"Nuestros recuerdos nos hacen creer que en un tiempo remoto, del mismo modo que nuestra infancia llega a su fin, fuimos expulsados del paraíso", escribió Rüdiger Safranski. Sus palabras dan inicio al último capítulo de Descampados un texto de enorme belleza, lleno de poesía. Porque, aunque el carácter autobiográfico define este trabajo de Manuel Calderón (Córdoba, 1959), es la poesía la que marca el ritmo de esta narración que avanza a través de los versos cantados por Serrat, que regresan al autor a ese tiempo remoto, a ese paraíso que, sin embargo, nunca fue tal.
Descampados
Tusquets. 288 páginas. 19 ¤ Ebook: 9,99 ¤
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"Llegó el invierno, el frío, la lluvia y el colegio, y abandoné mi casa, mi árbol fiel", árbol "que habrá sido talado, puede que convertido en ceniza, o en un mueble funcional. Pero la casa permanecerá enterrada en la memoria de ese terregal que sigue siendo". El recuerdo niega la posibilidad de la expulsión, pero el recuerdo no lo es todo: con la asunción de los límites de un recuerdo incapaz de abarcarlo todo, aparece el Calderón ensayista y periodista, el que sabe que la experiencia individual es siempre insuficiente, que es necesario ir más allá del yo.
El espacio del descampado es el protagonista de la indagación que lleva a cabo Calderón en estas páginas; el descampado es un espacio físico, pero también simbólico y, efectivamente, el título del libro alude tanto a esos no-lugares, tal y como diría Marc Augé, de las periferias de las ciudades, entre autopistas y siempre pendientes de ser objetivo de la especulación inmobiliaria, como al propio ensayo que adquiere precisamente la forma de un descampado, de un territorio sin puerta de entrada.
Porque, efectivamente, este libro tiene la forma de Pentesilea, esa ciudad sin puerta en la que, escribió Italo Calvino, de lo que se trata es de caminar, pero no para llegar a un destino concreto, sino para buscar "otros terrenos baldíos, después un oxidado suburbio de ofician y depósitos, un cementerio, una feria de carruseles, un matadero".
Y esto lo que hace precisamente Calderón a lo largo de estas páginas, porque el descampado es el territorio a partir del cual regresar a la infancia, pero también el territorio en el que transitar por distintos temas: de la experiencia migrante de un niño andaluz que llega a la periferia de Barcelona a los desmanes de un urbanismo que no mira por las necesidades de quien habita; de la vivencia de la pobreza y la violencia a un progreso donde no hay espacio para el olvido del propio origen; de la conciencia de clase al reconocimiento de la propia situación privilegiada; de la preocupación por el desvalido al rechazo de toda forma de paternalismo e idealización; del nombrar los lugares a las indagación de las palabras que ocultan un pasado del que no se quiere hablar.
Descampados es un recorrido histórico, social y cultural por un pasado compartido y, a la vez, fragmentado por fronteras que, en forma de autopista, de terrenos cultivados y vías del tren, unen y separan. Dijo José María Valverde que las costumbres esconden "la fisionomía moral de una persona" y Calderón indaga en ellas, en la fisonomía de un país.
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