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Por todo lo alto: el último éxito del cine francés es de verdad, no es un truco de marketing (***)

El actor y director Emmanuel Courcol compone un bello homenaje al cine popular en el más emotivo, divertido y tierno de los sentidos

Benjamin Lavernhe y Pierre Lottin en Por todo lo alto.
Benjamin Lavernhe y Pierre Lottin en Por todo lo alto.
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Una posible definición de arte popular tiene que ver no tanto con la tradición o sencillez, que también, sino con su tendencia para nada inocente de reforzar creencias, apoyar instituciones o hacer pasar por indiscutible lo que quizá merece una reflexión. La Iglesia, por ejemplo, lo sabe bien. Quizá por ello conviene, sin pasarse y desde la muy sana sospecha, desconfiar de sus no tan evidentes bondades. Exactamente la misma crítica e idéntica desconfianza merecería el arte culto que en muchas ocasiones no es más que un elaborado código de exclusión para uso de privilegiados. Es lo que tiene la cultura, así en general y en su más amplia acepción, que vale tanto para crítica y la emancipación (la buena cultura) como para el adoctrinamiento (la mala). Sea como sea, y de tanto en tanto, lo popular reivindica para sí la virtud del reconocimiento, que es otra de sus posibles definiciones. En las producciones artísticas a las que les asiste el sentido último de la narración oral se produce un raro y a la vez muy identificable efecto espejo donde lo más relevante es la sensación de comunidad, de bien común, social y compartido. Lo que cuenta no es tanto lo que se cuenta sino cómo nos cuenta. El matiz importa.

Por todo lo alto es un bonito ejemplo para bien de cine popular. Y lo es por su facilidad y deseo de crear comunidad, de hacer que el espectador no se limite a escuchar, sino que, de alguna manera, él también es escuchado. Y eso es así porque lo narrado es esencialmente un cuento común, un cuento de todos. Demasiadas veces nos llega de Francia una película amparada por el éxito en taquilla (generalmente comedia) que no es más que una colección de tics reaccionarios, cuñadescos y bobos, cuando no solo racista o solo machista o las dos cosas a la vez. No es el caso. El actor y director Emmanuel Courcol hace tiempo que vive entregado a la idea de un cine tan alérgico a los vapores de las élites como atento a todo aquello que nos identifica como seres humanamente iguales.

Se cuenta la historia de dos hermanos separados al nacer. Uno de ellos, por azares de su muy privilegiada familia y su innegable talento, es director de orquesta de fama internacional. El otro, en cambio y por azares de su nada privilegiada familia, toca el trombón en una banda de música de un pueblo obrero del norte de Francia. A eso dedica el tiempo que le deja su trabajo en un comedor escolar. De repente, y por culpa del cáncer que sufre el primero de ellos (necesita un trasplante de médula), se descubrirán uno a otro. Lo que así contado más parece materia de folletín fofo y recurrente, en manos de dos actores tan brillantes como Benjamin Lavernhe y, sobre todo, Pierre Lottin pronto adquiere el tamaño de lo tierno, lo emotivo, lo divertido y, dado el caso, hasta lo inolvidable.

Courcol se las arregla para modular los tiempos sin agobios ni recursos demasiado fáciles. Con un cierto aire al cine británico de clase obrero (pensemos en Billy Elliot, por ejemplo), la película camina por cada uno de los tópicos del melodrama de manera tan orgullosa como consciente, pero sin estridencias, sin gestos desmedidos y siempre muy atenta al sonido callado de lo compartido, de lo de todos. La escena final con la interpretación a coro (y a bulto incluso) del Bolero de Ravel se antoja el cierre perfecto para una película popular en el mejor y más apabullante de los sentidos.

Director: Emmanuel Courcol. Intérpretes: Benjamin Lavernhe, Pierre Lottin, Sarah Suco, Nathalie Desrumaux. Duración: 103 minutos. Nacionalidad: Francia.