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En 1949, sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, 12 países de ambos lados del Atlántico se unieron para firmar el Tratado de Washington, el comienzo de la alianza militar más poderosa del mundo y de la historia. En los 75 años transcurridos desde entonces, la OTAN ha crecido poco a poco hasta los 32 miembros actuales, que se verán las caras esta semana en una ocasión especial en el mismo lugar para enfocarse, en medio de todo el ruido geopolítico, en cómo responder a los muchos y peligrosos desafíos globales.
La OTAN vuelve a casa en los momentos significativos. Estuvo aquí por última vez en 2012, en Chicago, la última gran cumbre antes de la ocupación de Crimea, Y en Washington en 1999, en el 50º aniversario, para dar la bienvenida a Polonia, Hungría y la República Checa. Esta semana, la cita será de nuevo en la capital en busca de paz, estabilidad y confianza. La convocatoria llega sin embargo en un momento delicado, con creciente preocupación por la situación en el frente de Ucrania y fricciones sobre la mejor forma de tender la mano a Kiev. Por el problema húngaro, que sobrepasa los límites de la Unión Europea, sobre todo tras la inesperada visita de Viktor Orban a Moscú hace unos días, seguida de otra a China. Por las diferencias entre aliados sobre cómo enfocar la rivalidad precisamente con Pekín. Y con una cuestión de fondo que a nadie se le escapa: el temor, la inquietud y las infinitas preguntas sobre cómo podría capear la OTAN un segundo mandato de Donald Trump.
La situación es paradójica, porque la Alianza por un lado está más que razonablemente en forma, muy lejos de sus horas más bajas. No tiene una crisis como las que protagonizó Charles de Gaulle o una división como la registrada en los años de la Guerra de Irak. No se habla en absoluto de la "muerte cerebral", como dijo Emmanuel Macron en 2019. Ni se plantea que Estados Unidos renuncie al concepto esencial de defensa colectiva, como pasó entre 2016 y 2020. Dese la invasión rusa de Ucrania ha incorporado a dos miembros más, históricamente reacios, como Suecia y Finlandia. Y ha mejorado sus capacidades, aumentando la velocidad de respuesta y de reacción, reforzando el flanco Este.
No es sólo eso. En 2014, justo después de la anexión de Crimea, los jefes de Estado y de Gobierno de la OTAN acordaron en Gales comprometer el 2% de su Producto Interno Bruto (PIB) para gastos de defensa y "garantizar la continua preparación militar de la Alianza". Entonces, sólo tres países superaban ese umbral. Ahora, con mucho retraso, se espera que 23 aliados de los 32 lleguen o superen el 2% este curso. En una década se ha pasado del 1,43% de su PIB combinado al 2,02%, con una inversión que este año ascenderá a más de 430.000 millones de dólares.
Con ese panorama, debería ser un momento no de euforia, pero al menos sí de celebración tranquila. Pero la realidad de las relaciones internacionales, empezando por Oriente Próximo, pocas veces da un respiro. La agresión rusa ha demostrado que la Alianza sigue teniendo todo el sentido, y que incluso si los intereses estratégicos de Estados Unidos, el aliado indispensable, han girado y seguirán haciéndolo hacia el Pacífico, la frontera del este de Europa no se puede descuidar. Pero si vuelve Donald Trump o si las fuerzas populistas cogen fuerza en Europa, ese compromiso que parece tan obvio a nivel teórico puede resquebrajarse.
Ahora mismo, uno de los grandes problemas se llama Viktor Orban, por él mismo y por lo que representa. El primer ministro húngaro lleva dos lustros poniendo palos en las ruedas de la UE, pero ahora, envalentonado, va a más. Da por hecho que Trump logrará imponerse en las elecciones de noviembre, y ha apostado todo a esa carta y a una escisión iliberal encabezada por él en unos meses. Cuenta también con un giro en el Gobierno neerlandés tras la victoria del partido ultra de Geert Wilders, con la ironía de que el primer ministro saliente de ese país, Mark Rutte, será el próximo secretario general. Confía igualmente en que Marine Le Pen llegue al poder en Francia en el próximo ciclo, a pesar del resultado electoral de este domingo. Y cuenta con los intereses comunes del Gobierno eslovaco y con un posible cambio de rumbo del italiano si Meloni ve que más aliados en la derecha nacionalista llegan al poder.
Una cumbre tranquila
La gran aspiración de la organización es tener una cumbre tranquila, sin sobresaltos, sin enfrentamientos, sólo con buenas noticias y celebración de estos 75 años de la firma del Tratado de Washington. La cita del año pasado, en Lituania, es recordada por el caos y la tensión con Volodimir Zelenski, que sabiendo que sus aspiraciones no iban a quedar cubiertas calentó el encuentro con declaraciones explosivas mientras iba de camino. La de Madrid fue un éxito organizativo, pero las ilusiones de que se hubiera podido celebrar de verdad la entrada de Suecia y Finlandia chocaron contra el muro turco, ya que Recep Tayyip Erdogan exigió concesiones claras de ambas aspirantes para retirar el veto, en la misma línea que después usaría el propio Orban para retrasarlo todo hasta hace poco.
En Washington no debería haber nada de eso, ni sobre todo escenas bochornosas como la de 2018 en Bruselas, la primera de Donald Trump, en la que atacó a colegas, acaparó la atención y dejó imágenes para la historia, como abrirse paso a codazos para ocupar la primera fila en las fotos. Esa cumbre tiene un lugar especial en la historia interna de la Alianza, no por lo que se aprobó, sino por lo que pudo pasar y lo que aceleró. Ese verano, Trump provocó escalofríos con una serie de intervenciones sin precedentes, llamando gorrones y una palabra que en una de sus acepciones es también "delincuentes" por no gastar lo comprometido. Atacando uno a uno a todos en la sala, con nombre y apellido, sin ningún respeto o decoro, con todo su equipo, entre ellos halcones curtidos como John Bolton, sufriendo impotentes a su lado, temiendo un anuncio catastrófico.
Para entender la profundidad del shock hay que tener en cuenta que las cumbres de la OTAN nada tienen que ver con las de la UE u otros organismos. Está todo coreografiado, trabajado. Los textos vienen cerrados por los embajadores y ministros, las declaraciones están medidas al detalle, los secretarios generales nunca improvisan. Ese vuelve a ser el objetivo esta semana, con un Joe Biden necesitado de apoyo internacional y de reforzar su figura de "líder del mundo libre", y con la única cuestión medio abierta siendo Ucrania.
La decepción de Ucrania
Según Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN en su último servicio, tras mantenerse en el cargo más que nadie antes, la cumbre de Washington se centrará en tres temas principales. El primero, consolidar "la defensa y la disuasión, el negocio principal de la OTAN". El segundo, recalcar que los aliados estarán hasta el final con los esfuerzos de Ucrania por defenderse. El tercero es el fortalecimiento de las relaciones de la OTAN, sobre todo en el Indo-Pacífico.
En Vilna, hace un año, Zelenski salió tocado y tampoco se irá de Washington feliz. La OTAN no va a poner por escrito algo que acerque más o formalice un futuro ingreso. Ya dijo en Lituania que "su futuro está en la OTAN", pero no hay margen para profundizar, así que el pacto es ofrecerle un paquete con una especie de opción puente y asistencia económica. Pero menor de lo esperado.
2024 ha sido muy difícil en ese sentido. La UE sudó sangre para aprobar un paquete de asistencia por el boicot húngaro, y el Congreso de Estados Unidos lo mismo por la división, sobre todo por el sector más radical del Partido Republicano y el trumpismo sociológico, que en un giro impensable en las primeras décadas de la historia de la OTAN, se ha vuelto prorruso o por lo menos no contrario a su imperialismo. El secretario saliente Stoltenberg quería poner encima de la mesa la cifra de 100.000 millones para los próximos cinco años, pero no lo consigue. Serán 40.000 millones para este año, pero ni siquiera de dinero fresco.
Kiev necesita munición, piezas de artillería, defensas antiaéreas, cazas F16, tanques. Pero la Alianza mantiene líneas rojas: no soldados (a pesar de lo exabruptos franceses) ni membresía mientras no haya paz, porque las consecuencias de activación de cláusulas de defensa colectiva implicarían una guerra total.
No todos los países tienen claro qué es lo mejor, y los expertos en política internacional están igual. En una carta, hasta 60 profesores o miembros de think-tanks norteamericanos han pedido que la OTAN no abra la puerta a un ingreso rápido, ni ponga una fecha. "Cuanto más se acerque la OTAN a prometer que Ucrania se unirá a la Alianza una vez que termine la guerra, mayor será el incentivo para que Rusia siga librando la guerra", dice el documento. "Los desafíos que plantea Rusia se pueden gestionar sin incorporar a Ucrania a la OTAN".
Gobiernos europeos piensan así. Algunos, como los más cercanos a Moscú, por intereses espurios. Pero otros, con el bienestar ucraniano en mente, creen que es ir demasiado lejos. Que una cosa es mandar un asesor civil de la Alianza a Kiev de forma permanente, como se prevé aprobar en la cumbre. Y otra poner una fecha clara a un país que está en guerra.