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Tontos y quienes se lo hacen

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El nacionalismo no requiere de ingenierías. Le basta con los himnos. Es el antinacionalismo el que las requiere.

SEQUEIROS

[Programa 2050] Los llamados constitucionalistas, que harían bien en cambiar de nombre, usan el sintagma ingeniería social para describir lo que el nacionalismo ha hecho con los pobrecitos catalanes, víctimas de una forma de electrochoc que habría desvirtuado su fondo encomiable. Sostienen su teoría con el hecho de un Programa 2000, suerte de pedrusco rosetta, donde estarían cifrados los tenebrosos objetivos de los ingenieros. Pero el Programa 2000 no fue más que una sumaria exposición estratégica, de una obviedad banal, y no incluía tecla secreta que apretándola convirtiera a un honrado practicante del seny secular en un electrocutado nacionalista. Lo espontáneo en los catalanes, al menos hasta donde alcanza mi vista de águila, fue siempre una dulce xenofobia, una irritada tensión digestiva entre la opinión que tenían de sí mismos y la que tenía el mundo y la inexorable razón moral que acumula torvamente el perdedor. La situación cambió a partir del aluvión inmigratorio del desarrollismo español. Pero no porque generara transformaciones en la Weltanschauung original, sino porque añadió otra alemanada más, provocando la cristalización de las dos comunidades que sin apenas mutación ni extravío han durado hasta hoy.

Los defensores del Programa 2000 como exitoso modelo de ingeniería deberían explicar por qué el porcentaje de nacionalistas se mantiene casi intacto en Cataluña desde 1980. Los trasvases de uno al otro lado han sido irrelevantes y no han hecho de Cataluña la comunidad monoparental y monosabia soñada por los nacionalistas. Y esto ha sido así porque al otro lado también había sentimientos. La visión de una Cataluña partida entre una comunidad sentimental y nacionalista y otra cosmopolita y racional es falsa. Si este García Albiol ha logrado vencer en Badalona a a la xenofobia nacionalista ha sido utilizando la escoba de una xenofobia mayor. Y aunque sea agradable de ver hasta qué punto los legendarios mursianos de la inmigración catalana discurren aquí en clave antinacionalista sépase que en cuanto van de vacaciones a Jumilla se cosen en el forro el #orgullomurciano. Aunque es verdad que tienen la disculpa del vino.

El nacionalismo no requiere de ingenierías. Le basta con los himnos. Es el antinacionalismo el que las requiere. La Ilustración, por ejemplo, máxima ingeniería social de la Humanidad. No puede decirse que fertilizara copiosamente en Cataluña. Los casos de afrancesamiento en Cataluña son relativamente minoritarios y obligan a distinguir entre afrancesado e ilustrado de un modo incomprensible en el resto de España. En Cataluña el afrancesamiento fue, sobre todo, una forma de nacionalismo antiespañol. ¡Y sigue siéndolo! Pero mucho menos un programa político e intelectual. La exposición de los catalanes a las ideas liberales fue siempre débil. Y la cercanía a Europa un mito en cuanto añade a la geografía la moral. No es casual que el porcentaje de reaccionarios más alto de Francia viva y vote en Perpignan: ¡catalanes al fin! De modo que si en España operara alguna inteligencia política no podría tener otra iniciativa para Cataluña que la organización de un programa que atenuara el escorbuto social causado por el déficit ilustrado. El Proceso fracasó -y volvería a fracasar- porque frente a él se alzó una empalizada de sentimientos ajenos y un par de porrazos. Sería de interés que se añadiera ingeniería a la resistencia. Un Programa 2050, no más, que quiero verlo.

[51%] Estos fracasados que desde la cárcel o el exilio pretenden relanzar la independencia si alcanzan el 51% de los votos ignoran la premisa mayor. Y es que a las próximas elecciones catalanas (si las hay) no va a presentarse ningún partido por la independencia. Eso ya pasó. En 2015 y en 2017. Perdieron. En las urnas (donde se juega la democracia) y en la calle (donde se juega la revolución). Ahora lo que quedan son independentistas a largo plazo. Pujolismo. Mera corrupción.

[Dos asesinos] Según lo que cuentan del último libro de Bob Woodward, que está a punto de publicarse, Trump no dijo públicamente en febrero lo que pensaba -y lo que decía- en privado sobre el virus. La razón, dice, es que no quería generar alarmismo. Esta revelación me ha sorprendido porque siempre pensé que Trump es tonto. Que se hiciera el tonto es una novedad para mí y una enseñanza. Una vez conocida la información, la socialdemocracia se ha lanzado contra él, acusándolo de la muerte intencionada de americanos. Ok, pero no se entiende bien qué interés tendría Trump en liquidar americanos indiscriminadamente. Por las mismas fechas, el epidemiólogo en jefe Anthony Fauci decía a los ciudadanos que el virus no tenía por qué hacerles cambiar de hábitos.

Es probable que Trump dijera privadamente eso y lo contrario en aquellos días inciertos. Si el virus hubiese sido menos letal, estas palabras no tendrían hoy importancia. Los muertos de hoy han convertido en un hecho las especulaciones del ayer. En cualquier caso, Trump puso en circulación un argumento discutible y que por tanto debe atenderse: el alarmismo. En efecto, el alarmismo mata y es plausible que no quisiera extenderlo. Y si hablaba de alarmismo, además, es porque tampoco estaba seguro de que el virus fuera tan letal. Trump se ha equivocado humillantemente en su gestión de la crisis. Pero eso ya se sabía sin necesidad de confidencias. La novedad es que quieran pasarlo ahora de homicida a asesino.

Y no en el único asesino. Una derivación crucial de la historia son los reproches a Woodward. Destaca el de la columnista de medios del Post, Margaret Sullivan, que concluye que Woodward habría salvado vidas de no haberse guardado la información para su libro. Lo malo de esa conclusión es que se produjo después de que Woodward le diera una justificación completa y matizada de su conducta. Y no fue, como cabría pensar, que el contrato tácito de la conversación con Trump le obligaba a reservar toda información para el libro: Woodward hubiera estado en su derecho de respetar ese contrato, entre otras cosas para no contribuir él también al alarmismo. Pero Woodward insinúa que ninguna condición de ese orden le habría impedido hacer públicas las palabras de Trump. Había otros problemas. El primero, que desconocía la fuente en que se basaba Trump para hacer su afirmación sobre el virus. Y no fue hasta meses después cuando la descubrió: una reunión de los servicios de inteligencia celebrada en enero. El segundo problema era que nunca sabía cuando Trump estaba diciéndole la verdad: las declaraciones del presidente siempre requerían de un largo trabajo de investigación y contexto.

Es decir. Woodward estaba escribiendo un libro, pero la mediocolumnista Sullivan no distingue eso de un tuit.

[Lascivias] La encrucijada histórica que afrontan las mujeres. La muchacha que sale de casa con braguita larga (© Manuel Trallero) y a los dos pasos ya está dándole desgarradores tirones para que la tape.

(Ganado el 12 de septiembre, a las 16:16, 61 lpm, 35,7º)

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