MADRID
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Mueren los padres

Todos vivimos en la contradicción entre el anhelo de intimidad y el alivio que nos ofrece lo impersonal

'El momento de la muerte', de Edvard Munch (1893).
'El momento de la muerte', de Edvard Munch (1893).Munchmuseum
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Murió el padre de Jon Ander. Antes, murieron el de Antonio en Granada, el de Silvia en Madrid, el de Javier en Barcelona, el de Elena, Nacho y Luis en Logroño, el de Julio y Tere en Las Palmas... Algunos amigos dieron la noticia con triste alivio tras meses de agonía. Otros parecieron aturdidos. ¿Qué decir? Supongo que los padres se seguirán muriendo en un crescendo hasta que nos dejen solos y empecemos a morir los hijos.

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No es que Jon sea mi íntimo. Es un amigo del colegio de mi ex mujer, alguien con quien me relacioné primero en bares, luego en bodas y tanatorios y luego nada. ¿Alguna vez vino a cenar a casa? Creo que sí. El otro día le quise escribir pero descubrí que no tengo su número. Da igual. Jon y su mujer, Cecilia, siempre fueron muy cariñosos conmigo. Besos y abrazos a los dos.

Pienso en ellos y caigo en que este ciclo de duelos encadenados empezó con el padre de Luis, otro amigo de ese grupo, el 25 de septiembre de 2006. Sé la fecha porque coincide con un aniversario de mi familia. Del año me queda alguna duda. ¿Pudo ser en 2007? Creo que no. Pero recuerdo la hora con precisión, las cinco de la mañana. Llegó un sms. El padre de Luis había muerto, fulminado de un infarto. Luis nos llamaba a su casa en Chamartín.

En 2006, yo tenía moto y el trabajo empezaba a las 11:00, así que llegamos a ver a Luis y sus hermanas de los primeros. Qué escena de otra época fue aquel velatorio doméstico, aquel honrar al muerto en su cama, entre sus cosas, entre las marcas que dejó su vida. En parte, me acuerdo y pienso que benditos sean los tanatorios con su aire impersonal. Y, a la vez, entiendo que fue bonita aquella manera de abrir las puertas de un hogar en la fatalidad. La casa de Luis había sido un refugio para sus amigos en las alegrías y las tristezas. Hasta yo llegué a beber y bailar en su jardín. Había sido una casa grande, buena y alegre, pero se moría, como su dueño. Había que venderla, creo que ya antes de aquel infarto se hablaba de eso. Supongo que estuvo bien despedir a la casa así, con la verdad de la muerte.

Me viene una idea: todos vivimos en la contradicción entre el anhelo de intimidad y el alivio que nos ofrece lo impersonal ¿verdad? A veces es fastidioso que el camarero que nos pone el café nos salude por el nombre. Pero qué terror da lo contrario.

Y algo más: aquel día, en casa de Luis, yo era un recién llegado en un mundo de amigos de siempre. Estaba un poco perdido. Miraba desde fuera y veía que los invitados conocían los códigos del duelo, que sabían qué abrazo dar. Yo no. Mi educación había sido menos severa, me habían protegido demasiado de las asperezas de la vida. Entonces, por decir algo, comenté esa inseguridad mía. Creo que soné un poco esnob, como si presumiera. El malentendido aún hoy me apena. A los amigos perdidos de 2006: quería decir lo contrario, de verdad.