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El eterno retorno del oro: refugio sólido en tiempos de incertidumbre

Desde imperios antiguos hasta bancos centrales modernos, el oro ha sido más que un metal precioso: ha sido refugio, símbolo y garantía sin discusión cuando todo lo demás falla.

El eterno retorno del oro: refugio sólido en tiempos de incertidumbre
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Desde hace más de 5.000 años, el oro ha acompañado a la humanidad como símbolo de poder, riqueza y, sobre todo, seguridad. Ha sido moneda en imperios antiguos, reserva de los bancos centrales modernos y objeto de deseo en épocas de crisis. Su escasez, su durabilidad y su independencia de cualquier gobierno o sistema financiero lo han convertido en un activo singular: ni produce intereses ni depende de la promesa de pago de nadie, y aún así, cuando todo falla, es el oro el que se queda.

En el siglo XIX fue el pilar del sistema monetario global bajo el patrón oro, respaldando divisas nacionales y garantizando la estabilidad de los intercambios comerciales. Con la ruptura de Bretton Woods en 1971, muchos vaticinaron su ocaso, pero el tiempo demostró lo contrario: el oro no desapareció, simplemente cambió de traje. Dejó de estar en el centro del sistema monetario para convertirse en el núcleo silencioso de muchas carteras patrimoniales. Hoy, lejos de volverse irrelevante, ha resurgido como un refugio universal, buscado por individuos, gestoras de fondos y bancos centrales que ven en él un escudo frente a la inflación, la incertidumbre política o el colapso de los mercados financieros.

Su valor no proviene de un flujo de caja ni de un dividendo, sino de algo más elemental y, paradójicamente, más sólido: la confianza que inspira en los peores momentos. Ha sobrevivido guerras, quiebras, hiperinflaciones y transiciones tecnológicas. El oro no pertenece al pasado: forma parte del presente y se proyecta hacia el futuro como un activo que no necesita innovar para seguir cumpliendo su función.

Hoy, en un mundo nuevamente convulso con amenazas arancelarias, tensiones geopolíticas, y dudas crecientes sobre el rumbo económico global, el oro vuelve a ocupar un lugar central. No como moda, ni como respuesta emocional, sino como lo que siempre ha sido: un testigo silencioso del tiempo que protege a quienes lo sostienen cuando el resto tambalea.

En este contexto, J.P. Morgan mantiene una perspectiva alcista de largo plazo: "Un escenario de aranceles universales podría potenciar significativamente el precio de los metales preciosos. Las preocupaciones sobre el crecimiento y la inflación seguirán impulsando una fuerte demanda inversora de oro" sostiene Natasha Kaneva, jefa de estrategia de materias primas del banco estadounidense. Mientras la política global se vuelve volátil y la inflación acecha, el oro continúa haciendo lo que mejor sabe hacer: proteger.

Refugio

Durante cada gran recesión de las últimas cinco décadas, el oro ha demostrado su capacidad para resistir e incluso ganar valor, cuando otros activos, como las acciones, se tambalean. Veamos algunos ejemplos concretos. Durante la recesión de 1973-1975, el oro pasó de 97 a 175 dólares por onza. Un alza del 80%. En ese mismo período, el índice de precios al consumidor de EEUU (CPI) subió un 15%, mientras el S&P 500 se desplomó casi un 18%. A comienzos de los años 80, otro período turbulento para la economía estadounidense, el patrón se mantuvo. De enero a julio de 1980, el oro se revalorizó un 20%, mientras la inflación subía un 6% y las bolsas apenas arañaban un 8% de retorno. El oro volvía a cumplir su promesa: resistir cuando todo lo demás es incierto. En 2001, tras el estallido de la burbuja puntocom y los atentados del 11-S, el oro también ofreció refugio. Aunque su subida fue más modesta (4,5%), lo hizo en un contexto de deflación y caída bursátil del 4,7%. Pero fue en la crisis financiera global de 2007-2009 donde el oro consolidó definitivamente su lugar en el imaginario financiero contemporáneo. Mientras el S&P 500 sufría una pérdida histórica de casi 40%, el oro se valorizó un 16%. Más que un activo, fue un salvavidas para quienes lo mantuvieron en sus carteras. La historia se repetía en clave dorada: cuando la confianza en el sistema financiero disminuye, el oro brilla. Y más recientemente, durante el inicio de la pandemia de COVID-19, entre febrero y abril de 2020, el oro subió un 8%, mientras el mundo entero caía en pánico y las acciones se desplomaban casi un 16%. En medio del caos global, el oro fue de nuevo sinónimo de estabilidad.

Resiliencia

¿Cómo se puede explicar esta resiliencia? Primero, por su naturaleza física y finita. El oro no depende de la promesa de pago de nadie. No se devalúa por decreto ni puede quebrar como una empresa. No rinde intereses, es cierto, pero tampoco exige confianza ciega: simplemente existe, y en momentos de duda, eso basta. Segundo, su historia. El oro ha sido aceptado como dinero, como tesoro y como símbolo de riqueza durante más de 5.000 años. En la antigua Roma, un aureus de oro (~8 gramos) podía pagar el salario mensual de un soldado. Hoy, una onza de oro (~30 gramos) puede cubrir, en muchos países, un mes de salario medio. Esa equivalencia, sorprendentemente constante, es la mejor definición de preservación de valor. Tercero, su independencia. El oro no está atado a ninguna economía, política monetaria o banco central. En tiempos de desdolarización, guerras comerciales y sanciones cruzadas, esta neutralidad lo convierte en un activo estratégico, tanto para inversores como para bancos centrales. El contexto actual refuerza esta tesis. El regreso de Donald Trump al primer plano político ha reactivado el temor a un ciclo de proteccionismo agresivo. Sus amenazas de imponer aranceles de hasta el 100% a productos chinos y penalizar a países que no cooperen con su agenda generan inquietud en los mercados. Incluso antes de haber anunciado sus medidas arancelarias el simple anuncio de sus intenciones ha sido suficiente para mover capitales hacia activos defensivos, y el oro ha sido uno de los principales beneficiarios. Esta posibilidad encajaría con el "escenario disruptivo" descrito por J.P. Morgan, que prevé que el aumento de aranceles, la inflación elevada y la expansión del déficit fiscal estadounidense fortalecerán la demanda de oro como cobertura frente a la pérdida de valor monetario.

Bancos Centrales

Según datos recientes del World Gold Council, los bancos centrales han incrementado sus reservas de oro a niveles récord. Un comportamiento que Goldman Sachs respalda en sus previsiones: "El incremento por encima de lo esperado en la demanda de los bancos centrales, motivado en parte por el congelamiento de activos rusos en 2022, impulsa nuestras proyecciones", explica Lina Thomas, analista del banco. Para finales de 2025. Deutsche Bank ha elevado también sus pronósticos: estima ahora un precio promedio de 3.139 dólares para 2025 y de 3.700 para 2026, impulsado por las recientes tensiones geopolíticas y económicas globales. Países como China, India y Turquía acumulan lingotes como respuesta a la incertidumbre geopolítica y al debilitamiento del dólar. En 2023 y 2024, las compras oficiales de oro han superado las 1.000 toneladas anuales, un volumen sin precedentes en medio siglo.

Ahora bien, conviene no idealizar. El oro no es una panacea y como siempre lo más prudente es buscar orientación profesional. No genera ingresos pasivos, ni multiplica el capital como las acciones en tiempos de bonanza. Pero tampoco lo pretende. Su función no es crecer, sino no desaparecer. En otras palabras: no se tiene oro para ganar, se tiene oro para no perderlo todo. Esta visión conservadora no ha impedido que el oro haya tenido un desempeño brillante en los últimos meses. Desde Renta4 Banco recuerdan que "normalmente el oro actúa como activo refugio y suele ser una buena opción en este tipo de entorno.

Actualmente hay que tener en cuenta que cotiza cerca de sus máximos históricos, aproximadamente a 3.000 dólares por onza, habiendo subido un 27% en 2024 y un 16% en lo que llevamos de 2025". Una filosofía que parece estar guiando también a los bancos centrales, cuyas compras en 2024 superaron nuevamente las 1.000 toneladas. China, por ejemplo, retomó en noviembre su acumulación con 5 toneladas, seguidas de otras 10 en diciembre. J.P. Morgan prevé que, bajo un escenario macroeconómico disruptivo, estas adquisiciones podrían mantenerse sólidas y convertirse en una fuente clave de demanda en 2025. Por eso, más allá de lo que diga Trump, de la inflación o de los ciclos de la Reserva Federal, el oro seguirá ocupando un lugar en las carteras diversificadas. No por moda ni especulación, sino por lo que representa: un seguro contra lo impensable. Quienes entienden esto no lo ven como un activo oportunista, sino como un compañero de largo plazo. Porque si algo nos ha enseñado la historia es que el oro no necesita hablar para recordarnos que está ahí cuando lo necesitamos. Pocos activos cargan consigo tantos siglos de significado como el oro. No habla, pero está presente cuando las palabras fallan; no promete, pero acompaña cuando las promesas se rompen. Su historia no es solo financiera, es también cultural, simbólica, humana. Ha sido medalla y castigo, moneda y talismán, dote, tesoro, escudo. A lo largo de las recesiones más relevantes del último medio siglo, el oro ha mantenido una coherencia silenciosa: resistir cuando todo lo demás flaquea. En momentos de inflación, crisis o miedo, su cotización no siempre sube con estruendo, pero casi nunca desaparece del mapa.

Su valor, más allá del precio, reside en lo que representa: permanencia. Hoy, ante una nueva etapa de tensiones comerciales, riesgos políticos y preguntas sin respuestas claras, el oro vuelve a ocupar un lugar en las conversaciones. No porque sea novedad, sino porque nunca se fue. Mientras los ciclos económicos giran y las certezas se diluyen, este metal sigue cumpliendo su papel sin urgencia ni estridencia. No es casual que las civilizaciones de todo el mundo hayan confiado en su valor durante miles de años sin interrupción. El oro no ofrece soluciones, pero tal vez por eso mismo resulta tan valioso: porque en un mundo que cambia cada día, hay algo en su brillo que permanece. Y a veces, eso basta.