La celebración de las bodas de plata del Museo Guggenheim de Bilbao supone la constatación del potencial transformador de la cultura sobre el ambiente urbano y la economía. Y lo es también de su capacidad para influir a nivel mundial sobre el relato artístico y hasta sociológico que se conjetura sobre un país más allá de sus fronteras.
En efecto, el Bilbao moderno habría devenido en un reto inviable de no ser por los aires de renovación que el museo insufló en una ciudad plena de posibilidades que no terminaban de despuntar, inmersa en una paralizante crisis industrial y golpeada por los efectos del terrorismo etarra.
Pero además, este movimiento dinamizador se ha amplificado a escala global hasta colocar a España en un lugar prominente del panorama artístico mundial.
El Museo Guggenheim ha alcanzado la categoría de icono. Lo es por su revolucionaria estructura, éxito indiscutible de la tildada como arquitectura de lujo que con poco éxito pretendieron imitar otras ciudades. Y lo es en cuanto concepto, pues del ambiente contemplativo tradicional se inaugura una experiencia inmersiva. Nada de todo ello habría sido posible sin la notable apuesta económica que sostiene a este abanderado de la cultura, que se erige en ejemplo de éxito para los proyectos de otras administraciones.
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