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Buena parte del cine de Julio Medem vive de su deseo de traspasar la frontera de la simple representación. No se trata de ofrecer la imagen de nada colocado del otro lado, del lado de la realidad, sino de construir un universo autónomo, libre y, a su modo, perfecto. De ahí, quizá, esa obsesión por los palíndromos, por los juegos de palabras detenidos en sí mismos que son leídos en las dos direcciones sin que nada cambie. En el palíndromo, más allá de la pulsión del juego, reside la certeza, o sólo intuición, de que la palabra (o frase) es siempre arquetipo de la cosa misma. Son espejos. ¿Y si, como imaginaron tantos poetas, en cada una de las letras que componen el vocablo ojo se contuvieran todas las miradas del mundo? No en balde, la palabra Medem es ella misma un palíndromo. Los protagonistas de 8, Octavio y Adela —como antes que ellos Otto y Ana en Los amantes del círculo polar— reproducen esa mecánica prodigiosa. Y toda la película no es más que un bucle que, como la caligrafía azarosa del octavo número natural, vuelve una y otra vez sobre sí mismo.
A su manera, la última película del director vasco tiene mucho de vuelta al origen, a lo mejor de sí mismo, de regreso al principio. Se mire por donde se mire, formal o narrativamente, es exactamente eso, un palíndromo. Y solo por eso debería estar a salvo. Se cuenta la historia de dos individuos unidos por algo más que solo el destino, les une la vida y hasta la muerte. Y, a través de ellos, se cuenta también la historia de un país entero. Los dos llegaron al mundo con la República el 14 de abril de 1931 y sus vidas se irán cruzando en exactamente ocho capítulos hasta hoy. Cada uno de los personajes a los que dan vida Ana Rujas y Javier Rey vivirá su propia existencia con aspecto de calvario; cada uno vivirá desde un lado de las dos Españas de las que Machado habla en su poema Españolito (poema que precisamente aparece a modo de prólogo), y cada uno, en efecto, acabará por ser de forma indistinguible el otro. Como un palíndromo.
Los episodios narrados discurren por la pantalla en forma de un plano en continuación (la denominación es del director) que no exactamente plano-secuencia. La idea es imprimir al ritmo y sentido de la película la misma sensación de vuelta al origen que simboliza con tanta simétrica precisión el número 8. Como en un espejo. Hasta aquí, todo se antoja tan provocador, estimulante y lanzado al límite que no queda otra que rendirse. Pero pronto aparecen los problemas. Y son problemas enormes. En su empeño por hacerlo cuadrar todo, la dramaturgia queda reducida a la mínima expresión. Los personajes son antes que nada arquetipos, sujetos vaciados de sentido que se mueven por la pantalla declamando sus emociones sin que acaben de creérselas del todo. Ni ellos ni nosotros. No son figuras brechtianas o bressonianas, sino más bien figuras algo ridículas que hacen de la tesis de la reconciliación y el perdón (de eso va todo esto) su bandera en un ejercicio de cine tan reiterativo como exageradamente ingenuo.
Determinadas decisiones de guion desde luego no ayudan. Por mucho que se quiera estar del lado de la muy arriesgada decisión estética y formal (que lo estamos), los chistes a cuenta del fútbol o los innumerables encuentros fortuitos entre los personajes en las situaciones más inverosímiles acaban por cortocircuitar buena parte del catálogo de inmejorables intenciones que arrastra la película. El mejor melodrama vive de la exageración como elemento expresivo, pero siempre de manera muy consciente, siempre en diálogo abierto con el espectador. No es el caso. 8 quiere ser melodrama, pero su estructura de hierro le impide moverse con soltura. Es más, se diría que la poética irresistible del director funciona por momentos como un lecho de Procusto que, en su deseo obsesivo de encajar las piezas, acaba por cercenar el mínimo de verosimilitud que exige una historia para doler, o solo importar, un poco.
El resultado no es tanto una película fallida (una descripción tan torpe como recurrente) como una película imposible. Se agradece y se disfruta el riesgo, pero el accidente final, como suele ocurrir cuando se acelera al máximo, es casi perfecto, como un palíndromo.
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Director: Julio Medem. Intérpretes: Ana Rujas, Javier Rey, Álvaro Morte, Tamar Novas. Duración: 126 minutos. Nacionalidad: España.