado muchas veces de favorecer la causa de la guerrilla. Él y otros jesuitas habían puesto en marcha una fábrica de pensamiento y de crítica, que se cuestionaba el injusto orden social. El rector de la UCA contaba que «además de la formación y la investigación académica, objetivo de todas las universidades, la UCA tenía que encargarse de intentar resolver el problema inaceptable de la injusticia en este país y en todo el área centroamericana».
Ellacuría, que no era un radical, sabía que estaba amenazado. Meses antes de su muerte, había hablado de la necesidad de poner fin a aquella guerra, cuya causa, según recordó, era el control de unas pocas familias ricas sobre la mayor parte de las tierras productivas en un país de campesinos harapientos. Pero también criticaba a la guerrilla, porque pensaba que el tiempo de las revoluciones había acabado y el cambio sólo se podría abordar desde la negociación.
Cuando comenzó la ofensiva del FMLN, Ignacio Ellacuría estaba en España. Había acudido a Barcelona a primeros de noviembre, donde había recibido el Premio de la Fundación Comín, otorgado a la UCA. Mientras, el gobierno y la guerrilla combatían a lo largo de todo el país hasta que el 11 de noviembre la batalla alcanzaba a la capital.
Pude hablar por teléfono con el jesuita, que me describió la situación en términos duros, y me dijo que estaba viendo la manera de regresar. Decía que a pesar de todo era necesario, más que nunca, el diálogo con el presidente Cristiani, un miembro de la oligarquía latifundista que había estudiado con los jesuitas, y al que apoyaba Estados Unidos. Quedamos en realizar una entrevista en la sede de la UCA el día 16 de noviembre. Nuestra llegada estaba prevista para la tarde del día 15, prácticamente casi a la vez que volvía él.
Ellacuría adelantó su regreso a El Salvador al 13 de noviembre. Nosotros sufrimos varios retrasos en las escalas de nuestro vuelo y no pudimos llegar el 15 por la noche debido al toque de queda impuesto en el país. Finalmente llegamos a El Salvador en la madrugada del 16, hacia las 6 y media de la mañana, cuando se empezó a conocer la matanza que había ocurrido aquella madrugada en la UCA. Allí, en el aeropuerto, ya hubo una pregunta extraña ¿Vienen ustedes por lo de la muerte de los curas españoles?, preguntó un funcionario. No podía entender de qué se trataba.
Llegamos al hotel, aún en pleno toque de queda, con tiroteos y explosiones más o menos cercanas. Desde allí llamé a la UCA. Me dijeron que había habido un tiroteo por la noche y que habían matado a seis jesuitas, pero no facilitaron ningún nombre. Me temí lo peor. Volví a llamar, hasta que pude hablar con alguien que me confirmó que entre los ocho muertos estaba Ignacio Ellacuría y varios de sus compañeros. Evaristo Canete, el operador de cámara -con el que había ya hecho otras guerras-, Andrés Luque, el realizador, y el sonidista José Luis Ransan y yo, salimos un minuto después de acabar el toque de queda, con un nudo en la garganta y muchos nervios. Fuimos de los primeros en llegar y, desde luego, creo que fuimos el primer equipo de televisión. Había ya algún fotógrafo y algún periodista, tan abatidos y mudos como nos quedamos nosotros al llegar al césped, delante de la residencia, donde estaban los cuerpos, vigilados por militares.
Dentro y fuera del edificio, los autores de la matanza habían disparado con fusiles de asalto, ametralladoras, cohetes y granadas, seguramente para simular un ataque de la guerrilla, o porque se emborracharon de horror y muerte. La pólvora y su olor a veces trae eso, una locura pasajera. En media hora, aquello se llenó de cámaras y grabadoras.
El entierro, entre una multitud, tuvo varias facetas y así las vivimos. Por un lado el funeral oficial, en la capilla de la UCA, presidido por las autoridades. La llegada del presidente Alfredo Cristiani, vinculado a ARENA, el partido de extrema derecha, originó momentos de gran tensión. Se escucharon gritos contra él, silenciados por los jesuitas. También llegó uno de los históricos líderes de la guerrilla, Rubén Zamora, que estaba refugiado en la embajada de México. Lo hizo en mitad de la homilía y fue recibido con grandes aplausos. Luego fue uno de los que llevaron a hombros el cadáver de Ignacio Ellacuría.
Asistió una delegación oficial española presidida por el subsecretario de Exteriores, Inocencio Arias, y el embajador español en El Salvador, Francisco Cádiz, que recibió muchas críticas por sus comentarios desafortunados en el funeral.
Varios periodistas, entre ellos Andreu Claret, de Efe, y Joaquín Ibarz, de La Vanguardia, oyeron, y luego comentaron, que el señor embajador había dicho que «se aburría mucho, porque no había ni una sola tía buena». Unos días antes no había querido recibir a una delegación de los jesuitas que pedía refugio ante las continuas amenazas de muerte que sufrían. De hecho, ya los habían señalado en la emisora de los militares, Radio Cuscatlán, donde un individuo había pedido el día anterior que les volaran la cabeza.
Los asesinados fueron considerados mártires de la fe y la justicia. En los muros de aquella capilla donde habían sido depositados los féretros se podía leer una frase de Oscar Arnulfo Romero, el obispo asesinado en 1980: «Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño». Ese pueblo, que en número de miles y miles de personas abarrotaba las calles fuera de la capilla, esperaba y lloraba a quién bien quería.
Un pueblo que a lo largo de los días siguientes me demostró una enorme capacidad de sufrimiento y una humanidad sin límites. Atrapados a veces entre dos fuegos, como nos quedábamos también nosotros, su aptitud para superar circunstancias adversas me admiraba. Olía a muerte en las calles. Y entre el humo, los gritos, las explosiones y los tiros, aquellos hombres y mujeres manifestaban su voluntad de vivir.
No era aquella la primera guerra que cubría. En los días siguientes, la sangría continuó con toda su crudeza. Por la mañana, tras terminar el toque de queda, y una vez desayunados, se ponía en marcha la caravana de los coches de prensa hasta llegar al frente de Mexicanos u otros barrios. Al día siguiente, 17, nuestro coche salió el último. Los tiros y las explosiones sonaban muy cercanos cuando descendimos del vehículo. Oímos gritos. Eran periodistas que bajaban el cuerpo de un hombre malherido. Me adelanté con una bandera blanca y grité al conductor que llegara con el coche. Evacuamos al herido, casi inconsciente, con la mirada perdida, al que reconocimos. Era un periodista inglés que había llegado la noche anterior y que había desayunado con nosotros; habíamos intercambiado algunas palabras apenas una hora antes. No sabíamos el nombre.
El coche de TVE partió veloz hacia el hospital, llevando también a un numeroso grupo de reporteros. En la base del cerro nos quedamos el equipo de En Portada, mientras arreciaba el combate. Aunque no bajaba la intensidad del tiroteo, Evaristo Canete y yo, con la indispensable bandera blanca, subimos hasta la cima de la colina. Nos encontramos con un sargento del batallón Atlacatl -un pelotón del mismo batallón, luego se supo, fue el que había asesinado a los jesuitas- que llevaba puesta la chaqueta de cuero del periodista. No se sabía si era advertencia o amenaza pero nos dijo que la situación estaba muy mal y que temía por la prensa extranjera. En esa chaqueta, en la cartera, localizamos la documentación con el nombre del caído, David Blundy, y una de esas cosas que te dejan mal el cuerpo: una foto de su hija con frases muy cariñosas en su reverso. Tenía 44 años y era el reportero del London Sunday con base en Washington. Más tarde fuimos al hospital, donde pudimos verle por un momento, inconsciente, a través de un cristal. Se lo llevaron al quirófano y al rato un médico nos informó que no habían podido hacer nada. La bala le había perforado el pulmón. Nunca se consiguió saber de qué bando era el francotirador, aunque siempre sospechamos que había sido el ejército.
A pesar de haber pasado 30 años desde la matanza de la UCA, los culpables no han pagado por ella. En septiembre de 1991, catorce militares fueron enjuiciados en El Salvador, pero sólo dos fueron condenados y liberados después gracias a la ley de Amnistía aprobada por la Asamblea Legislativa.
Según las investigaciones, la matanza fue ejecutada por una unidad de élite denominada La Tandona, al mando del coronel Guillermo Alfredo Benavides, con órdenes directas del jefe del Estado Mayor, René Emilio Ponce -ya fallecido- y la aprobación de Humberto Larios, Ministro de Defensa.
Desde 2009, el asesinato de Ellacuría y sus compañeros está siendo investigado por el juez Eloy Velasco, de la Audiencia Nacional, que pidió la extradición de 16 militares salvadoreños y que consiguió que una magistrada norteamericana aceptara extraditar a España a uno de los coroneles implicados, Inocente Montano. Recientemente, un juzgado de El Salvador ha vuelto a abrir la causa por la matanza.
En la actualidad, el cuerpo de Ignacio Ellacuría yace enterrado junto con las demás víctimas en la capilla de la UCA. El lugar donde fueron asesinados es actualmente un rosal, plantado no sólo en su memoria, sino en la de todos los muertos de la ofensiva salvadoreña. En una pared, una urna por cada uno de los asesinados guarda un trozo de tierra salvadoreña empapado con su sangre.
Años después se inauguró el centro de los mártires de la UCA. El centro ilustra sobre todas las víctimas de esa terrible guerra, como los mil asesinatos en la matanza de El Mozote, en la que el ejército obligó a un millar de mujeres, ancianos y niños a cavar su propia tumba antes de ser ejecutados a quemarropa.
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