Que Arda Turan esté tan gordo como cualquier persona de orden tras unas buenas Navidades es la coda perfecta para el ardaturanismo, aquella revolución efímera que hizo felices a los atléticos durante cuatro temporadas gloriosas y cuyo principal atractivo fue que el genio turco parecía más uno de nosotros (los aficionados) que uno de ellos (los profesionales).
Siempre han existido jugadores así, con tanta calidad que no ha habido forma de evitar que triunfasen en el fútbol, pese a que ellos mismos no parecían demasiado interesados en encajar en un mundo que exige al talento vestir de uniforme, civilizar a Mowgli. Pienso, sin equiparar, en aquel Arda, el Guti del Madrid o el De la Peña del Barça, futbolistas que no fueron lo que pudieron haber llegado a ser sino lo que ellos quisieron ser. Y esa rebeldía les tatuó en el corazón de los suyos. En un mundillo de marchas militares, son un riff de guitarra que, cuando para la música, es lo único que sigue resonando en tu cabeza.
En el incipiente Atleti de Simeone, todo orden, competitividad y espíritu colectivo, Arda fue la niña del abrigo rojo en el duro blanco y negro de La lista de Schindler. El Cholo, como Spielberg, entendió que lo que debería haber desentonado a priori, le daba otra dimensión al conjunto. Los años que el argentino y el turco se entendieron fueron una delicia, un milagro condenado a acabar. Y acabó, claro, pero el recuerdo permanece.
Arda Turan, que cenaba varias noches por semana en el mismo kebab de a cuatro euros la pieza; que decidió no hablar español, aunque sabía, porque así podía llevar siempre a su lado a un amigo como intérprete; que pagaba los recibos de todos los vecinos del edificio de Estambul en que creció; que le tiró una bota a un linier porque hasta sus cruces de cable eran diferentes; que era venerado en el vestuario, y, mientras Mario Suárez le cortaba la melena en el Bernabéu tras ganar la Copa, soltó la frase que bien pudiera resumir su filosofía vital: "Slowly, cabrón".
Hay un momento que define el ardaturanismo. En el partido más tenso que había jugado aún aquel Atleti, la vuelta de las semifinales de Champions contra el Chelsea, el equipo salió al césped de Stamford Bridge un rato antes de empezar. Caras serias, nervios obvios, el peso de la Historia sobre sus hombros. Y ahí apareció Arda. Camisa y tirantes, sonrisa de lado a lado y bebiendo tranquilamente un café, como el invitado que busca avituallamiento en una boda a las tres de la mañana antes de seguir de juerga. A su alrededor se destensó todo. Luego procedió a aniquilar al Chelsea. Arda siempre fue eso: diversión, talento y clase. No el ídolo perfecto, pero sí el más carismático.
Arda se fue del Atleti por el motivo más acorde con su forma de ser -se cansó de correr- y el Barça, sancionado sin inscribir hasta enero, no cayó en que igual no era buena idea tener seis meses a un espíritu libre con tanto tiempo disponible. Fracasó allí, volvió a Turquía, le sancionaron durante meses por empujar a un juez de línea (hay una fijación ahí) y una noche de miércoles, salió, se lio, intentó levantarle la novia al cantante más famoso del país delante de él y acabó pegando tiros al aire en un hospital. Dejó de jugar, de pasarlo bien, y todo se desmoronó. Un final lógico para quien siempre tuvo alma de estrella del rock. Lo escribió Neil Young y lo utilizó Kurt Cobain como despedida: It's better to burn out than to fade away. Es mejor arder que apagarse lentamente.
"Para mí es importante ser feliz y sonreír, es mi filosofía de vida. También me gusta hacer feliz a la gente. Probablemente estoy loco", dijo Arda una vez. Y aunque ahora esa foto convertida en meme se tome como prueba de su autodestrucción, es al revés. El ardaturanismo no podía acabar con confeti, trofeos y homenajes, sino con un señor gordo jugando a la pelota sin importarle nada excepto divertirse.
Conforme a los criterios de