- CRÓNICA Una noche con los antidisturbios que evitan pillajes en la 'zona cero' de la DANA: "La gente ya ha sufrido suficiente como para vivir en vilo por la inseguridad"
- CRÓNICA Los feriantes de Halloween que encontraron el infierno y la ruina en Paiporta: "Al menos estamos vivos, llegué a despedirme de mi mujer y mi niño"
Compañera, usted sabe que puede contar conmigo. No hasta dos ni hasta diez, sino contar conmigo (...). Extracto del poema Hagamos un trato, de Mario Benedetti.
***
Silvia acaba de comerse una lata de atún claro con la ayuda de un tenedor blanco de plástico. Inmediatamente después, se acerca a por un café cortado hasta un puesto de voluntarios cercano que reparte comida en Alfafar, uno de los pueblos más devastados por la riada de Valencia. La mujer se toma el café en un par de sorbos y, antes de dar el último, le pregunta a su amigo Richard si él ha terminado de comer. El chico, con la cuchara todavía en la boca, le responde afirmativamente. «¿Sí? Pues nos vamos de nuevo, venga», dice Silvia a su particular chófer.
Son casi las tres de la tarde. La mujer lleva unos guantes azules en las manos y un chaleco naranja con un distintivo en la espalda sobre el que, escrita a boli, se lee la palabra enfermera. Se sube al quad que conduce Richard y agarra el megáfono que había dejado colgado en el manillar del vehículo mientras ella y su amigo se llevaban algo al estómago. Detrás de Silvia va una enorme saca roja con medicamentos, apósitos, suero, jeringuillas...
Silvia y Richard se abren paso como pueden con el quad, despacio, sin estridencias, por un pueblo que bien podría ser Beirut, Gaza, Mariúpol. Pero no. Se trata del barrio de los Alfalares, en Alfafar. Aquí no ha caído ninguna bomba, pero la imagen no dista mucho de un territorio en guerra: coches volteados con los cristales reventados y las ruedas mirando al cielo; militares, policías, guardias yendo de un lado a otro con nervio en el andar y desesperación en la mirada; locales de antiguos negocios con las paredes caídas y con las persianas de hierro destrozadas; muros de colegios derribados, gente llorando porque lleva ya más de una semana sacando barro de su casa y no ve el final a esta pesadilla.
De repente, la voz de Silvia, proyectada por el megáfono, resuena entre el bullicio. «Soy sanitaria. Si alguien necesita asistencia médica, que salga al balcón». Cada 15 metros que avanza en el quad de su amigo, Silvia repite una frase casi idéntica. «Por favor, atención, por favor. Soy sanitaria. Si alguien necesita...».
Las calles por las que transita esta enfermera motorizada continúan estando enfangadas cuando Crónica logra dar con ella. Fue el miércoles pasado, ocho días después de la gota fría que se ha cobrado más de 200 vidas. El quad va dejando a un lado una montaña de muebles inservibles que los vecinos han ido apilando en las aceras. Al otro lado, varias máquinas pesadas retiran escombros de los alrededores de un centro deportivo que hoy sirve como centro logístico. El trasiego de gente es continuo. Psicólogos con cara de cansancio. Agentes policiales tratando de que las calles no se colapsen por culpa de los pocos coches que pueden acceder hasta aquí. Chavales, algunos críos de 14 o 15 años, con botas, palas y cepillos achicando agua de bajos todavía anegados.
Entre todo ese bullicio, la figura de Silvia destaca por su forma de moverse entre el caos, aunque ella insista en que huye de cualquier foco de protagonismo.
«Este barco no lo dirige nadie. Ni Gobierno español, ni Generalitat... ¡Nadie! El pueblo está salvando al pueblo, no hay mayor verdad que esa en toda esta calamidad. Yo estoy de vacaciones y mira dónde me he venido. O aquí arrimamos todos el hombro o a esta gente no la salva ni la virgen de los Desamparados», afirma esta enfermera valenciana de 57 años. «Aquí hay policías, militares, médicos, que han venido por su cuenta, que no están activados. ¿Cómo es posible eso? Yo no entiendo nada. Tampoco nadie nos ha explicado todavía por qué no se nos avisó de lo que se nos venía encima. Esta tragedia la pudieron evitar quienes hoy no tienen narices de pasarse por aquí».
"¿Y SI EMPEZAMOS A PATEAR LAS CALLES?"
Silvia llegó hasta la zona cero de la catástrofe la misma noche de la riada. Una amiga le había comentado que ella y su hermano habían perdido sus casas. Decidió actuar sin perder un segundo de tiempo. Cruzó desde Valencia a pie a través de un puente hasta el cercano municipio de Picaña.
Su hija la acompañó. En un carrito de la compra metieron agua y algunas latas de conservas. Silvia también se echó a la espalda su mochila del SAMUR. Empapada, comenzó a gritar calle por calle que era enfermera y que ofrecía asistencia sanitaria a quien la necesitara.
Cuenta que era tal el caos de aquellas primeras horas, que se presentó en el Puesto de Mando Avanzado para ofrecer su ayuda de una forma más coordinada. Allí, según relata, le dijeron que no era necesaria en ese momento. Pero Silvia se topó con un médico con el que hizo pareja para tratar de ayudar a los heridos que se fueran encontrando y a los damnificados que estuvieran atrapados en sus casas. En ese momento los ambulatorios más cercanos estaban colapsados por el agua, la maleza, los hierros, los vehículos arrastrados.
«¿Qué te parece si empezamos a patear las calles?», le preguntó Silvia. Su colega médico lo vio bien. Y así arrancó «esta aventura», explica la enfermera. Con el paso de las horas y los días se les fueron uniendo otros enfermeros, psicólogos, médicos... Una mañana apareció el megáfono. Otra, su amigo Richard le dijo que podría moverla más rápido encima de su quad.
Desde entonces, Silvia apenas ha pisado su casa. Duerme en una residencia de ancianos que no estaba inaugurada cuando el ya archiconocido barranco del Poyo se desbordó. En esa instalación geriátrica se ha desplegado un centro de descanso para los policías, guardias civiles, bomberos o personal sanitario llegados hasta Valencia desde toda España para combatir este drama.
«Sobre todo, estamos atendiendo a gente anciana que necesita medicinas, a la que se le ha subido la tensión, que sufre un ataque de ansiedad o que tiene citas médicas en su ambulatorio y que por el momento no podrá ser atendida», cuenta Silvia. «También hay mucho paciente oncológico que no sabe cuándo podrá acudir a su especialista o a recibir tratamiento. Según su necesidad, a cada persona se le atiende en su casa o se le busca la fórmula para que otro compañero venga a tratarle. Si es necesario llevarla a un hospital, movilizamos ambulancias y a militares que ayuden a evacuarle. Además, hay mucho anciano que tiene pánico a salir de su casa por una caída. Intentamos explicarles que ahora mismo no es el mejor momento para bajar a la calle».
Silvia pide que en este reportaje no aparezcan su apellidos ni el hospital en el que trabaja. «Sólo di que soy una enfermera de urgencias», le insiste al reportero.
Antes de despedirse, la mujer cuenta que tiene guardado en la retina lo que vio cuando hace años fue a un campo de refugiados palestinos en Líbano. «Aquí, como allí, sólo la gente le ayuda a la gente. ¿Dónde están los políticos? Yo no los veo... Pero ni falta que hacen».