El hallazgo de David Gistau fue rasgar los géneros, ensanchar la columna hasta más allá de lo canónico, romperla sin temor a reconstruirla usando pedacitos de categorías culturales que parecían exiliadas de la prensa española por la prominencia de lo clásico, pero a las que él, no sin riesgo, abrió fronteras. Su acierto fue escribir como tantos otros intentan escribir hoy en una época en la que la mayoría aún escribía como antes. A finales de los noventa, en la páginas de La Razón.
Es importante destacar que Gistau llegó al lector de periódicos como columnista, aunque su carrera había empezado como reportero en la revista Paisajes desde el tren, que Renfe distribuía entre sus usuarios. Él se adueñó de la columna cuando esta se entendía como un género sólo al alcance de escritores o de quien ya tenía callos de, como se dice en la profesión, patear asfalto, hacer calle, de veteranos con o sin guerra. En cambio, para Gistau el columnismo fue una pista de despegue. Esta precocidad, además de convertirlo en un referente para las nuevas generaciones, abriría la puerta a esos mismos jóvenes que, imitando el estilo del barbilampiño melenudo que se dedicaba a burlar la impostura acudiendo a los mitos, asaltarían la prensa nacional como columnistas antes que como redactores de la sección de local. Y eso se produjo porque los directores de ciertos medios de comunicación verían en ellos el mismo filón que las editoriales habían avistado en la escritura rápida de la Generación Kronen, amamantada, como el propio Gistau, de la irreverencia, de la subversión de lo establecido, de ese traspasar los géneros, en la década semi olvidada y escasamente encumbrada de los noventa.
Mucho que ver con su notoriedad tiene el haber sabido calibrar, antes que otros, la combinación de referencias juveniles más populares con la honda intelectualidad. Todo, con la soltura de un gambeteador que regateaba aquellos santos lugares que visitaba: la familia, el fútbol, el cine, el boxeo, la política... Gistau se granjeó en seguida una excepcionalidad que sobresalió al lado de firmas sobresalientes. Pero, por supuesto, Gistau acudía a los clásicos. Por sus textos se pasean la sintaxis y las expresiones de Camba, las luces de Foxá, la dichosa pluma de Chaves Nogales. En el espejo, siempre su dios tronante Umbral, el de las negritas que atormentaban. Y en la meta, ¿Hemingway? Sin embargo, su incesante voluntad de poseer un estilo propio no le permitió plagiar a sus maestros: le conminó a estudiarlos, sí, porque sólo de las lecturas de otros puede nacer el rasgo del diferente; pero también a adaptarlos, a invitarlos a su columna en el mismo párrafo que a Astérix o a un Geyperman; a obligar a dialogar a Duchamp con Homer Simpson; a encontrar unos huevos, unos genitales, en los contextos más insospechados, ya sea en una cita de Unamuno o en la cara de la negrita del día. La naturalidad, la desinhibición, la modernidad, la desacralización, la canallada respetuosa de montar a Salinger sobre los lomos de Simba forjaron una seña de identidad: la del desmitificador, la del desenmascarador de vanidades de tecla suelta. Su estilo insolente evolucionaría, se refinaría. Y este cambio es muy visible en sus textos de finales de los 2000, donde exhibe un dominio del concepto y una amplísima cultura. En EL MUNDO y en Abc se convertirá en un impertinente educado que desbrozará la prosa que a veces difumina la idea, será padre -y cuánto configurará esto su escritura-, echará dos canas y se consagrará como un escapista del dogma para, simplemente, contar lo que vivía a la gente de su generación (y a quien quisiera leerlo). Gistau se transformará en una suerte de escritor de columnas, con el ojo siempre puesto en su prosa formativa, como Graham Greene y sus conflictos morales o el humor irónico de Osvaldo Soriano. Se imbuirá del estilo del nuevo periodismo americano que tanto referenciaba, desde Tom Wolfe a Norman Mailer, y será como descubrió que quería ser cuando creía que no podría ser otra cosa.
Hoy hace un año que David Gistau falleció. La trascendencia, el alcance, el respeto, las muestras de cariño que tanto tiempo después siguen rodeándolo, a su figura y a su trabajo, ponen de relieve la singularidad de un hombre que se fue como nunca nadie debiera irse. Incumplió sin quererlo pero temiéndolo el único propósito de su obra desde hacía años: no morir prematuramente, demasiado pronto para sus hijos, como su padre había muerto antes para él. Nada de lo humano ha sido ajeno a una obra de extrovertida dependencia íntima, exteriorizada en innumerables artículos en los que supura un vínculo especial con una infancia contrariada por un padre que fallece antes del tiempo reglamentario y que le afectó mucho más allá del molde de su personalidad. De hecho, fue su padre el que propició su primer contacto con la tradición patria del columnismo literario a través de las obras de Umbral, con quien, en sus estertores, Gistau labraría una insondable relación que finalizaría desmontando el dandismo impuesto del dandi por antonomasia. Muchos quisieron ver en él un heredero de Umbral. No solo no tenían absolutamente nada que ver, como ha explicado Jabois, sino que el propio Gistau quiso y supo despojarse de su influencia de estilo.
Tras la repentina muerte de su padre, se intensificó en él un medido hooliganismo por el Real Madrid, equipo sobre el que escribiría unas crónicas y columnas que con humor y simpatía engatusarían al lector. Estos artículos recogen la concepción del periodismo deportivo que desde décadas anteriores practicaban figuras como Gonzalo Suárez, quien bajo el pseudónimo de Martín Girard, y a la manera del nuevo periodismo -antes de saber qué demonios era eso del nuevo periodismo-, coprotagonizó la crónica junto a los personajes con un estilo personal cubierto de un halo literario colmado de licencias entonces insospechadas, como presentar una entrevista narrando su propio desayuno. ¿Y qué me importa a mí el croissant del señor Girard?, denunciarían los reaccionarios.
Si un columnista es un estilo, Gistau cultivó el suyo con oficio. No era nadie, pero desde sus inicios se acercó muchísimo a la identidad que perseguía. En sus columnas de origen destaca ya la fluidez, su nivel de ingenio, la novedad y la creación de un universo propio que comienzan a configurar la identidad de un periodista que no jugaba con las verdades, ¡quizá porque entonces aún no las tenía!, pero que disfrutaba haciéndolo con las percepciones. No ejercía ni de juez ni de repartidor de prestigios. No había lecciones de vida en sus textos. Buscaba entender lo que ocurría y relataba dicha búsqueda. Leía, veía y, sobre todo, sabía cómo narrar lo que encontraba. Para ello no denostaba la primera persona, porque al estilo de Ruano, aunque sin su batín, consideraba que desde el yo no se puede mover el mundo, pero sí contarlo. Y lo hacía como nadie.
David Lema, periodista, es editor de El penúltimo negroni (Debate), la antología póstuma sobre David Gistau en la que se recogen sus columnas, crónicas parlamentarias y reportajes.
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