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Ciudad abierta

Síntomas de una democracia averiada

Se debaten los detalles de la declaración de García Ortiz cuando esta forma parte de un problema mayor: la degradación institucional que ha fomentado este Gobierno

El fiscal general, Álvaro García Ortiz.
El fiscal general, Álvaro García Ortiz.AFP
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Quizá aún lo recuerden. Hace unos años, la FIFA provocó cierta polémica cuando impidió que varios equipos lucieran un brazalete arcoíris en el Mundial de Qatar. Aquello, claro, remitía a un despropósito mucho mayor: haber convertido la organización de torneos internacionales en una herramienta publicitaria para autocracias con chequera. Debatir el problema pequeño ayudaba a recordar el problema mayor, pero también podía naturalizarlo: como si la única claudicación fuese no enseñar ese brazalete, o como si todo se redujera a haber dado un mundial a los cataríes, cuando cuatro años antes el organizador había sido la Rusia de Putin.

Algo parecido ocurre estas semanas en la política española: las polémicas del día a día remiten a despropósitos mucho mayores. Se debaten los detalles de la declaración de García Ortiz, cuando esta forma parte de un problema mayor: la degradación institucional que ha fomentado este Gobierno y el abandono de algunas nociones básicas de cualquier democracia avanzada. Por ejemplo, aquella que indicaría que un fiscal general que está siendo investigado, y encima por el posible uso de la Fiscalía en una pugna política con un dirigente de la oposición, debería renunciar al cargo mientras se esclarecen los hechos. Del mismo modo, comentamos la negociación del decreto ómnibus entre el PSOE y Junts, cuando esta encaja en algo verdaderamente bochornoso: hoy en día, el árbitro de qué se aprueba y qué no en una democracia europea es un prófugo impenitente. Alguien que, en su momento, condujo al país a una grave crisis institucional y social.

Podemos preguntar si sirve de algo instalarse en una enmienda a la totalidad de cuanto aparece en el telediario. Aunque quizá la pregunta más pertinente sea hacia dónde se dirige esa actitud de «todo mal». En diciembre, por ejemplo, se cumplirá una década de aquellas «elecciones del cambio» de 2015, las que vieron la entrada de Podemos y Ciudadanos en el Congreso. Y aunque ahora es fácil ridiculizar las ilusiones de aquel momento, al menos la enmienda a la totalidad que se hacía entonces permitía fantasear con un país mejor. Ahora se diría que nos conformamos con que no empeore mucho más. El «todo mal» de 2015 alentaba la idea de que España tenía remedio; ahora parecemos abocados a creer que no lo tiene.