Al estridente silencio que guardó el Gobierno durante la teatral burla de Puigdemont a España, con el presidente del Parlament escoltando al delincuente, com déu mana, hasta la tarima que el Ayuntamiento de Barcelona permitió servicialmente montar, le han dado posterior sentido los heraldos periodísticos del sanchismo al proclamar de forma solemne el final del procés.
El advenimiento de una nueva era catalana con la Presidencia de Illa y, claro, gracias a la determinación de Sánchez. El pacificador que, a diferencia del estafermo Rajoy, bajo cuyo mandato el independentismo dio un golpe de Estado, ha podido recuperar para el socialismo la Generalitat, ha convertido a la sediciosa cúpula de ERC a la democracia y promete años de concordia y neopujolismo bajo la superivisión de Moncloa.
Para anunciar esta nueva normalidad catalana, tan falsa como aquella nueva normalidad pandémica que Sánchez utilizó como mascarilla de humo para que sus secuaces y su familia siguieran trincando tan koldamente, era imprescindible que la investidura de Illa se consumara. Para ello, Puigdemont no debía ser detenido. De lo contrario, Junts tendría argumentos sentimentales y políticos para arrastrar a la ciclotímica ERC a la suspensión sine die del debate.
Entre dos truhanes como Sánchez y Puigdemont, que llevan tiempo colaborando y engañándose por igual, no hacía falta más pacto que el mutuo interés. En este caso, ambos han salido beneficiados: el prófugo cumplió su palabra de regresar a Cataluña por la investidura y sigue en libertad tras una huida comparable a la de Dencàs en 1934 por las cloacas del Palau, a la espera de que el Pumpido Constitucional le solucione la amnistía. Mientras Sánchez suma poder territorial con Illa, puede utilizar a Cataluña de ariete contra el Madrid de Ayuso y Barcelona como capital del sanchismo, y vanagloriarse de ser quien acabó con el golpe catalán, igual que ZP se arroga el fin de ETA.
La principal debilidad del plan de Sánchez es que mientras los asesinos vascos dejaron de matar, porque ETA pasó sin solución de moralidad del zulo a las instituciones, el nacionalismo catalán mantiene todo el poder. Con un socialista que asume su legado racista y carlistón -en el debate de investidura, Illa compró la ficción medieval de ser el 133 presidente de la Generalitat-, como hicieron anteriormente Maragall y Montilla, que incluso considera a Pujol como un referente, y que sabe que la oligarquía catalana de círculos, cajas y fomentos, que le han colocado al frente de la masía, lo echarán a patadas de ella si no les consigue el concierto económico y otros privilegios de pueblos elegidos.