- Entrevista Miriam Garlo, protagonista de Sorda: "La diversidad es algo natural, y deberíamos celebrarla en lugar de intentar encajar a todos en un mismo molde"
- Sección oficial La buena letra: Celia Rico registra con precisión la herida de la mujer en el franquismo
- Inauguración Málaga Daniel Guzmán inaugura el Festival de Málaga con un ejercicio de honda madurez: "La paridad también debería ser entre jóvenes y viejos"
Hay películas que se dirían surgidas de un arrebato, de un golpe furia, de una noche de insomnio demasiado larga y oscura. Y eso es así por la contundencia eléctrica con la que se conducen sobre la pantalla. Como una exhalación. Muy rápido, vamos. Y, sin embargo, a poco que uno se detiene en cada imagen, en cada recuerdo depositado en la memoria, en cada relato que se desprende de la narración que todo lo ordena, uno cae en la cuenta de que la ira, como actitud y gesto, no es más que un estudiado y muy inteligente subterfugio no tanto para mantener vivo el interés (que también) como para afilar y ampliar la capacidad de corte. La idea es profundizar en la herida, doler más y, llegado el caso, pensar mejor y más fuerte. La película Los Tortuga, de Belén Funes, es buen ejemplo. El mejor de todos, quizá. Sobre la pantalla, la historia de una madre y una hija al límite de sus fuerzas. En verdad, no hay más. Y, sin embargo, a medida que corre (eso hace) el relato, entre la polvareda que levanta a su paso se aciertan a ver con claridad asuntos como el sufrimiento por el duelo, la huella del olvido, la humillación de la pobreza y hasta el miedo.
Los Tortuga es la película que viene después de su deslumbrante debut La hija de un ladrón estrenada en el Festival de San Sebastián en 2019. Los Tortuga toma el nombre del apelativo entre jocoso y vejatorio que recibían en Andalucía los emigrantes obligados a llevarse consigo su vida entera a cuestas. Los Tortuga es, sin duda, la confirmación de una cineasta que se esfuerza en huir tanto de las etiquetas que marcan a fuego a buena parte del cine reciente español como en evitar los relatos ahogados en la inanidad de una simple anécdota (también muy comunes). Los Tortuga es, desde ya, la revelación del Festival de Málaga en curso por su capacidad para la reflexión y el asombro, para la cólera y la serenidad, para la furia y el sueño. Es así.
Se cuenta la historia de una hija (Elvira Lara como descubrimiento) y una madre (inmensa Antonia Zegers). Tras la muerte del padre y marido, las dos sobreviven en Barcelona, pero las dos, cada una a su modo, son de fuera. Quizá como todos. La familia por parte del padre es toda ella de Jaén. La madre es chilena y se esfuerza como taxista en que las cosas funcionen. Pero cuesta. Cuesta ganar lo suficiente para pagar el alquiler en una nueva casa después de ser expulsadas de donde viven. Cuesta pagar los estudios en la facultad de Comunicación Audiovisual. Cuesta el desarraigo. Cuesta el dolor de la pérdida. Cuesta la humillación diaria. Cuesta todo lo que cuesta, que es, básicamente, todo.
Belén Funes construye la película por capas y deja que la propia estructura por fuerza barroca de todas las historias que se cruzan, se contradicen y se soportan unas a otras asalten la mirada del espectador con un caos metódicamente desordenado. U ordenado, según se mire. Por momentos, Los Tortuga demanda para sí ese misterio mágico entre realista y solo iluminado al que recientemente nos habían acostumbrado voces como las de Alice Rohrwacher. A ratos, la pantalla adquiere la textura casi física de clásicos casi olvidados del cine español como La piel quemada, de José María Font. En algunos instantes, las historias, todas ellas, detienen su respiración en un soplo prodigioso de luz. Y siempre Los Tortuga se ofrece como un aliento de furia, como un arrebato que corta, como una exhalación. Suena tremendo. Y lo es.
El resultado es una película de una madurez inquebrantable sin renunciar a la emoción de la duda primeriza. Se trata de una película que coloca el duelo en el centro, pero sin caer en la tentación de convertirlo en un asunto para la estéril metafísica. Los Tortuga es una película que mancha y se mancha. Es una película que se sirve del actual y grave problema de la vivienda para llevar la discusión a donde importa: la desigualdad, la injusticia y la decencia (o su carencia, según el lado del que se mire). Y a la vez convierte la inmigración no en el problema de nuestro tiempo como buscan algunos sino en su esencia, su sentido, su futuro incluso. Como dice el cuento mínimo de Luis Felipe Lomelí El emigrante: "-¿Olvida usted algo? -Ojalá".
Sin duda, se nos ha quedado una muy bonita Biznaga de Oro para la furia. Y la reconciliación. Por cierto, pocos finales tan redondos, emocionantes y perfectos como el de Los Tortuga.
EL REGRESO DE GRACIA QUEREJETA Y EL BRILLANTE 'FALSO' DEBUT DE GERARD OMS
Por lo demás, la sección oficial de este Festival de Málaga inapelable hasta el momento se completó con dos trabajos a la altura. El más vistoso, aunque solo sea por los gritos que arrastra a su paso, fue el debut como director de un veterano del cine español. Gerard Oms, actor y coach (sea esto lo que sea) de actores, presentó Muy lejos de la mano de un Mario Casas tan rotundo como soberbio (de ahí los gritos de antes). Se trata de un viaje hacia dentro de la masculinidad (la tóxica, suponiendo que la haya de otro tipo) que bien podría pasar por una brillante, literal y metafórica, todo en uno, salida del armario. Y a su lado, Gracia Querejeta estrenó un drama con alma de thriller que resume, exhibe y hasta transpira veteranía, buen hacer y asolerada maestría. La buena suerte, así se llama, es un relato sobre la paternidad y el perdón resuelto en el oficio y genio de unos actores que van de Hugo Silva a Miguel Rellán pasando por Megan Montaner.
La de Oms, rodada íntegramente en Holanda, es una película volcada en las espaldas y cada uno de los silencios de su protagonista. Nunca ha estado mejor Casas. Muy lejos cuenta la historia de un hincha del Espanyol que, tras asistir a un partido de fútbol en Utrecht, decide quedarse ahí. No habla el idioma, no sabe qué hacer y ni siquiera hace buen tiempo. Los motivos no están claros. Lo estarán a medida que avance la cinta, pero sin exagerar. Y ahí, precisamente, el mayor logro de un trabajo construido enteramente no sobre lo que se ve, sino lo que está. La película logra lo que pretende sin el menor asomo de duda: mantener en todo momento vivo el instante de una duda, la fiebre de una revolución a punto de estallar. Sin duda, un debut tardío, pero muy bienvenido.
A su lado, el último trabajo de Gracia Querejeta huye de la más que brillante experimentación que supuso Invisibles, su anterior película, para ofrecer ahora un depurado ejercicio de oficio. Un arquitecto de éxito se refugia en un pueblo perdido en mitad de ninguna parte. Huye de algo que se parece bastante a sí mismo. Planteada como un drama, la película despliega poco a poco una oscura intriga que habla de culpa, paternidad y la lejana posibilidad del perdón. Precisa, dura, amarga y de un clasicismo que, la verdad, de tanto en tanto, hace descansar la vista. Los trípodes existen y gratifica dar con una directora que sabe usarlos.