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Las chicas del balcón: el irresistible placer del feminismo gore (***)

Noémie Merlant sorprende en su segunda película como directora con un ejercicio de cine alborotado, imperfecto y caótico, pero irrefutablemente libre

Una escena de 'Las chicas del balcón'.
Una escena de 'Las chicas del balcón'.
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Desde que el feminismo fue detectado y celebrado como tal y con todas las consecuencias no le han faltado adjetivos para, según los casos, estigmatizarlo, acotarlo, expandirlo, comprimirlo, festejarlo o, llegado el caso y de forma casi excepcional, simplemente nombrarlo. Hay feminismo clásico, feminismo radical, feminismo tránsfobo, feminismo de tercera ola, feminismo moderno y hasta feminismo a secas, que se diferencia de todos los demás en su voluntad siempre fundacional, siempre creadora. Al fin y al cabo, como mantenía Walter Benjamin, el nombre es la esencia más interior del lenguaje. Y en puridad, en el "lenguaje puro" que sería el lenguaje divino, el nombre es la misma cosa que menta. El filósofo hablaba de un tiempo sin tiempo en el que el lenguaje no es denominación ni mímesis sino poder creador. Suena algo confuso, quizá enrevesado, pero no es más que la capacidad de las palabras para fundar mundos.

La nueva película de Noémie Merlant --la segunda como directora de la actriz que vimos en Un año, una noche, TÁR o Emmanuelle y sobre un guion de Celine Sciamma-- es en esencia una propuesta semántica. Y feminista en su sentido más amplio, feliz y universal. Su idea no es plegarse a ninguna definición, que también puede ser considerada descripción, sino directamente crear un universo. La película cuenta un crimen. Aunque en verdad lo que relata es simplemente una tarde de mucho calor en Marsella. Tres amigas comparten piso y, desde ahí, viven una vida en común, pero perfectamente distinta: una es actriz con un gesto de Marilyn; otra es una chica webcam tan exageradamente positiva como libre de prejuicios, y la última es escritora en permanente y quizá algo masculina posición de crisis existencial. Y así hasta que un día se cruza en su camino un vecino muy apetecible que, en verdad, no es más que un violador. Y aquí, el crimen, que, en verdad, son muchos crímenes.

La primera secuencia mira un patio de vecindad con el mismo gesto curioso con el que James Stewart controlaba la vida de los otros en La ventana indiscreta. De repente, una mujer se desmaya. Su marido la golpea, ella se defiende y lo que empieza como una viñeta entre bufa y trágica acaba de la peor de las maneras. O de la mejor, según se mire. Se diría que esta escena independiente, casi una película ella misma dentro de la película, da el tono. Y sobre ella se afina todo lo demás en su voluntad de no admitir más reglas que las que arden. Todo puede pasar y... pasa.

Lo que sigue es una comedia sin freno que igual juega a ser almodovariana cuando se lo propone que descaradamente procaz cuando se despista; que invita tanto a la reflexión como al desmadre; que no atiende a más sentido de la medida que su desproporción; que toma por cordura su completa y muy consciente locura. Noémie Merlant compone así un ejercicio de terror gortesco y barroco que acaba por ser también un rendido homenaje a sí mismo, a su deseo de pura y simple libertad. Tan felizmente feminista que, a su manera, da con un nuevo adjetivo: feminismo gore. Y aquí sí, el nombre es la misma cosa que se nombra. Muy, pero que muy disfrutable. Aunque duela.

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Dirección: Noémie Merlant. Intérpretes: Noémie Merlant, Souheila Yacoub, Sanda Codreanu, Lucas Bravo. Duración: 105 minutos. Nacionalidad: Francia.