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En marzo de 1983, unos días antes de que los entonces príncipes de Gales, Carlos y Diana, emprendieran una gira a lo largo y ancho de Australia, su entonces primer ministro, Bob Hawke, preguntado en una entrevista por si creía que el hijo de Isabel II sería "un buen rey" para el país, aseguró: "No creo que en Australia vayamos a hablar nunca más de reyes". Más de cuatro décadas después, el mismo Carlos iniciaba este viernes su decimoséptima visita al país oceánico. Lo hacía acompañado por su mujer actual, Camila. Pero, sobre todo, pisaba el suelo como monarca que sigue siendo de Australia.
Se equivocó profundamente Hawke. La que Londres bautizó hace más de dos siglos como Terra nullius al emprender su colonización sigue siendo hoy uno de los 15 países en todo el globo -incluido el Reino Unido- que mantiene a Carlos III como jefe de Estado. Es la herencia política que el soberano británico recibió de su madre cuando asumió el trono en septiembre de 2022. Plenamente consciente, eso sí, de lo difícil que le será poder legar a su primogénito las riendas de todos ellos cuando concluya su reinado. Por pura inercia a la que empuja la Historia. Y porque en algunos de esos países, como Jamaica, ya se está avanzando para dejar atrás la Monarquía parlamentaria y abrazar un sistema republicano.
Sin embargo, no todo es zozobra en este asunto para el titular de la Casa Windsor. El sentimiento monárquico está más arraigado de lo que los activistas a favor de la República desearían en naciones cuyo rey ocupa un trono a muchos miles de kilómetros. Y la clara demostración está en la misma Australia. A pesar de que Carlos y Camila han sido recibidos por una ruidosa y bien orquestada campaña del nutrido movimiento que aboga por la abolición de la Monarquía -incluido el feliz eslogan que presenta la visita como la gira de despedida del rey-, una encuesta de esta misma semana difundida en medios locales reflejaba que un 45% de los australianos prefiere mantener la institución frente al 33% que sí reclama adoptar ya la República.
No desconoce el primer ministro de Australia, Anthony Albanese, ferviente republicano, que la idea de cambiar el sistema no termina de arraigar entre sus compatriotas, por más que la mayoría vea la Monarquía casi como algo pintoresco. En ese sentido, Albanese aseguró el año pasado -tras el fracaso del referéndum para el reconocimiento constitucional de los pueblos aborígenes- que no será una cuestión prioritaria, ni mucho menos, durante su mandato. Su acción política se está caracterizando, además, por una absoluta lealtad hacia Carlos III. "Quiero ver a un australiano como jefe de Estado de Australia. Pero eso no significa que no se pueda respetar la institución, que es el sistema de gobierno que tenemos. Y creo que, como primer ministro, tengo la responsabilidad de representar a la nación de una manera que respete los acuerdos constitucionales, que están ahí", dijo con envidiable y profunda convicción democrática durante su asistencia, en mayo de 2023, a los fastos en Londres por la coronación del monarca.
En la misma línea actúan los líderes de la vecina Nueva Zelanda, otra de las naciones de las que Carlos III es rey, como la ex primera ministra Jacinda Ardern, quien, además de erigirse durante su mandato en uno de los iconos del laborismo mundial, reivindicó siempre su deseo de que el archipiélago cortara los lazos con los Windsor. Pues bien, nada de ello contradice que este miércoles fuera investida en Londres por el príncipe Guillermo como Dama Gran Comendadora de la Orden del Mérito de Nueva Zelanda, un reconocimiento por el que Ardern admitió sentirse "increíblemente honrada". Y es que, a fin de cuentas, una encuesta de News Kantar reflejó a la muerte de Isabel II que el 50% de los neozelandeses quiere mantener la Monarquía, con apenas un 27% que se declaró republicano.
Menos halagüeñas pintan las cosas para el soberano británico en sus dominios del continente americano. Jamaica, isla de casi tres millones de habitantes bañada por el Caribe, podría convertirse en la República más joven del planeta el próximo año si se cumplen los deseos de su Gobierno, liderado por el laborista Andrew Holness. Desde hace más de un año se ha avanzado en las medidas institucionales imprescindibles para poner fin a la etapa monárquica en la nación. En verano, el máximo asesor jurídico del Parlamento presentó dos proyectos de ley, uno de enmienda de la Constitución, y otro de referéndum, los dos instrumentos básicos para que el país pueda cambiar su forma política de gobierno.
Los dos grandes partidos del Estado están de acuerdo en que ha llegado el momento de abrazar la República. Y, aun así, no está resultando tan sencillo llegar a tal destino porque desde las filas de la oposición se exige al Ejecutivo que una cuestión de tal calado vaya acompañada de otras reformas no menos urgentes para la regeneración institucional jamaicana. Y, además, la supresión de la Monarquía debe ser respaldada por la ciudadanía en un referéndum. Aunque los sondeos más recientes sí indican un amplio anhelo de cortar todos los lazos con lo que los republicanos definen como "residuos coloniales", no es desdeñable que en torno al 40% de los jamaicanos siga prefiriendo la estabilidad que aporta tener al rey británico a la cabeza.
Mucho más al norte, en Canadá se aprecia un irremediable desapego de los ciudadanos hacia la Monarquía. El 47% se decanta por la República, según la última encuesta de Lord Ashcroft, frente a un escaso 23% que apoya firmemente a la Corona -el resto no sabe o no contesta-. Claro que, pese a un resultado demoscópico tan contundente, nada hace indicar que a corto plazo Canadá se convierta en una República. Y ello porque la Monarquía, como tantas otras instituciones del país, está muy blindada en el ordenamiento constitucional. Su abolición habría de contar con un complejísimo acuerdo tanto de las dos Cámaras del Parlamento nacional como de las asambleas legislativas de las 10 provincias, ya que se exige la llamada "enmienda de consentimiento unánime" a la Ley Fundamental. Sencillo no parece.
Los mencionados Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Jamaica y Canadá comparten a Carlos III como jefe de Estado con Antigua y Barbuda, Bahamas, Belice, Granada, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, y San Vicente y las Granadinas (en el Caribe); además de Tuvalu, Islas Salomón y Papúa Nueva Guinea (en Oceanía).
Y no sólo en Kingston acarician la idea de que Carlos III se convierta en un rey extranjero. En otras de estas naciones también miran al espejo de lo ocurrido en Barbados que, en 2021, en vida aún de Isabel II, se convirtió en la última nación en romper todas las amarras con Buckingham.
Se trata de un proceso casi inevitable, dado que no resulta ni mucho menos sencillo el mantenimiento como jefe de Estado de una figura tan alejada a la realidad cotidiana de cualquiera de estas naciones. A su llegada al trono en 1952, la propia Isabel II asumió las riendas de un imperio que comenzaba a desgajarse, como correspondía al auge de los procesos de descolonización alumbrados por el final de la Segunda Guerra Mundial. La gran joya de la Corona, la India, se había independizado ya, por lo que la monarca nunca fue proclamada emperatriz, a diferencia de sus predecesores. Pero aún tuvo tiempo de ser reina de vastos territorios como Pakistán y de muchas naciones del continente negro, incluida Sudáfrica. Entre los años 50 y 70, decenas de países se separaron definitivamente del Palacio. Antes que Barbados, los últimos reinos perdidos por los Windsor fueron Fiji (1987) y Mauricio (1992).
Claro que la pérdida de territorios fue acompañada por parte de Isabel II de una decidida vocación de impulsar la Commonwealth, la organización que surgió de los vestigios de lo que había sido el gran imperio de Londres que llegó a dirigir las vidas de uno de cada cuatro habitantes del planeta en su momento de mayor esplendor. Carlos III también ha heredado de su madre la férrea voluntad de dedicar buena parte de sus esfuerzos a que la Mancomunidad de Naciones que agrupa a una cincuentena de países no pierda vigor. Ello es fundamental para que la Monarquía británica pueda seguir desplegando su extraordinaria diplomacia blanda con todo su potencial. Y explica el afán del rey, en pleno tratamiento contra el cáncer, por haber hecho este viaje a las antípodas, ya que concluirá justamente con la cumbre de líderes de la Commonwealth, en Samoa.
Ésta es la primera gran gira al extranjero de Carlos III desde su llegada al trono. Buckingham empezó a diseñar en paralelo a su coronación sus primeras visitas como rey a Australia, Nueva Zelanda y Canadá a modo de impulso de la institución. Todo se truncó, sin embargo, cuando a principios de este año se hizo público que padecía cáncer. Durante semanas, suspendió toda su agenda, aunque no tardó en retomar progresivamente una actividad institucional con la que ha tratado de espantar al fantasma del trono vacío.
Con el desplazamiento a Sidney, el soberano busca también trasladar la imagen de un monarca que se recupera satisfactoriamente y capaz de seguir afrontando los más altos desafíos inherentes a su cargo. La expectación ante cada uno de sus pasos en Oceanía es, lógicamente, enorme. Y los monárquicos, en este caso en especial los australianos, se conjuran para que no falle nada por temor a que el evidente sobreesfuerzo del rey, en las actuales circunstancias, resultara contraproducente.