MADRID
El cubil

Cartones y caquitas

Cartones y caquitas
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El mal humor instalado a perpetuidad no hace más que crecer en cuanto salgo a la calle y compruebo que la limpieza sigue como asignatura pendiente de Madrid, la que depende del Ayuntamiento y la que concierne al madrileñito de a pie. No hay semana en que los diferentes contenedores de reciclaje de cartón que salpican el barrio no se desborden por la conciencia medioambiental espoleada por el tabarrón del cambio climático. Ese mensaje solidario con el planeta luego no se cumple del mismo modo por la parte de la oficialidad que lo inserta en nuestras cabezas como un logaritmo. Y así cajas, embalajes y el más diverso cartonaje invaden la acera hasta estrechar el paso del peatón.

Convengamos que si el depósito previsto no alcanza a almacenar por su limitada capacidad todo el cartón, habrá que implementar la frecuencia de su recogida. Lo realmente sorprendente es que la nueva Ordenanza de Limpieza Municipal proponga multas que oscilan entre los 200 y 2.000 euros para «aquellos que dejen cajas de cartón fuera de los contenedores».

Ese celo sancionador escenifica el esperpento en el caso que nos ocupa, y bien podría aplicarse a todos aquellos dueños de perros que consideran la calle terreno abonable, independientemente de su localización. Les da igual la entrada a una Farmacia, un Supermercado o una casa. Y para muestra un botón.

Caminaba a cierta distancia de una señora encogida por los años, andares inseguros, blanco el pelo, alisado, a diferencia de los ricitos de su caniche. O puede que fuera de otra raza, de ese tipo de mascotas más cerca de la rata que de la categoría de perro. Un perrito, acordemos. Vi al perrito flaquear de las patitas traseras, tembloroso, sincopado, delante del portal de casa. La mujer lo miraba con ternura, casi empujándole con ánimo maternal a hacer la caquita, insisto, en el portal.

A medio metro tan sólo hay un arbolito. Pudiéndole arrastrar con un leve toque de correa a la jardinera que lo acoge, permitió la defecación en el borde el último peldaño. Se agachó entonces la buena dama con una bolsita negra a recoger los excrementos. Quedaron restos extendidos por el restregón del plástico. Adelanté dos zancadas y le reconvine educadamente. No tanto por la muestra escatológica en plena calle, al fin y al cabo recogida, sino por el sitio exacto de la deposición de Patitas. Pongamos que se llamaba Patitas la ratilla que cagaba en mi portal. Ella, algo azorada pero sin alteración aparente, protestó: «Si ya lo he recogido». Y sacó a continuación un pulverizador de agua -ya ves la desinfección-, que al parecer distingue ahora a los dueños de los perros junto con el manojo de bolsas reciclables. Todavía me miró mal.