España será el sexto país del mundo que despenaliza la eutanasia. Lo ha hecho una mayoría parlamentaria más que suficiente, pero no transversal: una norma de semejante calado habría requerido un consenso más amplio y un proceso deliberativo más especializado que ha brillado por su ausencia. Las prisas de Sánchez obedecen como siempre al sectarismo y a la táctica cortoplacista: se trata de cegar los puntos de unión y priorizar leyes divisivas que arrinconen al PP y permitan a la mayoría de Gobierno arrogarse el monopolio del progreso moral. Pero una bancada en pie aplaudiendo la despenalización de la eutanasia como si se tratara de un triunfo incontestable mueve antes a la inquietud que al orgullo. Porque por primera vez en nuestro ordenamiento, la vida deja de ser un bien jurídico supremo y admite su desdoblamiento entre digna e indigna. Una distinción que nunca puede competer al Estado sino solo a la soberanía de la persona.
A todos nos conmueve el terrible sufrimiento en que la enfermedad llega a colocar a pacientes sin esperanza. Por eso causa desazón que el Gobierno haya optado por la vía expeditiva de la eutanasia antes que por una ley de cuidados paliativos, a los que accediera toda clase de pacientes: esto habría sido progresismo. La ley aprobada se esfuerza por detallar los supuestos que aseguren el garantismo del proceso -casos incurables bajo consentimiento aprobado por varios filtros sanitarios-, pero en ausencia de testamento vital deja la puerta abierta a la autorización final de terceros en presencia de un médico. Y ningún funcionario -y menos un médico- debiera ser quién para decidir qué vida es digna de ser vivida y cuál ha dejado de serlo.
Es el modo de tratar a los más vulnerables el que da la medida ética de una sociedad. Ojalá hubiera sido posible que la ideología y el juego político no contaminasen hasta la manera de abordar el final de la vida.
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